20 dic 2010

Una reforma inescrupulosa | Nicolás Ocaranza

La historia de los Decretos Ley y de los Decretos con Fuerza de Ley tiene una  larga data en Chile. Gobernantes de todas las tendencias los han utilizado para imponer a su arbitrio aquellas propuestas que por impopulares o derechamente irracionales, difícilmente pasarían la aprobación del poder legislativo. El dictador Augusto Pinochet  utilizó los primeros indiscriminadamente mientras mantenía disuelto el Parlamento. No es para nadie un secreto que las cerca de 150 leyes secretas promulgadas durante la dictadura permitieran al otrora dictador hacer y deshacer un sinnúmero de "iniciativas" que finalmente lo favorecieron a él, a su familia y a sus asesores más directos. Gracias a traspasos de dineros públicos realizados desde el Banco Central o la Tesorería General de la República a cuentas reservadas de las Fuerzas Armadas, los colaboradores -militares y civiles- del régimen militar fueron recompensados en mayor o menor grado por sus servicios a la causa "patriótica" de reestablecer la "normalidad" política en Chile.

Se puede entender que el uso de estos recursos legales sea una práctica habitual de aquellos gobiernos dictatoriales que han suspendido los poderes públicos y adulterado la legalidad constitucional, pero  en un contexto democrático el uso de esas mismas facultades por parte del poder Ejecutivo es una afrenta a los prinicipios básicos de una democracia representativa y un atentado a la separación de los poderes del Estado. Es por eso que la nueva "propuesta" del Ministerio de Educación de reducir las horas de enseñanza de historia y ciencias sociales en la educación básica y media es una medida aún más totalitaria. 

El debate se ha hecho público y ha despertado un inédito interés de la siempre apática ciudadanía y de un grupo de historiadores que se han agrupado en torno al Movimiento por la Historia (http://historiayreforma.wordpress.com).  En casos como éste, cuando el interés general está siendo socavado por el uso inescrupuloso de un interés particular y por el capricho de los tecnócratas de la educación -que manejan el currículo escolar desde las oficinas del Ministerio de Educación-, se hace cada vez más necesario interpelar públicamente a quienes están detrás de esta supina e irracional reforma curricular.  

Hay preguntas que merecen una respuesta pública a la ciudadanía y que no han sido enfrentadas por las autoridades del Ministerio, a saber,  ¿cuáles son los méritos profesionales y las cualidades técnicas de quienes están planeando esta reforma?, ¿qué contenidos serán suprimidos del programa curricular de historia y ciencias sociales? y ¿bajo qué criterios se restarán?

Al mismo tiempo, resulta paradojal que el ministro de Educación -principal artífice de esta reforma- sea un ex colaborador del régimen militar y que su principal asesor sea un historiador "profesional" egresado de la Universidad Católica, institución que costeó "excepcionalmente" su doctorado en Oxford cuando el aludido personaje ya no podía optar a las becas de postgrado otorgadas por el Ministerio de Planificación Nacional (Mideplan). También resulta curioso y contraproducente que este mismo historiador posea un rol tan clave asesorando una reforma de máximo interés nacional a poco tiempo de haber sido "trasladado" del Instituto de Historia de la Universidad Católica por el manejo "poco claro" de fondos públicos provenientes del Congreso Nacional: la misma institución que hoy está siendo pasada por alto en una reforma tan inescrupulosa como quienes la están llevando a cabo.

16 dic 2010

Lo que se pierde sin la Historia | Claudio Rolle

Uno de los mayores problemas de la anunciada reforma de la educación, definida por el Presidente Piñera como “la madre de todas las batallas”, se refiere a la insidiosa presencia de propuestas de cambios curriculares en medio de un conjunto de medidas administrativas que conforman el cuerpo principal de una iniciativa que se busca presentar como un bloque. Amparándose en medidas de fomento al estudio de la pedagogía, en la creación en estímulos económicos para el sector, en las formas de renovación de los docentes y las facultades de los directores de liceos y colegios, se intenta introducir una reforma curricular que es de naturaleza distinta al resto de las propuestas.

Esta operación es peligrosa y está cargada de implicancias pues se compromete en ella el desarrollo de los estudios en campos muy relevantes de la formación de nuestros niños y jóvenes, tomándose resoluciones cuyos efectos negativos se verán en un futuro mediato. Por otra parte, como se ha señalado en debates de otros países, una sociedad que margina despreocupadamente la historia de sus escuelas es una sociedad “suicida” y espiritualmente empobrecida, debilitada en sus referentes identitarios y carente de profundidad en sus formas de análisis y proyección.

