El 23 de noviembre de 1850, D. F. Sarmiento (firma de este modo, con dos iniciales) le escribe a Félix Frías, residente en Francia desde 1848, una carta en la cual se queja de que los libros que le ha enviado a Europa –una lista que cierra Argirópolis– se han perdido. “Este último –añade– es una solución a la cuestión del Plata, la única, noble, creadora, grande, duradera”. Luego de esta cascada de autoelogios le solicita ayuda: “Vea V. el Argyropolis y apóyelo. Está en él señalado un norte, a donde esos estados del Plata han de converger so pena de morir en esfuerzos y divagaciones inútiles”.
Mientras en esta misiva Sarmiento caracteriza a Charles de Montalembert (el líder católico admirado por Frías, integrante de la Asamblea en la Segunda República francesa) como “un tonto osado”, no pierde de paso la oportunidad para sepultar el destino del general unitario José María Paz: “El General Paz es un hombre que ha terminado moralmente su carrera y los hombres nuevos que se han levantado en la opinión son demasiado robustos para tomarlo de muleta para mantenerse en el poder”.
Retengamos pues este par de ideas: Argirópolis es un punto de partida y un proyecto para organizar la Argentina mediante un orden constitucional a ojos de Sarmiento inexistente; el general Paz es el mismo que, cinco años atrás, en el párrafo final de la primera edición de Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, encarnaba una última esperanza de regeneración. “¡Proteja Dios tus armas, honrado General Paz! Si salvas la República, nunca hubo gloria como la tuya. Si sucumbes, ninguna maldición te seguirá a la tumba...”. En el mes de noviembre de 1850, el héroe unitario de tantas batallas representa una figura superada por los acontecimientos. El programa del porvenir y la espada: estos dos factores estratégicos en el pensamiento de Sarmiento buscarán, en aquel momento, otros horizontes.
Pero, ¿de qué horizonte se trataba? ¿Había cambiado tanto el tablero del poder en la Confederación Argentina para que Sarmiento ensayase nuevos movimientos? En realidad, la fricción de la ideas con aquel mundo cambiante era un hecho cotidiano en el corto período que media entre 1845 y 1850. Sin contar los artículos periodísticos en periódicos que él había fundado y otros libros y traducciones, en dicho quinquenio Sarmiento publicó en 1845 Civilización y barbarie, en 1849 el primer volumen de Viajes... y De la educación popular, en 1850 Argirópolis y Recuerdos de provincia. Todo ello en medio de un combate incesante contra Rosas que, a la par de los conflictos diplomáticos que ocasionaba, lo llevaba a imaginar cuántas maniobras tácticas le sugería el teatro de la Guerra Grande en Uruguay y la intervención conjunta de Francia e Inglaterra en la cuenca del Plata.
Era evidente, entonces, que lo que estaba en juego no era solamente el tipo de régimen que se había establecido en la Confederación, sino la capacidad del gobernador de la provincia de Buenos Aires, en tanto encargado de las relaciones exteriores y por ende de la guerra y la paz. Rosas, lejos de ello, no cayó derrotado como deseaba Sarmiento; Gran Bretaña levantó el bloqueo en 1848 y firmó en diciembre de 1849 el tratado Southern–Arana que puso fin a la intervención de aquella potencia. Por su parte, los acuerdos con Francia, de un tenor semejante, se prolongaron hasta 1851 en que la situación en el Plata se modificó de raíz debido a la reasunción de soberanía por parte de Justo José de Urquiza en la provincia de Entre Ríos. Estos súbitos cambios en un lapso tan breve merecen destacarse. En todo caso, el poder maduro de Rosas planteaba en 1850 a los exiliados en Chile y en Uruguay el interrogante de saber si se lo podría limitar o derrocar gracias al auxilio exterior. No faltaban argumentos para describir el poder que había acumulado Rosas. En Civilización y barbarie... Sarmiento sostuvo que la autoridad política se fundaba en “el asentimiento indeliberado que una nación da a un hecho permanente”, atribuyendo a Rosas el papel de quien practicando el vicio genera, sin quererla, la consecuencia de recrear alguna virtud. El texto perteneciente al último capítulo de Civilización y barbarie..., titulado “Presente y porvenir” es, al respecto, elocuente: “Pero no se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar la República que despedaza, no: es un grande y poderoso instrumento de la Providencia que realiza todo lo que al porvenir de la patria interesa. Ved cómo. Existía antes de él y de Quiroga el espíritu federal en las provincias, en las ciudades, en los federales y en los unitarios mismos; él los extingue, y organiza en provecho suyo el sistema unitario que Rivadavia quería en provecho de todos. Hoy todos esos caudillejos del interior, degradados, envilecidos, tiemblan de desagradarlo, y no respiran sin su consentimiento. La idea de los unitarios está realizada, solo está demás el tirano; el día que un buen Gobierno se establezca, hallará las resistencias locales vencidas, y todo dispuesto para la UNION”.
