Para mi generación, que es producto de la educación universitaria mexicana del medio siglo y de la etapa crítica de nuestra revolución, lo que está ocurriendo en el mundo hoy es algo que para nosotros fue siempre deseable, aunque casi nunca posible. Al finalizar la segunda Guerra Mundial, cuando mi generación entraba en la adolescencia, se creó un mundo políticamente artificial, dividido en dos bandos rivales. Había que pertenecer a uno u otro de estos bandos, escoger entre las dos ideologías, los dos sistemas, presentados con perfecta dualidad maniquea; mundo de buenos y malos absolutos.
La guerra fría sacrificó muchas posibilidades políticas, movimientos de reforma e independencia en una u otra esfera de influencia, abortados porque, si sucedían en la esfera norteamericana eran descalificados como comunistas y si sucedían en la esfera soviética eran denunciados como capitalistas. A lo largo de cuatro décadas nos quedamos sin las aportaciones políticas de muchas naciones pero también de muchas culturas que no correspondían, en su esencia, ni a la tipificación norteamericana ni a la tipificación soviética, sino que en sí mismas -del Río Bravo al Río de la Plata, del Báltico al Mediterráneo y del Sahara al Gobi- eran portadoras de valores propios, de tradiciones pacientemente urdidas a lo largo de los siglos y de renovaciones sólo compatibles con estas tradiciones, pero capaces, al mismo tiempo, de contribuir a la acción común de la humanidad.