Sin ninguna fundamentación seria, ni menos respaldada en documentos o informes, se plantea la disminución de las horas de enseñanza en el sector de Historia, Geografía y Ciencias Sociales y en el de Tecnología en beneficio del aumento de horas para Lenguaje, Matemáticas e Inglés. Se trata de una decisión de graves implicancias ya que se restan posibilidades al estudio de sectores fundamentales para el desarrollo de las habilidades para la vida en sociedad por una parte  y de capacitación para la autosuperación por otra.

Se limitan las horas destinadas a la educación en un sector que favorece el  desenvolvimiento de pensamiento crítico, el estímulo de la capacidad de indagación, interpretación y propuesta y la preparación para la convivencia social, el pluralismo y la tolerancia, expresiones muy relevantes para la formación de ciudadanos libres, informados y participativos.

Se pone en riesgo el ámbito que se ocupa del estudio de la conformación de la identidad social, la memoria, la formación ciudadana y las relaciones sociales, en el que se entregan las herramientas para una comprensión más rica de un mundo variado y cambiante, multicultural y capaz de valorar la diversidad como forma de riqueza. Se limita el campo de estudios donde las ciencias sociales otorgan los instrumento críticos para entender el mundo de la economía y las relaciones sociales que se generan en torno a ella y se restringen las posibilidades para una adecuada formación de los estudiantes en relación con el medio en que viven  y las responsabilidades que ello implica en materia de sustentabilidad y aprovechamiento de recursos y energía.

Con esta reducción de horario se pone en riesgo la fundamental tarea de entregar una sólida formación ciudadana que capacite a los jóvenes para el desarrollo de los  valores cívicos y las diversas formas de responsabilidad y participación democrática.

Quitando el 25 % de las horas de este sector se limitan las posibilidades de que  nuestros jóvenes se preparen adecuadamente para una vida más rica  y desarrollen actitudes que los ayuden a entender las culturas y cultiven las humanidades, sector que cada día más es puesto en valor por la investigación.

Es grave así mismo el que se pierdan horas en el sector de Tecnología, terreno que puede dar muchas posibilidades a quienes están en la etapa formativa y estimular en ellos la creatividad y la capacidad de respuesta a un mundo en continuo cambio. Se ve afectado el porvenir de nuestras niñas y niños en una de las áreas más promisorias para el desarrollo de criterios igualitarios y solidarios, donde la creatividad y la imaginación pueden tener grandes posibilidades.

La justificación de esta medida que implica tantas y tan significativas pérdidas no está suficientemente desarrollada y deja flancos abiertos a la especulación. De factores contextuales se puede conjeturar que es la preocupación por conseguir mejorar los resultados de las pruebas SIMCE y PSU la que determina esta medida. Esto puede dar réditos políticos inmediatos porque en un corto plazo, con más horas en lenguaje y matemáticas se puede lograr alza de puntajes. Sin embargo no sólo existen visiones muy críticas sobre la efectividad y valor de estos resultados sino también se hace evidente la aplicación de un criterio equivocado en cuanto se apunta a la búsqueda de resultados de corto plazo y de medición  estandarizada, es decir al conseguir que los medios de medición indiquen cifras tranquilizadoras sin considerar suficientemente las razones y problemas de fondo en materia de aprendizaje. Se corre el riesgo de conseguir una ilusoria sensación de metas alcanzadas cuando esos indicadores pueden ocultar la carencia o la debilidad de habilidades necesarias para una vida más plena y variada para toda la sociedad.

Extremando los términos existe la sensación de que más que el desarrollo de una educación que promueve un desarrollo integral de la persona y un equilibrado despliegue de sus habilidades para la participación consciente y crítica en la vida de la comunidad, se está optando por una instrucción básica en los ámbitos de lenguaje y matemática, convertidas en  “esencia y base de la educación” por el ministro Lavín.