Parecía entonces que la historia, en una suerte de desenvolvimiento dialéctico, había dispuesto los elementos constitutivos de un poder de hecho, sin duda necesario, para limitarlo posteriormente o, sin más vueltas, destituirlo. Está distinción entre dos poderes, uno de hecho y otro de derecho, no fue tampoco ajena a la que, también en tierra chilena, expuso Juan Bautista Alberdi, dos años después de Civilización y barbarie..., en La República Argentina, 37 años después de su Revolución de Mayo. En aquel ensayo de 1847, Alberdi compartió con Sarmiento la hipótesis de que desde el seno de la guerra civil entre unitarios y federales se había formado un poder de facto sin el cual no podrían desarrollarse la sociedad política y la libertad civil. Atento, quizás, a una lección expuesta por James Madison en el N° 51 de El Federalista, Alberdi había llegado al convencimiento de que, antes de limitar el poder, era preciso contar con una autoridad unificante capaz de ejercer el mando y de reclamar efectivamente obediencia. Los pasos que daba este heraldo del progreso, convertido por imperio de la necesidad en consejero del Príncipe, consistían en hacerle entender a ese gobernante que depusiera las facultades extraordinarias, resorte último de la dictadura, para entrar de lleno a guiar un proceso constituyente. La promesa de las libertades civiles, por fin traducidas en garantías vigentes de un orden constitucional, habría de coronar esa tarea imprescindible.
Parecía entonces que la historia, en una suerte de desenvolvimiento dialéctico, había dispuesto los elementos constitutivos de un poder de hecho, sin duda necesario, para limitarlo posteriormente o, sin más vueltas, destituirlo. Está distinción entre dos poderes, uno de hecho y otro de derecho, no fue tampoco ajena a la que, también en tierra chilena, expuso Juan Bautista Alberdi, dos años después de Civilización y barbarie..., en La República Argentina, 37 años después de su Revolución de Mayo. En aquel ensayo de 1847, Alberdi compartió con Sarmiento la hipótesis de que desde el seno de la guerra civil entre unitarios y federales se había formado un poder de facto sin el cual no podrían desarrollarse la sociedad política y la libertad civil. Atento, quizás, a una lección expuesta por James Madison en el N° 51 de El Federalista, Alberdi había llegado al convencimiento de que, antes de limitar el poder, era preciso contar con una autoridad unificante capaz de ejercer el mando y de reclamar efectivamente obediencia. Los pasos que daba este heraldo del progreso, convertido por imperio de la necesidad en consejero del Príncipe, consistían en hacerle entender a ese gobernante que depusiera las facultades extraordinarias, resorte último de la dictadura, para entrar de lleno a guiar un proceso constituyente. La promesa de las libertades civiles, por fin traducidas en garantías vigentes de un orden constitucional, habría de coronar esa tarea imprescindible.
Lo que para el Alberdi de 1847 evocaba el antiguo sueño del filósofo que con la razón morigera la pasión del tirano, para el Sarmiento de 1850 era el disparador de una fuga hacia adelante mucho más audaz. En esta operación se condensa gran parte de la propuesta de este libro. El texto transmite una proyección utópica tan radical como atractiva (en esto prácticamente está de acuerdo la abundante bibliografía sarmientina), enmarcada en un plan estratégico con, al menos, tres objetivos: el control de la isla de Martín García por parte de la armada francesa, la exigencia de erigir una capital del futuro Estado fuera de los límites de Buenos Aires y el rol irrenunciable que debería representar un Congreso constituyente en aquella empresa.
El primer objetivo es como el condimento de una intriga. Argirópolis se publicó en el mes de marzo de 1850. De inmediato, Sarmiento adoptó las providencias para que la obra fuese comentada y traducida en Francia. En agosto del mismo año, su amigo Ange Champgobert (según Sarmiento “un republicano francés rara avis en Europa; republicano de estirpe nobiliaria (...) republicano por el estudio, por la convicción profunda, razonada, en despecho de su familia, y del círculo en que vivía”, a quien había nombrado corresponsal del diario de su propiedad La crónica), dio a conocer una reseña crítica de Argirópolis en La Liberté de penser. A su vez, el año siguiente se publicó la traducción en París a cargo de J.M. Lenoir.
