A fines del siglo XIX el 5 de mayo era una celebración de mexicanos en Texas, Nuevo México o California; ecos aquellos de la paulatina canonización cívica de Juárez y Zaragoza y de ese momento poblano en que México creyó merecer el respeto del mundo. Ese día honraban a su México, al mismo de Juárez, y a su Estados Unidos, el republicano, el de Lincoln, aliado de don Benito. Otra cosa es el 5 de mayo del siglo XXI en Estados Unidos. A partir de la década de 1990 el “cincou de maio” se ha convertido en una fiesta tan estadunidense como el 4 de julio o el día de San Patricio o el día de Acción de Gracias. Poco tiene que ver ya con Juárez, Zaragoza o Puebla porque ya ni siquiera es cosa sólo mexicana. Ahora es el día en que lo celebrado vira en los celebradores: no mexicanos, sino “latinos” que, al celebrar, se transforman en lo celebrado: “latinos” actuando el papel étnico-cultural que les corresponde en una cultura política que exige identidad y marca étnica. 5 de mayo y en la Casa Blanca el presidente en turno come tacos y burritos. Fiesta, pues, de la “diversidad”, narcisismo de creerse “multi” ante el mítico espejo de sempiternas identidades étnicas.
No hay acuerdo acerca del origen o sobre qué celebra el 5 de mayo estadunidense. Cada año hay que aclarar que no se trata del día de la Independencia de México, una banal precisión historiográfica porque, como cualquier celebración, la del 5 de mayo en Estados Unidos no remite a los hechos del pasado, sino a la política del presente, de los varios presentes estadounidenses. Hubo y hay muchos 5 de mayo en Estados Unidos. Nada mejor que cada quien celebre lo que le parezca y que lo de Zaragoza y lo de Puebla sea harina del costal del historiador. Bien visto, es liberador que el 5 de mayo estadunidense tenga ya poco que ver con la cancina historia porque no existe un 5 de mayo verdadero, auténtico, lo que hay son 150 años de una caótica, conflictiva e inevitable historia en común. De ahí la actual utilidad política del 5 de mayo estadounidense: antes que exteriorizar esas fuertes corrientes de historia en común, nos hace creer que no existen.
El 5 de mayo es una de esas expresiones que permite mantener la ilusión de que lo que hay son efímeras y esporádicas coincidencias entre dos historias, dos razas, dos pueblos, dos ontologías, clara y sumariamente disímiles y hasta antagónicas. La mera necesidad de un día de mexicanidad o de latinidad, y la propia multiplicidad de cincos de mayo, mantienen vivas algunas ilusiones aparentemente imprescindibles: diversidad, autenticidad, mexicanidad o eso de lo “anglo” o lo “latino”.
Gringos juaristas, Mexican Republicans
“Now, ‘Uncle Sam’ has done his work”, rezaba una tonada popular en Pensilvania en 1865 que invitaba a apoyar a México: “And let the wily Frenchman see, / He cannot play his pranks, / Upon our friends the Mexicans”. No era para menos, el único aliado internacional de Juárez fue Abraham Lincoln, el Black President, como llamaban los confederados a ese héroe involuntario (nunca quiso serlo) del “radical republicanism”: un grupo y un proyecto político que buscaba la ciudadanización completa de los ex esclavos en el sur y el castigo severo para los secesionistas. El radical republicanism hizo causa común con Juárez, por eso la tonada: “Though Yanks and Rebs have fought awhile, / Their quarrel now is done; / And Maximilian will find out, / That they again are one”.
En efecto, por unos años, durante y después de la guerra civil y la invasión francesa en México, ser a un tiempo Republican y juarista era tan común como ser confederado, sureño y pro Maximiliano porque el plan de Napoleón III era, más faltaba, levantar un imperio Habsburgo en México, pero también una república esclavista, amiga de Francia, entre México y el Estados Unidos del norte. Durante la guerra civil, para la opinión pública del norte, y para muchos en los pueblos y ranchos mexicanos en el sureste y oeste de Estados Unidos, apoyar a Juárez era apoyar a la Unión, a Lincoln, al radical republicanism. Así, el legado del 5 de mayo en Puebla era parte, momentánea, de una causa común entre mexicanos (en México y Estados Unidos) y estadunidenses del norte.