Ha faltado imaginación en esta propuesta de modificación curricular puesto que se aplica una medida general, poco trabajada en sus aspectos internos, que puede ofrecer en principio resultados en el corto plazo como es el aumento de horas en los sectores que se ven privilegiados. Sin embargo no existe aún claridad sobre el cómo se usarán esas horas suplementarias y no aparece en el escenario de hoy un giro que parezca suficientemente imaginativo que nos lleve a alejarnos de un tipo de formación convencional. Por su naturaleza “omnívora” la historia, y de manera más general las ciencias sociales, ofrecen posibilidades para el desarrollo eficiente y cautivante de las capacidades de lectura y escritura y sólo es necesario poner una cuota de creatividad e inventiva para conseguir una sinergia en esta materia. Incluso en el sector de habilidades matemáticas se podría conseguir un modo de colaboración atractivo y eficaz en los primeros años de formación de nuestros niños pues existen campos de confluencia de materias de interés común. Se debe considerar que para el desarrollo de una buena capacidad lectora está comprobado que se deben leer materias diversas,  considerando no sólo a distintos géneros literarios sino también áreas de conocimiento y su literatura como ocurre con la historia, la antropología u otras formas de expresión de saberes.

Es dable preguntarse si el aumento de horas conseguirá lo que de él se espera. No sirve necesariamente el aumento mecánico de horas de lo que se está haciendo, salvo si se proyecta en la línea de entrenamiento e instrucción para la superación de pruebas. Eso sin embargo implicaría poner los medios por sobre el fin fundamental, enriquecer las vidas de nuestros niños con educación para la vida.

En este escenario ¿No será mejor disminuir horas de lenguaje que aumentarlas para los niños? ¿no será mejor concordar más horas de lectura compartidas entre Lenguaje y Comunicación e Historia, Geografía y Ciencias Sociales? ¿No será posible aumentar las horas de Lenguaje para los profesores para mejorar su capacitación? ¿No será mejor invertir en formas de innovación didáctica? ¿No será mejor modificar las partes de la ecuación y focalizar esfuerzos para enriquecer la búsqueda de puntos de encuentro entre disciplinas y sectores?

Si estas acciones fuesen acompañadas por medidas administrativas que apuntaran no sólo a tener mejores estudiantes de pedagogía sino también a ofrecer un mejor clima de aprendizaje con menos alumnos por aula se lograría un importante avance en la calidad de nuestra educación.

Sobre todo es fundamental trasformar esta situación en que un sector fundamental en la formación para la vida de ciudadanos libres, informados, solidarios y comprometidos con la vida de la sociedad, en una ocasión para imaginar nuevas vías para desarrollar alianzas didácticas y cultivar el terreno fértil y basilar de la lectura en conjunto con el sector de Lenguaje. Aprovechemos este difícil trance para poner más imaginación y mayor creatividad en las tareas de enseñanza haciendo un esfuerzo serio por la integración de conocimiento y el desarrollo equilibrado de habilidades y competencias de nuestros niños. Trasformemos este momento que puede ser muy negativo y limitante para la formación para la vida en una oportunidad de ensayo de nuevos desafíos.

Consideramos que la enseñanza histórica es una parte de la cultura general puesto que permite incluir a los estudiantes en la sociedad en la que vivirán, haciéndolos  asimismo capaces de participar en la vida social y que esa preparación es tan importante como la del dominio básico de las operaciones de lectura y escritura y las básicas de matemáticas. Es muy baja la meta que se propone un ministerio que está llamado a educar y se conforma con instruir.

Frente al dilema que la reforma curricular propone hay que  insistir en que no se han contemplado vías más imaginativas y creativas y que se ha optado por una vía imprecisa y poco discutida fuera del ámbito ministerial lo que choca con las ideas liberales que por otra parte el propio ministro reivindica con frecuencia.

Deseo y espero un grado mayor de reflexión y sensatez en la modificación del curriculum, que se atiendan las sugerencias del CNED y que las autoridades correspondientes tengan la disposición a escuchar ideas y argumentos antes de aplicar una modificación que puede tener consecuencias profundas en el largo plazo aunque puedan disimularse en lo más inmediato.

 Claudio Rolle
Profesor del Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile

27 nov 2010

La Historia importa | Alfredo Jocelyn-Holt

Vengo de estar unos días en Washington y recorrer algunos de sus espléndidos museos. Sólo en la zona del Mall, donde se ubican los principales monumentos, se han abierto y remozado en las últimas décadas cuatro museos -de Historia Americana, del Indio Americano, del Aire y Espacio, de la Prensa (Newseum), y se planea para el 2012 el de Historia y Cultura Afroamericana- gracias a multimillonarias inversiones y con afluencias de público igualmente millonarias. Preocupación para con la historia que se vuelve a confirmar cuando uno revisa lo que se publica en nuevas tiradas de libros relativos a la Independencia, la Constitución de los Estados Unidos, sus más destacadas figuras políticas, la ocupación del territorio y su crucial papel como potencia mundial.

