8 oct 2012

Los silencios compartidos de Hobsbawm | Pablo Moscoso

Tony Judt, en un excelente ensayo de 2003, deslizó un par de juicios que ayudan a comprender el legado del recientemente fallecido historiador británico: “Eric Hobsbawm es el historiador con más talento natural de nuestro tiempo; pero, sin que nada turbara su descanso, de alguna manera ha ignorado el terror y la vergüenza de esta edad”.


En efecto, la prosa de Hobsbawm, que conjuga de forma perfecta erudición con una estética magistral, supone un modo de hacer historia que se intuye a destiempo. En un mundo académico que corre apresuradamente a su anulación en microrrelatos o papers latosos hasta el sopor, los libros de este historiador se antojan como una deliciosa excentricidad. Una ventaja que, afortunadamente, logró amplia aceptación en medio mundo. Hobsbawm alcanzó un privilegio de pocos: supo arrancar del abigarrado caos de acontecimientos un sentido histórico coherente. El mismo estaba al tanto de su quehacer: “Puedo asegurar, por experiencia personal, que las grandes obras de síntesis histórica que surgen de la lectura de fuentes secundarias y de la observación de la historia contemporánea, sólo se pueden escribir en la madurez. Muy pocos historiadores son capaces de hacer frente a un tema tan vasto o llevarlo a una conclusión”.

Se puede estar de acuerdo o no con su sentido histórico, con su explicación de la realidad pasada y presente, pero resulta imposible negarle esa capacidad maravillosa y cada vez más escasa de explicar en un todo comprensible la caótica realidad en que vivimos. Como bien resumió Judt, Hobsbawm “escribe historia inteligible para lectores cultos”. Es lo que atestigua su trilogía del largo siglo XIX; La era de la revolución, La era del capital y La era del imperio; y su otro texto seminal, Historia del siglo XX. Estos cuatro libros explican y le dan sentido de forma global a la elusiva y compleja época contemporánea. 

Hobsbawm representó la posibilidad de una historiografía que aspiró a grandes relatos y que, por lo mismo, está en concordancia con su militancia ideológica, el marxismo, de la que nunca renegó. Y es aquí donde comienza el escozor de algunos intelectuales que han criticado su voluntariosa militancia. De hecho, Hobsbawm nunca asumió en forma decidida el costo humano que implicó el sueño de la Revolución de Octubre. 

Por lo mismo, es curioso que la fama de Hobsbawm haya aumentado en la medida en que el marxismo se hundía en la noche de sus tiempos. Visto desde el siglo XXI, la defensa de Hobsbawm de la otrora exitosa ideología tiene algo de museografía, especie de reliquia que uno visita, pues sabe que, justamente, algo ahí murió. Sin embargo, el historiador británico se empecina en hacernos ver que el marxismo sí continúa siendo una carta válida para este nuevo siglo. Tal fue la apuesta que hizo en Cómo cambiar el mundo, su último libro, con una portada que ilustra la imagen pavorosa de un bolchevique tamaño Godzilla (¿Lenin?) que avanza a pie firme sobre San Petesburgo. Esta majadera defensa de un nuevo marxismo para el siglo XXI le valió por estos días un artículo que bien lo retrata: “Gran historiador, pésimo profeta”.

Con todo, la pregunta que estas críticas eluden es cómo Hobsbawm, a pesar de su silencio con la vergüenza de esta edad y sus pueriles profecías, logró convertirse en el historiador más leído y admirado de todo el siglo. Es probable que esta paradoja del pensamiento de Eric Hobsbawm -su genialidad como historiador para articular un gran relato de los siglos XIX y XX y su silencio respecto de los engendros del marxismo-, planteé disyuntivas éticas que también retratan nuestras propias opciones políticas: cómo ciertos sectores, no obstante haber profitado de excesos brutales de poder, aún así, sobreviven y gozan de prestigio. Ciertamente, es lo que sucede a nuestra izquierda que, náufraga de ideales, sigue gozando de un atractivo progresista que está más allá de toda duda. Pero también es la paradoja de nuestra derecha que en bloque se rindió a la brutalidad y hoy, no obstante, goza tranquilamente del discreto encanto del poder. En esto, lamentablemente, el viejo Hobsbawm no descansa solo.



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