A los republicanos, cuando nos enfrentábamos a la dictadura nos llamaban comunistas, y ahora que nos enfrentamos a la turba, nos ponen junto a los derechistas. Ni una cosa ni otra, porque la realidad política no es tanto una línea con dos extremos que serían la izquierda y la derecha, sino más bien un triángulo. Todos somos en mayor o menor grado liberales, comunitaristas y republicanos.
Guido Girardi, como Presidente del Senado, faltó a sus obligaciones republicanas al permitir que un grupo de personas sometiera a presiones físicas a un ministro de Estado, y al dar por bueno que esos vociferantes bailaran arriba de una mesa donde se discutía el Presupuesto de la nación. Más allá del hecho, están los símbolos. Tampoco estuvieron a la altura el ministro, que se escurrió, ni los parlamentarios, que pasmados o pensando en su reelección optaron por jugar al museo de cera. En un Estado republicano de derecho, los carabineros no son una fuerza de ocupación. Ellos y los militares están sometidos a reglamentos, y detentan el monopolio jurídico de la violencia.
Patricio Melero, que es de la UDI y preside la Cámara de Diputados, le ha representado a Girardi un poco lo mismo, y tiene razón. Melero se nos ha vuelto súbitamente republicano después de haber sido parte de la dictadura de Pinochet, donde los uniformados detentaban no el monopolio jurídico de la violencia sino el monopolio arbitrario de la violencia, que es cosa muy distinta, como lo saben muy bien hoy las familias de los desaparecidos, ejecutados, torturados y exiliados.
La República tiene sus protocolos, sus modales. Más bien, es un sistema de modales y protocolos, que será un poco ridículo a veces, pero cuando se deja atrás sobreviene habitualmente la catástrofe. Si consideramos como se dice habitualmente hoy en día que los carabineros son la represión, tendremos que renunciar a ellos. ¿Y por qué pueden ir a gritar y a zamarrear a los parlamentarios y ministros sólo los estudiantes o los ecologistas y no por ejemplo los pescadores artesanales o las madres solteras o los enfermos terminales o los ancianos o los chilotes o los ciudadanos con problemas de fertilidad? ¿Cómo dialogar -como dice Girardi-, con todos los que zapatean sobre la mesa y agitan furiosos sus índices ante la autoridad? Y perdón por haber usado esa palabra: autoridad. Pero así funcionan las cosas. La horda impone con fuerza su autoridad cuando todos corren o marchan en torno a una misma idea, o contra algo, pero en cambio muestra gran ineptitud para procesar las diferencias, para atender a la variedad de asuntos y actores que requiere la convivencia colectiva. Por eso es que la humanidad ha evolucionado, no sin penas y traumas, hacia los sistemas republicanos.
Cuando se imponen el zapateo y la capucha es cuando se hace preciso llamar a los carabineros. ¡No los llamemos! Lo que viene a continuación lo vimos ya en un video de Concepción, donde un compadre mosqueado por los estudiantes y encapuchados se fue al auto y sacó una pistola. Es el proceso donde la gente, al ver que no hay fuerza pública, la privatiza. Es el momento esplendoroso de las escopetas caseras, los bates de beisbol, las pandillas, las brigadas, la balcanización, el saqueo. Tal es el precio que se paga por renunciar a los modestos y a veces demasiado contundentes carabineros. Después de unos meses de los deportes de autodefensa aparecen invariablemente los militares a poner orden, caramba, y entonces los irresponsables que armaron el desastre seguro que no estarán en ningún lado.
Pero los republicanos venimos diciendo hace rato que el sistema comprimido del pospinochetismo es injusto y peligroso. Una democracia donde los cargos parlamentarios se llenan por votación popular pero también a dedo, por cupos de listas cerradas o por designación tipo Ena von Baer, no puede satisfacer a la gente. Añádase a ello el que los jóvenes no han participado al no inscribirse como votantes. Hay una extendida sensación de abuso, de tomadura de pelo. Para qué decir el doble estándar de suavidad ante las grandes empresas y dureza para con los ciudadanos con que se han llevado adelante las políticas económicas. O el deslizamiento del espacio público hacia lo privado. Lo hemos representado tantas veces, de mil maneras. Y no olvidemos que muchos de los hoy indignados estuvieron silenciosos durante mucho tiempo, lo dejaron pasar todo, como si la historia no fuera con ellos.
La nuestra es, pues, una democracia en deuda. Y el ambiente generalizado de protesta e insurrección que vive el país se debe en gran parte a eso. Los que protestan, sin embargo, no saben ni quieren distinguir entre la democracia como sistema y la democracia concreta que aquí vivimos, y a lo que van es a terminar con ella. Lo cual es extremadamente peligroso porque no contamos con un sistema de recambio que no sean las democracias populares, que terminan siempre con un señor de uniforme rodeado de sus parientes y amigos saludando desde una tribuna a un desfile de militares y militantes en el Día de la Revolución.
La democracia republicana es casi siempre una aproximación al ideal, rara vez un máximo. Y es un sistema relativamente débil, por lo menos si lo comparamos a las dictaduras, que serían la alternativa.
No cabe duda en todo caso de que esos seres balbuceantes y paralizados que son hoy nuestros políticos debieran acometer cuanto antes una reforma en profundidad del sistema político, si es que no quieren que esa tarea la emprenda la muchedumbre enfurecida.
Pero al mismo tiempo la república tradicional está haciendo agua en todo el planeta. Los políticos no son queridos. Los sistemas parlamentarios o presidenciales empiezan a ser superados por la indiferencia, las redes sociales, las marchas, los indignados. Este movimiento coincide con el debilitamiento progresivo de los estados nacionales. La gente ve que su futuro depende más de las bolsas asiáticas o de las últimas novedades de Facebook que del Presidente de la República (por cierto ¿qué habrá sido del nuestro?).
Hay que ir pensando, pues, progresivamente, en un espacio público global, y por tanto en una organización republicana de dimensiones mucho más amplias que las que tenemos nacionalmente. Ya lo hacen así las grandes empresas y los grandes movimientos de protesta. Más allá de sus dimensiones, una república es siempre una asociación de ciudadanos libres provistos de derechos, que dentro de un marco legal de procedimientos resuelven sus diferencias garantizando así una vida mínimamente ordenada y en libertad. Hay en la actualidad un fascinante proceso en marcha que apunta a la globalización republicana.
En lo que a nuestra situación nacional y de hoy respecta, los principios republicanos nos indican que no hay soluciones para ningún problema al margen de ciertos procedimientos mínimos de respeto y de convivencia. Es decir, que las protestas también están sometidas a protocolo, que existen modalidades creativas y productivas de insurrección, así como las hay también destructivas y atentatorias a los derechos de los demás.
Los republicanos nos ponemos a veces un poco pesados con nuestra apelación a los reglamentos. Cuando florecen las repúblicas no nos dan ni más premios ni más plata, y cuando están en peligro también nosotros lo estamos. Pero en fin, como decía Spike Lee: do the right thing.
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