Guerra civil, Maximiliano, Francia, México y Estados Unidos fueron por unos años parte de una misma historia, al menos para los que vivieron la convulsionada década de 1860. Cuando Scribner’s Magazine, revista pionera en la historia oral, publicó los testimonios de supervivientes de la guerra civil, incluyó los recuerdos de la arqueóloga Sarah Yorke Stevenson que había vivido su adolescencia en la ciudad de México durante la intervención francesa. Los artículos de Stevenson parecían un capítulo más del rescate oral de la memoria de la guerra civil; hablaban de Maximiliano en México, de un momento y unos hechos cercanos, más que cronológicamente, a la guerra civil. El segundo imperio mexicano resultaba así algo más que una historia mexicana, era parte de la historia de Norteamérica y Europa, una marca de época compartida por el mundo de habla inglesa, francesa, italiana, alemana y española.
Michel Chevalier, Hippolyte Dommartin, el marqués de Radepont o al propio Napoleón III proponían parar el expansionismo estadunidense a través de una monarquía “latina” en México. Era un plan entre económico (aprovechar los recursos naturales americanos para la industria y la inversión francesas), geoestratégico (contener la expansión de un posible enemigo) y cultural y racial (crear una “Amérique latine” opuesta a la América anglosajona). Chevalier y Napoleón III no se cortaban: Francia era la cabeza natural de la raza latina, Roma la cabeza espiritual. En realidad, la intervención francesa era presentada por muchos franceses como una nueva puesta en escena, americana, de la guerra de Crimea: el papel de Rusia lo haría Estados Unidos, el de Turquía le tocaba a México y las potencias europeas lo defenderían, incluso de sí mismo, estableciendo un reino “latino” viable, encabezado por un austriaco pero comandado por la cabeza del mundo “latino”, Francia. Sarah Stevenson creía, como varios memorialistas estadunidenses de la intervención francesa en México, que Francia había menospreciado la capacidad de Estados Unidos para impedir echar atrás el reloj de la historia. Pero en realidad la alianza de los liberales mexicanos con Abraham Lincoln no devino de la fortaleza o de la clarividencia, sino de la debilidad. Los confederados no tenían dinero para ayudar a los liberales y representaban una amenaza de expansión mayor que la del lejano norte estadunidense. A su vez, los liberales mexicanos representaban para la administración Lincoln al menos la garantía de neutralidad mexicana ante la guerra civil estadunidense, la no ayuda a los confederados, y la resistencia al esclavismo y a una potencia europea en América.
En México la canonización de deidades como la Reforma, Juárez y la derrota de Francia, también incluyó la fascinación con la figura de Maximiliano, a la vez tirano, gran señor y cómico mandilón (calzonazos, como dicen en España y nunca mejor aplicado el término). Juárez mismo se encargó de consagrar a Zaragoza y al 5 de mayo. Pero todavía a principios de la década de 1870, además de Zaragoza y del 5 de mayo, había otra deidad menor reconocida por mexicanos y estadunidenses: el presidente republicano, Abraham Lincoln. Para fines del XIX, la historiografía liberal, sin mencionar a Lincoln, aún mencionaba esa otra parte del 5 de mayo, a saber, Estados Unidos (por ejemplo en México a través de los siglos).
Poco a poco la historiografía liberal, y luego la adaptación de ésta hecha por la historiografía posrevolucionaria, minimizaron el factor estadunidense en los significados alrededor de esa fecha. Es más, mencionar los detalles de la alianza Juárez-Lincoln se volvió cosa de católicos y reaccionarios. Pero para los mexicanos que vivieron la guerra civil en Estados Unidos, que observaron de lejos el imperio de Maximiliano, el 5 de mayo siguió sirviendo de vínculo entre dos conciencias: el patriotismo mexicano y liberal y el orgullo estadunidense, pro republicano y pro Lincoln. En 1868 un periódico en español publicado en San Francisco (La voz de Chile y las repúblicas americanas, mayo 6, 1868) evocaba al 5 de mayo de la manera en que se recordará la fecha a lo largo del siglo XIX: fiesta cívica, himno nacional estadunidense, himno mexicano, discursos, poesías, lectura del bando de guerra de la batalla de Puebla, acusaciones en contra de Napoleón el tirano, alabanzas a Zaragoza el héroe, mención del respeto ganado por México con la ayuda de Estados Unidos. Se celebraba a México y a Estados Unidos por igual. Se trataba de mexicanos en Estados Unidos que conmemoran el pasado liberal mexicano como forma de orgullo estadounidense y de reclamo político a Estados Unidos; esto es, 5 de mayo cual pasaporte republicano para ser incorporados de lleno a la ciudadanía estadounidense.
