Alphonse de Lamartine, en su extraordinaria Historia de los girondinos, lectura obligada en estos tiempos turbulentos, cifra su atención en una figura que normalmente pasa inadvertida para ojos avezados de periodistas, historiadores, incluso agentes de seguridad. Me refiero a ese personaje oscuro o simplemente gris en que nadie se fija y, de llegar a repararse en él, pasa igual de desapercibido, tan anónima e insignificante es su presencia.
No se le podrá anticipar, pero es capaz a veces de cambiar el mundo. Lo fascinante, en retrospectiva, es que el sujeto está ya ahí. El mismo se sabe ahí, se sabe desconocido, ignorado. Espera. Se reconoce potente, capaz de grandes cosas, aunque no le haya llegado todavía su hora. Lamartine lo dice mejor: "Como el alma humana, cuyo asiento en el cuerpo humano ignoran los filósofos, el pensamiento de todo un pueblo reside algunas veces en el individuo más ignorado de una inmensa multitud. No se puede despreciar a nadie, porque el dedo del Destino se marca en el alma y no en la frente". Comentario que sirve de preámbulo para introducirnos a Robespierre, alguien que por origen, trayectoria o aspecto nadie en su momento podría haber previsto lo que terminó siendo.
Marat es otro de estos personajes sombras que fascinan a Lamartine. Un escritor sin talento, acomplejado que, al fin, la revolución le viene a ofrecer una oportunidad única, la de un mundo patas para arriba en donde poder enmendar su vulgar medianía. "Hubiera querido nivelar la creación, pues la igualdad era su furor, porque la superioridad era su martirio, y amaba la revolución, porque ésta ponía todo a su alcance, y amaba hasta la sangre porque la sangre lavaba la injuria de su larga obscuridad".
Hitler, otra mediocridad dañada: un caso de manual psiquiátrico. Hay una foto suya tomada en Munich en agosto de 1914, en que aparece en medio de un tumultuoso mitin. Si no fuera porque cada vez que la reproducen hacen un zoom, su arratonada existencia pasaría inadvertida.
No se le podrá anticipar, pero es capaz a veces de cambiar el mundo. Lo fascinante, en retrospectiva, es que el sujeto está ya ahí. El mismo se sabe ahí, se sabe desconocido, ignorado. Espera. Se reconoce potente, capaz de grandes cosas, aunque no le haya llegado todavía su hora. Lamartine lo dice mejor: "Como el alma humana, cuyo asiento en el cuerpo humano ignoran los filósofos, el pensamiento de todo un pueblo reside algunas veces en el individuo más ignorado de una inmensa multitud. No se puede despreciar a nadie, porque el dedo del Destino se marca en el alma y no en la frente". Comentario que sirve de preámbulo para introducirnos a Robespierre, alguien que por origen, trayectoria o aspecto nadie en su momento podría haber previsto lo que terminó siendo.
Marat es otro de estos personajes sombras que fascinan a Lamartine. Un escritor sin talento, acomplejado que, al fin, la revolución le viene a ofrecer una oportunidad única, la de un mundo patas para arriba en donde poder enmendar su vulgar medianía. "Hubiera querido nivelar la creación, pues la igualdad era su furor, porque la superioridad era su martirio, y amaba la revolución, porque ésta ponía todo a su alcance, y amaba hasta la sangre porque la sangre lavaba la injuria de su larga obscuridad".
Hitler, otra mediocridad dañada: un caso de manual psiquiátrico. Hay una foto suya tomada en Munich en agosto de 1914, en que aparece en medio de un tumultuoso mitin. Si no fuera porque cada vez que la reproducen hacen un zoom, su arratonada existencia pasaría inadvertida.
El "anónimo presente" no se agota en esta única siniestra variante, la del animal al acecho. Está también la figura del hombre común que se vuelve cómplice, acatador de la bestia y sus delirios que tratara Goldhagen en su polémico libro Hitler´s Willing Executioners, de 1996. Cómplice anónimo es quizá también el que hace de mero testigo, mira y no interviene. Lo que más me impresionó en uno de esos videos de Gaddafi aún con vida que andan circulando, incluso más que los tormentos y crueldad, es poder oír que el respiro jadeante de quien estaba grabando la escena. ¿Quién es el camarógrafo, cómo procesa lo que está registrando, qué pasa por su mente?
Las mismas preguntas se hace uno al leer los contenidos cobardes de blogs y tweets posteados por seres anónimos que atinan a despotricar, vengarse, injuriar, calumniar, funar (suelen concertarse). Igual ocurre con los energúmenos que asaltaron el Senado. Aunque les veamos las caras, los oigamos gritar, y sepamos que son dirigidos por agitadores profesionales, la turba los vuelve anónimos. Son eso: una turba, un montón, un pelotón, el perfecto móvil donde suele ocultarse la bestia.
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