Discípulo de Louis Althusser, Jacques Rancière (Argel, 1940) es uno de los filósofos contemporáneos que más ha reflexionado sobre la ideología, la lucha de clases y la igualdad. Participó en el Mayo del 68 y escribió junto a su maestro Para leer El Capital. Ahora, la editorial Clave Intelectual acaba de publicar Momentos políticos, una selección de los artículos que escribió entre 1977 y 2009 en los que analiza cuestiones tan diversas como la guerra de Irak, la contrarrevolución intelectual que ha transformado la sociedad y la situación de las ideas comunistas.
¿Estamos viviendo en Europa un "momento político"? ¿Cómo describiría usted este momento?
Yo preferiría decir que se dan las condiciones para un momento así en la medida en que nos hallamos en una situación donde cada día se hace más evidente que los estados nacionales sólo actúan como intermediarios para imponer a los pueblos las voluntades de un poder interestatal, a su vez estrechamente dependiente de los poderes financieros. Un poco en todas partes de Europa, los gobiernos, tanto de derechas como de izquierdas, aplican el mismo programa de destrucción sistemática de los servicios públicos y de todas las formas de solidaridad y protección social que garantizaban un mínimo de igualdad en el tejido social. Un poco en todas partes, pues, se revela la oposición brutal entre una pequeña oligarquía de financieros y políticos, y la masa del pueblo sometida a una precariedad sistemática y desposeída de su poder de decisión, tal y como ha puesto espectacularmente de manifiesto el asunto del referéndum previsto e inmediatamente anulado en Grecia. Por lo tanto se dan, es cierto, las condiciones de un momento político, es decir, de un escenario de manifestación del pueblo frente a los aparatos de dominación. Pero para que tal momento exista, no basta con que se dé una circunstancia: es asimismo necesario que esta sea reconocida por fuerzas susceptibles de convertirla en una demostración, a la vez intelectual y material, y de convertir esta demostración en una palanca capaz de modificar la balanza de fuerzas modificando el propio paisaje de lo perceptible y lo pensable.
¿Qué piensa en concreto del caso español?
Europa presenta situaciones muy diferentes. España es ciertamente el país donde la primera condición se ha cumplido de forma más evidente: el movimiento 15-M ha puesto claramente de manifiesto la distancia entre un poder real del pueblo y unas instituciones llamadas democráticas pero de hecho completamente entregadas a la oligarquía financiera internacional. Queda la segunda condición: la capacidad de transformar un movimiento de protesta en una fuerza autónoma no sólo independiente del sistema estatal y representativo, sino asimismo capaz de arrancar a ese sistema la dirección de la vida pública. En la mayor parte de los países europeos aún nos encontramos lejos de la primera condición.
¿Los movimientos 15-M y Occupy Wall Street son política?
Estos movimientos responden sin duda a la idea más fundamental de la política: la del poder propio de aquellos a quienes ningún motivo particular destina al ejercicio del poder, la de la manifestación de una capacidad que es la de cualquiera. Y han materializado este poder de una manera asimismo conforme a esta idea fundamental: afirmando este poder del pueblo mediante una subversión de la distribución normal de los espacios: normalmente existen unos espacios, como la calle, destinados a la circulación de individuos y bienes, y unos espacios públicos, como los parlamentos o los ministerios, destinados a la vida pública y al tratamiento de los asuntos comunes. La política siempre se manifiesta a través de una distorsión de esta lógica.
¿Qué deberíamos hacer con los partidos políticos actuales?
Los partidos políticos que hoy conocemos sólo son aparatos destinados a tomar el poder. Un renacimiento de la política pasa por la existencia de organizaciones colectivas que se sustraigan de esta lógica, que definan sus objetivos y sus propios medios de acción, independientemente de las agendas estatales. Independientemente no significa desinteresándose de o haciendo como si estas agendas no existieran. Significa construyendo una dinámica propia, unos espacios de discusión y unas formas de circulación de la información, unos motivos y unas formas de acción dirigidos, en primer lugar, al desarrollo de un poder autónomo de pensar y actuar.
En Mayo del 68, la gente discutía sobre las ideas de Marx..., pero no parece haber ningún filósofo en el 15-M o en OWS.
Hasta donde yo sé, ambos se interesan por la filosofía. Y es preciso recordar la recomendación que los ocupantes de la Sorbonne de Mayo del 68 dieron al filósofo que había acudido a apoyar su causa: "Sartre, sé breve". Cuando una inteligencia colectiva se afirma en el movimiento es el momento de prescindir de héroes filosóficos dadores de explicaciones o consignas. No se trata, de hecho, de presencias o ausencias de filósofos. Se trata de la existencia o inexistencia de una visión del mundo que estructure naturalmente la acción colectiva. En Mayo del 68, aunque la forma del movimiento estuviera alejada de los cánones de la política marxista, la explicación marxista del mundo funcionaba como horizonte del movimiento: pese a no ser marxistas, los militantes de Mayo situaban su acción en el marco de una visión de la historia en la que el sistema capitalista estaba llamado a desaparecer bajo los golpes de un movimiento dirigido por su enemigo, la clase obrera organizada. Los manifestantes de hoy ya no poseen ni suelo ni horizonte que dé validez histórica a su combate. Son, en primer lugar, indignados, gentes que rechazan el orden existente sin poder considerarse agentes de un proceso histórico. Y esto es lo que algunos aprovechan para denunciar, interesadamente, su idealismo o su moralismo.