Para fines del siglo XIX varios factores van transformando las celebraciones del 5 de mayo por parte de mexicoamericanos y estadunidenses. En 1876 un pacto político trascendental dio por terminado el proyecto de nación del republicanismo radical. Esto significó la reconciliación con las elites sureñas y la incorporación del sureste y oeste al desarrollo nacional —permitiendo la desciudadanización de los ex esclavos—. Fue quedando en el olvido la vieja agenda republicana radical y la antigua solidaridad con el liberalismo mexicano. Además, los viejos mexicanos de Texas, Nuevo México y California vieron llegar nuevos colonos del norte y del medio oeste, gente que, legal e ilegalmente, ponían en entredicho su poder local y sus tierras. No extraña, pues, que para fines del siglo XIX cambie de polaridad el significado del 5 de mayo. Un diario nuevomexicano de 1903 (El Labrador, Las Cruces, Nuevo México, 10 de julio 1903) hablaba de la profecía de Maximiliano quien, según decía el periódico, había expresado a un joven oficial su premonición: todo México sería comprado con oro por los estadounidenses. Para el autor del artículo, la cosa estaba clara: la profecía se estaba cumpliendo en 1903 y no había Maximiliano para detener a los “gringos”. Estos botes y rebotes del 5 de mayo llegaron tan lejos como a Brasil: en 1893 Eduardo Prado, un tardío pero lúcido e influyente partidario de la monarquía, hablaba de la derrota de Maximiliano como el inicio del dominio estadunidense del continente (A ilusão americana, 1893).
Mexicoestadunidenses bajo el sol de mayo
Para la religión cívica mexicana del siglo XIX o XX, el 5 de mayo fue nada menos que la celebración de David contra Goliat y el resultado: la idea de respeto, de ese macho y duro que se obtiene con los puños, para México, la nación ninguneada por Dios y por la historia. México a través de los siglos lo ponía en blanco y negro: “Desde luego, la derrota de Puebla levantó el nombre y la reputación de México, considerado antes en el extranjero de la manera más injusta y despreciativa”. En una de las tantas celebraciones de esa fecha a fines del XIX, el poeta Manuel Acuña recitaba: “Sí patria desde ese día / Tú no eres ya para el mundo / lo que en su desdén profundo / la Europa suponía”.
Pino Suárez a principios del siglo XX repetía lo mismo: “Y al dar a Francia la lección severa, / Respetó el universo su bandera”. Y en otro poema Manuel M. Flores recorría la misma senda: “¡Allí quedas mi Puebla! […] Fulmina fiero de la muerte el rayo / Y la sangre del campo de batalla / La seque aun otra vez la esplendorosa / Lumbre de gloria de tu sol de Mayo”.
Y así fue. Al calor del sol de un solo día del mes mayo creció parte del moderno orgullo patrio mexicano, uno que en principio le daba a la nación un espacio en el mundo. Y El sol de mayo fue el título de la más popular novela histórica sobre el 5 de mayo, escrita en 1868 por el escritor, abogado y soldado Juan Antonio Mateo. La novela se publicó por entregas en los diarios de México y en los diarios en español de Estados Unidos (por ejemplo, el periódico La Voz del Nuevo Mundo, publicado en San Francisco, reprodujo la novela por entregas entre 1877 y 1878; Las dos repúblicas, Tucson, Arizona, entre 1892 y 1893). El sol de mayo, es más, fue el nombre, a principios de la década de 1890, de un periódico en español de Nuevo México (El Sol de Mayo, Las Vegas, Nuevo México, “periódico de la orden de caballeros de protección mutua de ley y orden del territorio”). El periódico era dirigido por Manuel Cabeza de Baca, un connotado miembro de la elite mexicana local. Nunca queda clara la vinculación del diario con los hechos del 5 de mayo, pero Cabeza de Baca era un reconocido Republican nuevomexicano que se enfrentó a demócratas locales. Son legendarios los pleitos entre estos mexicanos de Nuevo México, y El Sol de Mayo, estaba claro, sin mencionar al 5 de mayo, era la voz del viejo republicanism mexicano.