¿Por qué tanta premura? Por cierto, en esta disposición del ánimo vibra el temperamento de Sarmiento, siempre dispuesto a quemar etapas y hacer que, en un gesto donde la inteligencia se fusiona con la escritura, lo pensado se convierta de inmediato en letras impresas, para él los signos por antonomasia de la ilustración en la república moderna. Empero, este perfil del carácter sólo explica una parte de la intriga. Justo en el momento en que se conocía el libro en Francia –31 de agosto de 1850– el gobierno de Rosas, a través de su ministro Arana, firmó con el almirante Leprédour, representante de Luis Napoleón Bonaparte en el Plata, una convención de paz que, como hemos visto, debía ser enviada a la Asamblea en Francia para su posterior ratificación.
¿Por qué tanta premura? Por cierto, en esta disposición del ánimo vibra el temperamento de Sarmiento, siempre dispuesto a quemar etapas y hacer que, en un gesto donde la inteligencia se fusiona con la escritura, lo pensado se convierta de inmediato en letras impresas, para él los signos por antonomasia de la ilustración en la república moderna. Empero, este perfil del carácter sólo explica una parte de la intriga. Justo en el momento en que se conocía el libro en Francia –31 de agosto de 1850– el gobierno de Rosas, a través de su ministro Arana, firmó con el almirante Leprédour, representante de Luis Napoleón Bonaparte en el Plata, una convención de paz que, como hemos visto, debía ser enviada a la Asamblea en Francia para su posterior ratificación.
Por dicho tratado el gobierno francés, que ya había levantado un par de años antes el bloqueo de los puertos argentinos, suspendía hostilidades, levantaba también el bloqueo de Montevideo y se comprometía a evacuar la isla de Martín García. Para Rosas se trataba de otra victoria diplomática comparable a la de los acuerdos firmados con el Reino Unido. La ratificación en París era, por tanto, un paso tan necesario como urgente. Las urgencias de Sarmiento estaban en cambio inspiradas por el propósito inverso: demorar la ratificación, movilizar a la oposición en Francia, demostrar por medio de Argirópolis que la isla Martín García bajo protectorado francés era el territorio indispensable para convocar un Congreso constituyente capaz de reunificar, según la forma republicana del Estado federal, a las partes dispersas del antiguo Virreinato del Río de la Plata con la excepción de Bolivia. Dos repúblicas, la cívica y la comercial. Frente al estuario, en el teatro fluvial de una naturaleza grandiosa, agitan a Sarmiento las exigencias de dos genios contrapuestos: las del hombre de poder y las del hombre de las luces. Las armas provendrían tanto de Francia, un país en trance de ensayar nuevamente un régimen republicano, como de las lanzas y caballería de unos líderes militares adscriptos al tronco federal. Estos caudillos ilustrados deberían reemplazar a los antiguos generales unitarios, como si la silueta de Justo José de Urquiza ascendiera sobre la sombra de José María Paz.
Estas son las coordenadas de las páginas introductorias de Argirópolis . Primero, “la dignidad de nación tan grande [Francia] mezclada por accidente en cuestiones de chiquillos, le impone el deber de dar una solución a la altura de su poder y de la posición que ocupa entre las naciones civilizadas”. Segundo, el general Urquiza: “¿Será él el único hombre que habiendo sabido elevarse por su energía y talento, llegado a cierta altura, no ha alcanzado a medir el nuevo horizonte sometido a su mirada, ni comprender que cada situación tiene sus deberes, que cada escalón de la vida conduce a otro más alto?”.
La “solución de las dificultades que embarazan la pacificación permanente del Río de la Plata...” según reza el subtítulo de Argirópolis , tendrá entonces un doble fundamento federal: por origen pragmático pues Sarmiento presentía que los cambios podrían sobrevenir al unísono, desde afuera y en el corazón mismo del régimen de la Confederación rosista, y también por la finalidad de una intención resueltamente comprometida a conquistar el futuro. Argirópolis sumará pues una pieza más a la aventura republicana de Sarmiento, a una empresa para él conmovedora, de resultado incierto, que presenta riesgos que pueden ser doblegados combinando inteligencia y voluntad. La utopía se desdobla en proyecto y la ocasión táctica en una estrategia transformadora de largos alcances.
Fragmento del prólogo a “Argiropolis” Editorial Planeta-Emece.
1 comentario:
¡Pero qué nariz de negro, che! y pensar que éste era racista...
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