De vuelta en Santiago, aterrizo, en cambio, en un país en que el Ministerio de Educación ha decidido rebajar las horas de enseñanza dedicadas a la historia y  humanidades, a fin de abultar la enseñanza de matemáticas y lo que los "educólogos", marea acosadora de expertos amnésicos que se han apoderado últimamente de la educación (quizá por eso está como está), llaman "lenguaje", ni siquiera gramática y literatura. Un contraste que nos devuelve una vez más a nuestro asentado provincianismo tercermundista, lo cual no deja de sorprender. 

La fascinación por la historia en los EEUU se debe, en gran parte, al giro más conservador experimentado en ese país. Si en los años 60 y 70 la izquierda norteamericana abominaba del pasado y lo quería revolucionar todo desde cero, las nuevas líneas de derecha desde los años 80 se han encargado de subrayar el valor renovable de la larga tradición libertaria, cívico-patriótica y religiosa variopinta de ese país.

Nada, sin embargo, que podamos constatar en nuestro caso. Por el contrario, el giro chileno más "a la derecha", que también data de esa misma época, está marcado por un menosprecio hacia todo lo hecho en los últimos cien años, lo que sumado a una crítica acrimoniosa respecto de nuestro pasado institucional decimonónico, nos ha dejado como única reserva en qué respaldarnos el supuesto éxito de gobiernos duros (de Portales a Pinochet) y la inveterada tradición católica barroca tridentina, es decir del siglo XVI.

Por eso el equipo que ha llegado al Mineduc se siente incómodo con la apertura curricular en materias de historia post 1989, objeta que se hable en las salas de clase de "resistencia mapuche" y "colonia" durante el período español, que se califique a la Constitución de 1833 de "autoritaria", que al régimen militar se le denomine "dictadura", en fin, que la discusión histórica necesariamente supone barajar múltiples posibles interpretaciones, no siendo suficiente memorizar largas listas de hechos descontextualizados. Estos últimos, a juicio de los "educólogos", más fáciles de "medir" en pruebas de rendimiento. 

En definitiva, esta arremetida lo que prueba es que nuestros sectores más recalcitrantes, en vez de persuadir que la historia sirve para crear conciencia cívica, han optado por renunciar a toda discusión compleja. Conscientes de que han perdido la batalla por la reflexión histórica, han preferido dar un golpe duro, reduciendo el ramo tradicionalmente más central del currículo nacional.
Alfredo Jocelyn-Holt
Historiador y Profesor de la Universidad de Chile

23 nov 2010

La Universidad de Chile: Qué. Cómo, Para Qué | Joaquín Trujillo

Estimados amigos presentes:

Un grupo de estudiantes procedentes de distintas Facultades de la Universidad de Chile ha incitado esta reunión en la convicción que es necesario pensar nuestra casa de estudios.

Así quienes nos acompañarán hoy y mañana nos hablarán del pasado, presente y futuro de nuestra Universidad desde sus diversos campos de conocimiento y concretas experiencias personales.


Hemos propuesto las preguntas qué, cómo y para qué la Universidad de Chile. Obviamente pueden haber mejores preguntas para conseguir todavía mejores respuestas.


Por nuestra parte, queremos abrir esta instancia con una provocación al efecto de estimular las preguntas.


Poincaré decía que no hay sistemas de medición falsos ni verdaderos, sino unos más “cómodos” que otros. Lo mismo puede decirse acerca de la actividad universitaria, pero al revés. Que una universidad sea una verdadera universidad dependerá de que en ella se realice una actividad incómoda a los lugares comunes. Una universidad que se dedica exclusivamente a prestar servicios (a la empresa, a la fe, a la política, o al estado), se vuelve servicial y posiblemente servil a sus benefactores. Servil a lo particular.


Hay una vieja construcción histórica que ha cumplido la función de intermediar las relaciones entre particulares: la de la cosa pública, que a todos pertenece y a ninguno exclusivamente. A las cosas públicas se les puede perdonar su ausencia de sentido preciso e inmediato. Una universidad está entre estos lugares profanos, pero a la vez sagrados.