Bajo el sol de mayo, pues, creció un patriotismo mexicoestadounidense que, si bien apelaba a México, sólo adquiría sentido a nivel local. Así, a fines del siglo XIX por do quiera que se dejaba sentir la presencia mexicana, el 5 de mayo era la fecha mexicana por excelencia, junto con el 16 de septiembre, una extraña pero certera transnacionalización de la historiografía nacionalista liberal escrita en México en la segunda mitad del siglo XIX. Para fines del siglo XIX circulaba en Texas, según el folklorista Américo Paredes, un corrido que hacía eco puntual de la historiografía liberal, añadiendo, claro, el origen texano del general Zaragoza:
Dicen que los franceses
Son buenos para la bala,
¡Un paso a la frontera,
Dos a Guadalajara!
¡Pero Juárez!
¡Pero Juárez!
¡Viva la libertad!
Maximiliano de Austria
Se subió a la picota:
—¡Jesús!, ¡por Dios! ¡Me matan!
¡Ay! ¡sálvame Carlota!
Dios te salve, valiente Zaragoza
Invicto general de la frontera,
Yo con los libres saludo tu bandera
Que en Puebla tremoló sin descansar
No olviden, mexicanos,
Que en el Cinco de Mayo
Los zuavos como un rayo,
Corrieron… ¡para atrás!
Tirando cuanto traían,
Los que a Puebla venían
Apurados decían:
—¡Pelear es por demás!
El guión de la historia parecía diáfano: un México débil y víctima vence a la traidora Francia; Zaragoza héroe a veces mexicano a veces “oriundo de estas fronteras”. En ocasiones la prensa en español de Estados Unidos habla del suceso como “nuestro” (El Correo de Laredo, mayo 5, 1892); otras veces, como en El Mosquito (Mora, Nuevo México, mayo 5, 1892), el 5 de mayo es cosa “de ellos”: “Esta es una fecha gloriosa para nuestros hermanos de allende el Bravo: fecha que los cubre de honor y gloria por la galantía con que defendieron su territorio y libertades, no sólo las defendieron, sino las libertaron de las garras de Napoleón el pequeño”. A veces, para principios del siglo XX, las celebraciones en Nuevo México o Texas son de lleno porfiristas, celebran al oficial juarista, Porfirio Díaz, y al progreso de México. La voz del Nuevo Mundo (San Francisco, mayo 5, 1883) hablaba de que el mundo conmemoraba la acción patriótica mexicana y hacía votos porque México “siga tan bien como va”. Otras veces la prensa en español en Estados Unidos utilizaba al 5 de mayo para criticar a Díaz, como era de esperarse de Regeneración: “Juárez le aplicó la ley del 3 de octubre al mismo que la había expedido, a Maximiliano; ¿quién le aplicará a Porfirio Díaz la ley fuga?”. El 5 de mayo, pues, allá en el norte, también tomaba partido en la política mexicana.
Para la década de 1920 los inmigrantes mexicanos que Robert Redfield entrevistó en Chicago, o Paul S. Taylor en California, o los ayudantes de Manuel Gamio por todas partes, traían el 5 de mayo pegado a su conciencia nacional. La gran mayoría de esos mexicanos no era lo que esperaban Redfield o Taylor, campesinos analfabetas, sino gente urbana, oriundos de pequeñas ciudades y pueblos, como Pénjamo o como mi añorada Piedrita (La Piedad de Cabadas, Michoacán de Ocampo). Sabían leer y escribir y traían sus lecciones de Juárez bien aprendidas, así, tal cual uno de los personajes de George Washington Gomez: A Mexicotexan Novel (1990) del notable folklorista y músico texano Américo Paredes. El personaje repite la lección liberal mexicana sobre el 5 de mayo en una escuela pública de Texas; claro, el personaje ningunea la importancia de Estados Unidos en la derrota de los franceses: para él, no había sido Estados Unidos sino los alemanes que, al amenazar a Francia en Europa, habían hecho indispensable el regreso de los ejércitos franceses a Europa, de ahí la victoria. No era menos lo que decía, por ejemplo, Miguel Chávez, uno de los inmigrantes entrevistados por el equipo de Manuel Gamio. Oriundo de Mocorito, Sinaloa, según rezaba la transcripción en inglés de la entrevista, Miguel “never knew what love of country was until he had seen the example of the Japanese, who were so quiet and so strong… they came together to discuss things about their country. He then began to look out for the Mexican societies and became a member of the Zaragoza, a patriotic society… a Mexican flag decorates the triumvirate of Hidalgo, Juarez, and Zaragoza”. Otro de los informantes del proyecto de Gamio, don Anastasio, era descrito así: “Don Anastasio bears a surprising resemblance to Benito Juarez and he feels very proud when some little fellow asks him if the picture of Juarez which is seen on the Wall…”.
