Desde un tiempo a esta parte, la figura del ex-presidente Salvador Allende se ha convertido en un ícono pop. Su rostro, disimulado por unos característicos anteojos de ancho marco, se distingue fácilmente en casi todas las banderas y lienzos que se blanden durante las protestas callejeras, así como en los variados stencils estampados en las paredes santiaguinas que nos recuerdan el pasado 11 de septiembre. Al igual que a ese Che Guevara globalizado y desideologizado, quienes intentan rescatar a Allende del baúl de los recuerdos sólo se interesan por el ícono pero no por su proyecto político ni por su incuestionable compromiso republicano.
Pero el culto a Allende no solamente alimenta a esa iconofilia tan propia de la juventud rebelde que emerge en estos días en que muchas heridas del pasado se abren y supuran infectadas a causa de los múltiples conflictos político-sociales no resueltos; también algunos personajes de la Concertación han iniciado un nuevo revival allendista que ha convertido al último bastión del republicanismo chileno en otro fetiche más de su panteón multicolor. Desorientados por la derrota electoral que les propinó la derecha y en una frenética búsqueda de un referente que sea capaz de dar sentido al sinsentido de su existencia política, los concertacionistas no han encontrado una mejor opción que apropiarse de ese patrimonio inmaterial de la vieja izquierda chilena que encarna Salvador Allende. Pese a que la Concertación perpetuó la herencia neoliberal, constitucional, privatizadora y censitaria de la dictadura militar, sus voceros insisten en extender un falso hilo conductor que los vincule a ese pasado revolucionario previo al golpe de estado de 1973.
No sorprenden, entonces, las palabras de la presidenta del Partido por la Democracia, Carolina Tohá, en una columna que publicó The Clinic el pasado 5 de septiembre. En su escrito, Tohá realiza una apropiación oportunista de la figura de Allende para mostrar a su partido como el “heredero legítimo” de ese corpus ético-político que caracterizó al presidente de la Unidad Popular. De sus palabras se infiere que lo que verdaderamente interesa a la Concertación no es el balance histórico del fracaso de la Unidad Popular como alternativa política a la derecha y a la Democracia Cristiana, como tampoco el análisis de aquellas decisiones políticas tomadas por Allende que dejan una serie de dudas sobre su real habilidad para gobernar a la variopinta coalición que lideraba (el evidente el contraste entre un Partido Comunista comprometido con la viabilidad institucional y constitucional del proyecto revolucionario versus un Partido Socialista cada vez más díscolo, fraccionado y dispuesto a transgredir la legalidad constitucional), sino la figura de un Allende que sirva de reserva moral para una Concertación cuya única fuerza moral fue “el transar sin parar” –como bien lo escribió hace algunos años el historiador Alfredo Jocelyn-Holt-.
Transcurridos seis meses desde que la Concertación cediera al poder a la derecha, la actual oposición ha iniciado una búsqueda desesperada de explicaciones a su derrota electoral. Las tesis que han salido a la luz pública apuntan en dos direcciones. La primera, expuesta por el lobbysta y empresario de la comunicación estratégica, Eugenio Tironi, ofrece una mirada autoflagelante y desesperanzada ante el caos y dispersión en que ha quedado sumida, según sus palabras, la “coalición política más exitosa de la historia de Chile”. La segunda tesis, si es que podemos llamar tesis a un par de intuiciones vagas, es la de la ex-presidenta Michelle Bachelet y su aparente sucesora, Carolina Tohá, quienes insisten en que la Concertación tiene un patrimonio moral comprometido con la igualdad, la justicia social y la defensa de los Derechos Humanos que es la base sobre la cual es posible reconstruir un proyecto político futuro.
Con todo, lo que llama la atención de ambos diagnósticos es el tardío mea culpa realizado por los líderes concertacionistas, quienes después de 19 años gobernando recién han comenzado a analizar de una manera menos autocomplaciente el fracaso de sus políticas en educación, la aberrante privatización de los servicios básicos de uso público como el agua, la electricidad y el transporte urbano, y los escasos avances logrados en temas claves como la redistribución de los ingresos, la concentración de la riqueza, el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, la reforma al sistema electoral binominal y la efectiva inclusión de las regiones en el debate sobre las políticas públicas nacionales.
Frente a los desoladores diagnósticos que entregan los informes de desarrollo humano del PNUD y algunas investigaciones académicas sobre la democratización política (cf. Manuel Antonio Garretón. “La Democracia incompleta en Chile: la realidad tras los rankings internacionales, en Revista de Ciencia Política, volumen 30, nº 1, 2010), el legado concertacionista se aleja demasiado del proceso democratizador iniciado por el gobierno de Salvador Allende. En una época en que la participación política de los jóvenes cayó en picada y en que la exclusión de los partidos políticos que se encuentran fuera de la hegemonía que concede el sistema binominal se mantuvo durante tres gobiernos concertacionistas, la homologación entre éstos últimos y Allende no es más que un delito de apropiación indebida de un patrimonio inmaterial que pertenece a todos aquellos que luchan por una constitución verdaderamente igualitaria e inclusiva y por un sistema político verdaderamente representativo y democrático.
Nicolás Ocaranza
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