Usted ha escrito que durante los últimos 30 años hemos vivido una contrarrevolución. ¿Esta situación ha cambiado con estos movimientos populares?
Ciertamente, algo ha cambiado desde la Primavera Árabe y los movimientos de los indignados. Se ha producido una interrupción de la lógica de resignación a la necesidad histórica preconizada por nuestros gobiernos y sostenida por la opinión intelectual. Desde el colapso del sistema soviético, el discurso intelectual contribuía a secundar de forma hipócrita los esfuerzos de los poderes financieros y estatales para hacer estallar las estructuras colectivas de resistencia al poder del mercado. Este discurso había terminado imponiendo la idea de que la revuelta no sólo era inútil, sino también perjudicial. Sea cual sea su porvenir, los movimientos recientes habrán, cuando menos, puesto en tela de juicio esta supuesta fatalidad histórica. Habrán recordado que no tenemos que vérnoslas con una crisis de nuestras sociedades, sino con un momento extremo de la ofensiva destinada a imponer en todas partes las formas más brutales de explotación; y que es posible que quienes son el 99% hagan oír su voz frente a esta ofensiva.
¿Qué podemos hacer para recuperar los valores democráticos?
Para empezar sería preciso ponerse de acuerdo en lo que llamamos democracia. En Europa nos hemos acostumbrado a identificar democracia con el doble sistema de las instituciones representativas y las del libre mercado. Hoy este idilio es cosa del pasado: el libre mercado se muestra cada vez más como una fuerza de constricción que transforma las instituciones representativas en simples agentes de su voluntad y reduce la libertad de elección de los ciudadanos a las variantes de una misma lógica fundamental. En esta situación, o bien denunciamos la propia idea de democracia como una ilusión, o bien repensamos completamente lo que democracia, en el sentido fuerte del término, significa. La democracia no es, para empezar, una forma de Estado. Es, en primer lugar, la realidad de un poder del pueblo que no puede coincidir jamás con una forma de Estado. Siempre habrá tensión entre la democracia como ejercicio de un poder compartido de pensar y actuar, y el Estado, cuyo mismo principio es apropiarse de este poder. Evidentemente los estados justifican esta apropiación argumentando la complejidad de los problemas, la necesidad de pensar a largo plazo, etc. Pero a decir verdad, los políticos están mucho más sometidos al presente. Recuperar los valores de la democracia es, en primer lugar, reafirmar la existencia de una capacidad de juzgar y decidir, que es la de todos, frente a esa monopolización. Es reafirmar asimismo la necesidad de que esta capacidad se ejerza a través de instituciones propias, distintas de las del Estado. La primera virtud democrática es esta virtud de confianza en la capacidad de cualquiera.
En el prólogo de su libro usted critica a políticos e intelectuales, pero, ¿cuál es la responsabilidad de los ciudadanos en la situación actual y la crisis económica?
Para caracterizar los fenómenos de nuestro tiempo es preciso, en primer lugar, poner en tela de juicio el concepto de crisis. Se habla de crisis de la sociedad, de crisis de la democracia, etc. Es una forma de culpar de la situación actual a las víctimas. Ahora bien, esta situación no es el resultado de una enfermedad de la civilización, sino de la violencia con la que los amos del mundo dirigen hoy su ofensiva contra los pueblos. La gran falta de los ciudadanos sigue siendo hoy la misma de siempre: la que consiste en dejarse desposeer de su poder. Ahora bien, el poder de los ciudadanos es, por encima de todo, el poder de actuar por sí mismos, el de constituirse en fuerza autónoma. La ciudadanía no es una prerrogativa ligada al hecho de estar censado como habitante y elector en un país; es, sobre todo, un ejercicio que no puede ser delegado. Por lo tanto, es preciso oponer claramente este ejercicio de la acción ciudadana a los discursos moralizantes que se escuchan en casi todas partes sobre la responsabilidad de los ciudadanos en la crisis de la democracia: estos discursos deploran el desinterés de los ciudadanos por la vida pública y lo achacan a la deriva individualista de los individuos consumidores. Estos supuestos llamamientos a la responsabilidad ciudadana sólo tienen, de hecho, un efecto: culpar a los ciudadanos para apresarlos más fácilmente en el juego institucional que sólo consiste en seleccionar, entre los miembros de la clase dirigente, a aquellos por los que prefieran dejarse desposeer de su potencia de actuar.
Usted es también un apasionado del cine y la literatura, ¿cuáles son las consecuencias de esta crisis para la cultura?
La situación actual es una crisis de los valores comunes donde el poder del capital sobre la sociedad se manifiesta en el individualismo consumista. En este marco, la cultura se presenta a la vez como el tejido de experiencia común amenazado, invadido por los valores mercantiles, y como la instancia encargada de poner remedio a los efectos de esta invasión, de oponer las exigencias de autonomía del arte a la estetización comercial o de volver a tejer las desgarradas redes del vínculo social. Desde mi punto de vista, el poder capitalista se ejerce en primer lugar de arriba a abajo, a través de las políticas estatales que, con el pretexto de luchar contra el egoísmo de los trabajadores privilegiados y de los demócratas individualistas, impone, en nombre de la crisis, un programa de sumisión de todos los aspectos de la vida común a las leyes del mercado. El resultado es que no hay ningún papel particular que atribuir a la cultura como entidad global. Y lo que hoy domina la escena son, en gran medida, las celebraciones culturales oficiales y los discursos intelectuales supuestamente críticos pero realmente sometidos a la lógica oficial.
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