En fin, en la prensa en español de fines del siglo XIX y principios del XX queda claro que las celebraciones del 5 de mayo tenían connotaciones políticas locales, ecos de la política estadounidense y mexicana, posicionamientos ideológicos o históricos pero pocas veces o nunca étnicos. Juárez es héroe por liberal, por patriota, pocas veces o nunca se menciona que es indio, como no dejarán de enfatizar los comentaristas mexiconorteamericanos a partir de la década de 1970.
El cambio no puede pasar desapercibido: para el 2000, los mexicanos de Estados Unidos, ya críticos al 5 de mayo de tamales, Guadalupes, Ricky Martins, toreros y mariachis, pretenden regresar al 5 de mayo a sus orígenes históricos, que para ellos son necesariamente étnicos. Robert Con Davis-Undiano (“Cinco de Mayo Reiventing Mexican Holiday”, Hispanic, 2000) recuerda que Zaragoza triunfó sobre Francia pero “Mestizo and Zapotec Indians defeated the French”. El nuevo 5 de mayo estadounidense, pues, celebra una denominación de origen étnica, lo indio, lo mestizo que es lo que hace que esa fecha deba significar, dice Davis-Undiano, “It says resitance. I’m standing. Don’t count me out”: resistencia cultural, sobrevivencia étnica a la asimilación. A los mexicanos de tiempos de “bajo el sol de mayo” —muchos de ellos ex combatientes en la guerra civil y en las guerras contra indígenas de Norteamérica— no parecía importarles un pepino lo mestizo, zapoteca o náhuatl de las tropas o de Juárez.
5 de mayo bajo el sol de Aztlán
En 1973, el activista y poeta chicano educado en El Paso, Abelardo Delgado, publicó el poemario Bajo el sol de Aztlán (El Paso, 1973), uno de cuyos poemas decía:
Con un fuerte abrazo que nos damos
nos prometemos lucha
y a la lucha nos lanzamos.
Aquí, se mece la cuna de la
revolución social.
Cincos de mayo y diez y seises de septiembre
igual que cualquier día,
es tiempo de orgullo y seguridad.
En efecto, el 5 de mayo de bajo el sol de mayo —esa fecha del calendario patriótico de sociedades mutualistas mexicanas en Estados Unidos o de organizaciones que luchaban por derechos civiles en la década de 1950, como la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC) o el American G.I. Forum— fue superado por el 5 de mayo de bajo el sol de Aztlán, una nueva forma de mexicanidad en Estados Unidos. La transformación comenzó con las protestas pacíficas encabezadas por César Chávez para mejorar las condiciones de los trabajadores del campo (mexicanos y filipinos, hombres y mujeres) y siguió con las no tan pacíficas protestas del mesianismo de Reies López Tijerina en Nuevo México en defensa de tierras, de mercedes otorgadas por España a los viejos mexicanos. Pero el sol de Aztlán que empieza a brillar en la década de 1970 fue diferente a esas primeras luchas: pedía energía revolucionaria, militancia, nacionalismo histórico y étnico, lucha urbana y obrera, reivindicaciones culturales y antiasimilacionismo. Inspirado en los varios “Black movements”, el movimiento chicano, de naturaleza universitaria y cultural, retomó de la historiografía liberal mexicana el acento en el gran pasado azteca, por fuerte, por viril, por portentoso, por étnico y no europeo. Un mítico Aztlán personaba un México más México que México mismo por ser la resistencia constante a la explotación estadounidense y a la tentación de la asimilación. Ese sol de Aztlán iluminó al 5 de mayo, esa fecha que los mexicanos en Estados Unidos habían celebrado ’ora al unísono y de maneras similares con el resto de México, ’ora como símbolo claro de su americanización. El nuevo 5 de mayo ya no decía Juárez ni Zaragoza, sino antiimperialismo, reivindicación étnico-azteca, antiasimilación, derechos civiles, libertad, antirracismo.