Pensemos en una fábula: Un gobernante resguarda la libertad de cátedra de uno de los profesores que imparten clases en la universidad bajo su protección. El profesor es tan incómodo que hasta el mismísimo Papa de Roma pide al gobernante que censure a este profesor. El gobernante se niega, está decidido a que su universidad sea distinta de un convento, no porque menosprecie los conventos, sino porque aprecia lo que de específico hay en cada cosa. El Papa le envía reliquias a fin de convencerlo. No lo logra. A continuación lo amenaza, sin lograr efecto alguno. El Papa recurre al emperador quien le da su favor al pontífice. El profesor y su señor están solos contra los grandes poderes de la época. Finalmente, se propone que todos se reúnan para que el profesor explique sus incómodas palabras. Entonces el gobernante recuerda que hace casi cien años se había tendido una trampa semejante a un profesor de una universidad extranjera quien había sido finalmente quemado en la hoguera.


Para salvarlo, lo secuestra. Lo traslada a un castillo donde el profesor dispone de una oficina en la cual puede efectuar la investigación que hace tiempo quería emprender. El profesor traduce, escribe libros y artículos.


El profesor se llama Martín Lutero, la Universidad es la de Wittenberg, el gobernante es el Príncipe Elector de Sajonia Federico III, el papa es el papa, el emperador es Carlos V. Y esta fábula tiene medio milenio de antigüedad, y, como se ve, se inspiró en una fábula universitaria anterior que no tenía un final feliz.


Como Lutero no es precisamente santo de mi devoción, creo necesario desvestir a este santo para vestir a Federico III, quien al final de cuenta si entendió el valor específico de la Universidad, valor que seguramente Lutero entendió menos pese a haber sido él el mal ejemplo que nos ha proporcionado este ejemplo.


Y por eso, cuando cuidamos una universidad cuidamos a la gente incómoda, a la gente rara, a los extravagantes, esos que piensan las futuras verdades que generalmente son nuestros actuales e inservibles  errores.


Si no tenemos a un Federico III, nos tenemos a nosotros; y si no tenemos a un Lutero es porque no sabemos qué “diablos” tenemos.


Lo que de lugar común hay en todo esta reflexión se debe a que algunos lugares comunes son cómodas verdades que en algún momento fueron incómodas falsedades. Para decirlo en palabras de Torretti: “No son datos: son logros”.


Con todo, esta perspectiva de la incomodidad no puede definir enteramente el carácter específico al cual se ha hecho referencia. Y es que en las verdaderas universidades se logra esencialmente algo aparentemente distinto, algo factible de ser comprendido como una suerte de adopción tardía, una filiación a través de una manipulación libertaria. Se trata de que un ignorante sometido a una manipulación constante llega a despreciar lo que en él hay de vulgar, llega a intuir ignorantemente el deber y hasta el placer de la instrucción, de la conversión de sí mismo gracias a sus maestros: la elección de unos segundos padres. Por eso una universidad donde no tenemos la alternativa de elegir quien será nuestro maestro es un lugar donde nos obligan nuevamente a ser hijos que no han podido elegir quiénes serán sus guardianes, aun cuando elegir sea en ese momento el salto al vacío de un ignorante, el cual, pese a todo, se siente impulsado a abandonar su calidad de tal. No hay mejor manera que dejar de ser ignorante haciéndose responsable de ello. Pues bien, en definitiva, este ignorante está amargado de ser quien es. Su incomodidad lo salvará de sí mismo, y hará de él otro y el mismo. No se trata de matar al padre, sino de elegirlo o de creer que se lo elige, que es una manera de servirse de los propios aunque escasos recursos. Quien no está incómodo no se reacomoda. Y por eso, debe haber un espacio para la comodidad.


¿Qué hay de las comodidades mínimas que un docente necesita para desarrollar su trabajo? Hasta ahora se ha dicho que la Universidad debe ser incómoda a la humanidad, y que además debe lograr incomodar a los hijos ajenos para, paradójicamente, acogerlos como propios, que es su manera propia de reproducirse en el tiempo humano. Peso si los maestros en ella no se sienten a gusto, ¿podrá la incomodidad ser tan definitiva?


Hay una comodidad llamada la dignidad en el trabajo. La carencia de esta comodidad es distractiva tal como el exceso de comodidad  induce a la distracción. Esta comodidad es amiga de la verdad porque sólo se puede detener a discernir la verdad quien no es incomodado por las vulgaridades que persiguen a la pobreza y las que persigue la riqueza. En este sentido la comodidad y la verdad van juntas pues de alguna manera la primera sostiene a la segunda, si bien, como ya se ha insistido, quien no recibe el estímulo incómodo no piensa nunca más allá de sí, no se vence a sí mismo. Hacer de esta incomodidad la comodidad de una institución es hacer de una grieta en la pared una (falsa o verdadera) puerta.