Fue el movimiento chicano el que, acaso involuntariamente, dio lugar a esta popularización comercial y política del 5 de mayo. ¿Por qué el movimiento chicano escogió esa fecha? Por ahí se llega a leer que el movimiento chicano dependía tanto de la vida en campus universitarios que para estudiantes militantes el 5 de mayo, en medio de la primavera, era mejor fecha que el 16 de septiembre, principio del otoño universitario, fecha en que hay pocos estudiantes en la mayoría de los campus universitarios. Pero, claro, quien dice 5 de mayo dice David vs. Goliat, nada mejor para el movimiento chicano. No obstante, lo importante del 5 de mayo para el movimiento chicano fue que ya estaba ahí, que llevaba más de un siglo siendo parte de la vida cívica de comunidades mexicanas en Estados Unidos.
A lo largo de la década de 1940 y principios de la de 1950, lo que significaba el 5 de mayo se populariza en películas y grandes celebraciones (sobre todo en Los Ángeles) que eran, a menudo, parte de la diplomacia entre Estados Unidos y México en la era del panamericanismo y la Guerra Fría. En 1939 la película Juárez, dirigida por William Dieterle, con guión de John Huston según la novela de Bertita Harding (The Phantom Crown) y según la obra de teatro sobre Juárez y Maximiliano del austriaco Franz Werfel, puso a Bette Davis en el papel de una Carlota para las masas en el medio de la lucha panamericana contra el fascismo. A su vez, en la década de 1940 varios políticos mexicanos visitaban Los Ángeles para dirigir desfiles, discursos y festivales mexicanos, llenos de folklor, exotismo y patriotismo mexicano y estadounidense. A raíz del movimiento chicano de la década de 1970, el testimonio gráfico de los cincos de mayo cambia, aparece la estética aztecoide que mezcla orgullo étnico con antiimperialismo, lucha por derechos civiles, Zapatas y Che Guevaras al alimón con Juárez. Poco se dice de Puebla y Zaragoza. Cuando el 5 de mayo de bajo el sol de Aztlán recurre a Zaragoza y Puebla, los pasa por la criba de la etnicidad: un póster californiano de 1982 llama a la celebración absorbiendo, como mucho del patriotismo mexicoestadounidense, la historiografía liberal mexicana; es decir, hace uso de la vieja portada del librito de Heriberto Frías (1901) para la colección Biblioteca del Niño Mexicano (que, por cierto, también resucitaron las celebraciones oficiales del bicentenario en el 2010). Pero el póster californiano hace un cambio en la añeja portada que revela mucho de la naturaleza del 5 de mayo de bajo el sol de Aztlán: todos prietos, el sol mismo es “prietitud” que calienta morenamente.
1982
5 de mayo fue una fecha decimonónica de un calendario cívico liberal, nacionalista, sí, pero republicano en ambos sentidos: mexicano y estadounidense. En la década de 1970 se convirtió en un día de militancia chicana. Pero esta visibilidad chicana del 5 de mayo convivió y convive con viejas formas mexicanas de celebrarlo en México y Estados Unidos. Sin embargo, el acento étnico, racial e identitario del 5 de mayo de bajo el sol de Aztlán facilitó la absorción del 5 de mayo chicano dentro de una fiesta lúdica de un grupo étnico, pero que a la vez es compartible por todos en el Estados Unidos multikulti de la década de 1990. Y es entonces que el 5 de mayo al mismo tiempo gana consumo masivo pero también pierde su vínculo con el chicanismo y con el viejo civismo de las comunidades mexicanas. Para 1990, para muchos mexicanos de primera generación es una fiesta de gringos para vender cosas a los “hispánicos”. Es más, la apropiación comercial del 5 de mayo de bajo el sol de Aztlán es pronto rechazada por uno u otro bando del movimiento chicano.
Cincou de maio
“I am pleased to send warm greetings to all those gathered to celebrate Cinco de Mayo”, decía en 2001 el único presidente estadounidense del siglo XX que hablaba, aunque mal, el castellano; afirmaba que el 5 de mayo marcaba el triunfo de la libertad para México y mencionaba “The victory of General Ignacio Zaragoza and his Mexican troops over the superior French forces at the Battle of Puebla”. Pero como es de ley desde fines del siglo XX, el presidente Bush deja atrás la historia para entrar al presente en el cual lo mexicano experimenta, en cuestión de segundos retóricos, la metamorfosis de Juárez, Puebla, Zaragoza, México a lo “latino”, “lo hispánico”, la diversidad, Estados Unidos: “We Americans cherish our deep historical, cultural, economic, and, in many cases, family ties with Mexico and Latin America. Cinco de Mayo celebrations remind us how much Hispanics have influenced and enriched the United States. Hispanic Americans contribute to the shared traditions that are part of our history, including entrepreneurship, a sense of community where neighbor helps neighbor, faith, and love of family. On this special day, I encourage Americans to reaffirm the ties of culture and friendship we share with the people of Mexico and with Hispanic Americans”.
A partir de la década de 1980 el 5 de mayo pasó a ser el día en que Estados Unidos celebra su herencia mexicana. Y como tal es un día patrocinado por el Estado, las escuelas públicas, y también por las compañías de cerveza y de medios de comunicación, los restaurantes y tiendas de toda clase de productos. La fecha que tantas metáforas ha sido acabó despegándose no sólo de su contenido histórico literal (Zaragoza, Puebla, 1862), sino de una larga y complicada historia de significados —metáfora de alianza mexicoestadounidense en contra del imperialismo europeo, metáfora de la valentía y el coraje de los débiles frente a los poderosos, metáfora del orgullo de pertenencia no a una sino a dos repúblicas liberales o metáfora de la resistencia a la asimilación—. Pero rasgos quedan de sus múltiples encarnaciones en el actual 5 de mayo estadounidense, cargado de consumismo y política identitaria estadunidense post-1980. El 5 de mayo del siglo XXI, por ejemplo, aún guarda algo de esa añeja manera de crear un nosotros entre los mexicanos de allá y los de acá, aunque sea en la competencia del quién es más, quién es menos, mexicano. También, el 5 de mayo multikulti del siglo XXI abreva de la fortaleza étnica e identitaria que la fecha de marras adquiriera durante su momento chicano. Sin esa pesada carga étnica, el 5 de mayo Budwiser difícilmente hubiera existido en el calendario etnocomercial estadunidense; sin el acento étnico el 5 de mayo tampoco hubiera podido sufrir la sutil pero importante metamorfosis de lo mexicano a lo latino o hispánico. Nada que ver con el odio a Napoleón el pequeño que expresaban los nuevomexicanos o texanos de la segunda mitad del siglo XIX. Ahora es cosa de lo latino ya sea como identidad asumida o impuesta.
El 5 de mayo es un éxito comercial e identitario; sirve para lo que sirve en la política de la identidad y en el consumismo estadunidenses. Sea de Dios: “los latinos” tienen su día. La ironía es que ese día es el mismo que celebraba el triunfo de México sobre la Francia de Napoleón III, la que soñara con una América “latina” en contra de una América anglosajona. El 5 de mayo del siglo XXI le otorga un triunfo, aunque tardío, al olvidado Napoleón: es la celebración de la latinidad. No sé qué o quién sale ganando.
5 de mayo en Estados Unidos siempre ha sido una fiesta mexicana para mejor ser Americans, ’ora cuando ayer celebraba la unidad republicana mexicoestadounidense, ’ora cuando hoy celebra el orgullo étnico. Porque no hubo ni hay una sola manera de ser mexicano en Estados Unidos. Es más, la ilusión de una comunidad étnica que celebra —o que es celebrada con— el 5 de mayo, borra las tremendas desigualdades económicas entre mexicanos de clase alta, media, baja y, sobre todo, entre todos ellos y los recién llegados, una presencia que siempre se renueva. Después de un viaje por Estados Unidos (1904), Max Weber escribía sobre la política de las etnicidades en Estados Unidos: “… de miembro de una etnia no forma al grupo; sólo facilita la formación de grupos de todo tipo, en especial dentro de la esfera política. Por otra parte, es sobre todo la comunidad política (politische Gemeinschaft) —por artificial que sea su organización— lo que inspira la creencia en una comunidad étnica”. El 5 de mayo en Estados Unidos no sigue el ritmo de una mítica ontología étnica mexicana; en verdad, la fecha y su carácter étnico sólo adquieren su real sentido dentro la vida política estadounidense (su politische Gemeinschaft), y ahí irá adquiriendo nuevos significados o desaparecerá. El 5 de mayo también es, por seguro, nostalgia por esas míticas diferencias etnoculturales cuando son ya cada vez más difíciles de mantener.
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