Finalmente, sólo la cosa pública puede reportar esta comodidad mínima a la Universidad para que en ello no se pongan en juego las incomodidades valiosas. Porque la cosa pública es un lugar históricamente llamado a evitar los fines inmediatos, esos que competen a los cortos y medianos plazos.


Y para volver a los servicios de Poincaré. Sí hay una manera de medir qué tan verdadera está siendo una universidad. Esa verdad puede ser muy incómoda si estamos dispuestos a enfrentarla, o dejarnos en la ignorancia si queremos conservar nuestra comodidad.
Joaquín Trujillo Silva

Discurso de apertura del Encuentro “La Universidad de Chile: Qué. Cómo, Para Qué”.
Facultad de Derecho Universidad de Chile. 12 de Octubre de 2010 

Voto Voluntario e Inscripción automática: dos propuestas vacías sin una reforma al régimen representativo | Nicolás Ocaranza

Mi primer argumento se sustenta en las estadísticas, por lo tanto, es proyectivo. Existen tres estudios de perfil académico –uno de Libertad y Desarrollo, otro de Alejandro Corvalán y Paulo Cox, más la encuesta UDP 2010- que confirman un diagnóstico común: hay una creciente desafección política de los jóvenes pertenecientes a las comunas de menores recursos de la Región Metropolitana (Recoleta, La Pintana, Estación Central) en contraste con los que viven en comunas de mayores ingresos (Las Condes, Ñuñoa) y una decreciente participación en los procesos electorales.

Los datos explicitados por esos estudios permiten cuestionar el argumento de quienes defienden el voto obligatorio apelando a que éste sería una forma de asegurar la igualdad en una democracia representativa entre aquellos ciudadanos de mayores recursos económicos y los más pobres -en el supuesto de que sólo las elites votarían en un sistema voluntario-. Si los datos duros muestran que con el actual sistema electoral de inscripción voluntaria y voto obligatorio ha bajado drásticamente la participación electoral de los jóvenes provenientes de las comunas de menores ingresos per cápita, la pregunta a la que un nuevo proyecto de ley debiera intentar responder es si ese fenómeno es un efecto de la inscripción voluntaria que podría revertirse con la inscripción automática o, si por el contrario, esto responde a una apatía y a un malestar con el sistema electoral y con la clase política.

Desde un punto de vista estadístico, es muy probable que el voto obligatorio aumente la participación electoral de esos miles de jóvenes que hoy se automarginan de las elecciones, pero ¿asegura el voto obligatorio que esa juventud apática elija responsablemente a uno de los dos bloques hegemónicos que han transformado al sistema político chileno en un duopolio? Si un grupo importante de chilenos que cumpliendo con los requisitos necesarios para votar decide no inscribirse en los registros electorales, es lógico pensar que ese electorado se inclinará indudablemente por un voto de rechazo al sistema o deambulará en la permanente indecisión. La defensa del voto obligatorio es otra muestra más de un conservadurismo que desconfía del pueblo y de una opción totalitaria que pretende obligar al ciudadano en lugar de mejorar su sistema político. Quienes creen en la obligatoriedad se sienten más cómodos logrando que las ovejas caminen disciplinadas a las urnas en vez de sentarse a pensar en una necesaria transformación del sistema político y electoral criollo. Si bien la inscripción automática y el voto obligatorio podrían mejorar los índices de participación, el sistema político chileno seguirá involucionando y quedará, tal como ahora, en manos de los ciudadanos más antiguos.

El segundo argumento se sustenta en una perspectiva ética-política. Pienso que participar en los procesos electorales es un derecho y no una obligación; por lo mismo, ejercer o no un derecho cívico como votar en las elecciones debe ser una decisión libre y soberana de cada ciudadano. Siempre será deseable que la participación política aumente, pues la democracia exige que la mayoría decida quien debe tomar las riendas de un gobierno, pero para que ello suceda debe primar en cada ciudadano un compromiso cívico que lo mueva a participar responsablemente en el juego de la democracia representativa. Desde este punto de vista, el voto voluntario -a diferencia del voto obligatorio- garantiza la libertad individual de cada ciudadano de participar o no en los procesos electorales. Sin embargo, es necesario crear una cultura cívica cuyo objetivo sea promover la participación responsable. Es por ello que el voto voluntario debe ir acompañado de un proyecto que implemente un programa educativo -en la educación básica y media- de valoración de la democracia y que promueva el compromiso cívico de la ciudadanía con la República (ejemplos de esto hay en Francia, Italia, Suiza y EE.UU).

El tercer argumento tiene que ver con la profundización de la democracia, en el entendido de que si se incrementan y perfeccionan los mecanismos políticos (representativos y participativos) aumentará proporcionalmente la participación electoral. Para lograrlo, debemos exigir y fomentar que los proyectos políticos futuros sean capaces de seducir y convocar al electorado, y eso no se logra con la obligatoriedad del voto, sino con partidos políticos que mejoren la calidad de sus propuestas en base a una clase política comprometida con el bien común y no con el interés particular. Esto sólo se podrá lograr cambiando el sistema binominal por un sistema proporcional que aumente la oferta partidaria y termine con el duopolio Concertación-Alianza. La participación electoral aumentaría si se incluyen nuevos mecanismos políticos de democracia directa que compensen el principal déficit del régimen representativo: un Parlamento cada vez más débil deliberando a espaldas de la ciudadanía. Como lo demuestran las experiencias de Suiza, Uruguay y Argentina, estos mecanismos fomentarían un involucramiento efectivo de la ciudadanía en el proceso legislativo y se revertiría con ello la creciente desafección ciudadana de los procesos electorales. Pasaríamos de esa manera a un sistema democrático mixto que no sólo fijaría la iniciativa legislativa en una esfera netamente representativa sino que expandiría su campo de acción hacia una esfera cada vez más participativa y menos dependiente de la agenda del poder Ejecutivo.

Toda reforma al régimen de inscripción electoral debe ir acompañada de una reforma general al sistema electoral, tarea que los gobiernos concertacionistas dejaron pendiente puesto que, sumando y restando, el sistema binominal les traía más beneficios que perjuicios.

La obligatoriedad es una medida desesperada para intentar que los apáticos regresen a las urnas, pero si la política es incapaz de seducirlos por la vía de las ideas ¿para qué obligar a participar en un sistema incapaz de ser verdaderamente representativo y participativo?

25 oct 2010

El historiador John Lynch y las Independencias hispanoamericanas | La Nación (Argentina)


En más de un sentido, John Lynch representa a una especie en extinción. Es uno de los últimos historiadores británicos que pueden ser considerados hispanistas y una autoridad en temas latinoamericanos, y también es capaz de cautivar con su pluma a los lectores no académicos. 
 
Dice que América latina conquistó su libertad hace dos siglos y es falso que necesite "una segunda independencia", como la que propone el venezolano Hugo Chávez. 

Profesor emérito de la Universidad de Londres, sus biografías San Martín, soldado argentino, héroe americano (Barcelona, 2009) y Simón Bolívar (Barcelona, 2006) han sido éxitos comerciales y, como la veintena de títulos que las precedieron, son ahora también obras de referencia.

Aunque tiene múltiples galardones y logros profesionales, John Lynch habla con especial cariño de su condición de "miembro corresponsal" de la Academia Nacional de la Historia Argentina desde 1963.

Al hablar del proceso de independencia latinoamericano, Lynch advierte que no tuvo carácter económico o social, por más que reconoce que trajo avances en ese terreno, entre ellos, la abolición de la esclavitud. "Esencialmente, yo creo que hay que hablar de una independencia política -sostiene-. Fueron movimientos políticos dirigidos y organizados por un sector de la sociedad, sin gran participación masiva. En algunos países hubo cierta presencia popular, pero en general fue un movimiento dirigido por la elite criolla, destinado a reemplazar a la elite española al frente del poder."

-Entonces, ¿tienen razón los políticos que afirman que estamos frente a una segunda independencia porque ellos buscan abordar esas asignaturas que habían quedado pendientes

-En términos económicos, está de moda afirmar que la dependencia de España fue reemplazada por una dependencia de Gran Bretaña, a través del libre comercio, y después una dependencia de los Estados Unidos. Pero la dependencia económica con España era muy real y concreta. España mantenía un monopolio comercial y de inversiones. Con la abolición de ese monopolio, los latinoamericanos quedaron libres de elegir qué dependencia querían, si querían alguna. Adquirieron cierto poder de elección que antes no tenían.

-Algunos dicen que Gran Bretaña se cuidó de estar envuelta en el movimiento emancipador desde un principio con la intención de condicionarlo más tarde

-Yo comparto la opinión que tenía Bolívar. El solía decirles a quienes lo criticaban por acercarse demasiado a Gran Bretaña que había que estar orgullosos de fomentar esa relación. El tipo de protección que los libertadores buscaban del lado británico era una protección de facto de parte de su armada, la más poderosa del mundo. Su mera presencia en los mares del sur servía para poner coto a las pretensiones imperialistas españolas.

-¿No suscribe a la opinión de que, derrotada en las invasiones de 1806 y 1807, Gran Bretaña decidió apoyar a los movimientos emancipadores para establecer un "imperio informal"?

-La tesis del "imperio informal" fue creada por los historiadores mucho más tarde. Ni los ministros ingleses ni los intereses comerciales británicos iban en esa dirección. Lo cierto es que América latina no era de gran importancia para Gran Bretaña. Como potencial mundial, su visión estaba más enfocada hacia el comercio con los Estados Unidos, el resto de Europa y vínculos más directos con Asia y Africa. En América latina buscaba comerciar e invertir. Y de esto podían los latinoamericanos sacar también provecho.

-¿Qué fue lo que originó el movimiento emancipador? 

-Una crisis dentro del mundo hispano. Hasta mediados del siglo XVIII, la América española era menos colonia de lo que había sido en un principio y de lo que lo era hacia 1810. Entre 1700 y 1750, América latina había obtenido cierta independencia económica y también a nivel social, en lo que concierne a la presencia de los criollos en puestos de gobierno. Pero los Borbones trataron de frenar ese proceso. Esa reacción borbónica es lo que llevó a los criollos a iniciar el proceso de emancipación. Todos los imperios tienen una semilla de autodestrucción, algo que los hace inherentemente inestables.

-¿Este modelo de autoritarismo es una herencia inexorable de nuestro pasado hispánico? 

-Los libertadores latinoamericanos emularon en gran medida el modelo autoritario de la monarquía española. Bolívar, al declararse presidente vitalicio con derecho a elegir a su sucesor, no dejaba mucho espacio para la participación política. San Martín nunca llegó a ese extremo, pero tampoco favorecía un modelo de participación democrática. Hace unos años, amigos míos que son académicos en Venezuela me aseguraban que Hugo Chávez no era un nuevo caudillo, sino un "populista del proletariado...". Eso me suena muy parecido a un caudillo de la vieja ola o a un autoritario populista. O quizás un bolivariano militarista. Hay que recordar que él viene del seno de las fuerzas armadas venezolanas, que no son precisamente una democracia... América latina no necesita una "independencia bolivariana". Bolívar no es un predecesor de Chávez. El nunca se consideró un revolucionario social. Introdujo reformas, es cierto, pero no quería reestructurar a la sociedad. Tampoco era un buscapleitos internacional. No criticaba a las grandes potencias de la época. Al contrario: buscaba su alianza. Jamás se asoció tampoco con países en los márgenes de la comunidad internacional. Es cierto que tenía reservas con respecto a los Estados Unidos, pero Bolívar aceptaba que era un buen ejemplo de republicanismo. Quizás el problema es que al declararse presidente vitalicio no aplicó las virtudes republicanas que tanto admiraba en Estados Unidos. El suyo era un modelo autoritario. Sólo en ese sentido yo veo un parangón entre Bolívar y Chávez. Pero hablar de una segunda ola de independencia no es acertado. Estamos comparando mundos muy distintos.

7 oct 2010

Entrevista al historiador Alfredo Jocelyn-Holt | Nicolás Ocaranza y Pablo Riquelme

Alfredo Jocelyn-Holt es profesor del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos y de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Algunas de sus publicaciones son: El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica (Planeta/Ariel, 1997); El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al transar sin parar (Planeta, 1998); La Independencia de Chile (Planeta/Ariel, 2001); Historia General de Chile I, II y III (Sudamericana, 2000-2004); además, es coautor de Historia del siglo XX chileno (Sudamericana, 2001).


Esta entrevista fue realizada a finales de agosto de 2001 por Pablo Riquelme y Nicolás Ocaranza, entonces estudiantes de primer año de la licenciatura en Historia en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fue publicada, dos años después, en el número 1 de la desaparecida revista Contradiscursos.

¿Cómo ves la literatura como una fuente de la historia?

Veo a la literatura como una fuente más de la historia, entre muchas otras, sin perjuicio de que los literatos parecen tener una capacidad de discernimiento más incisiva. Logran, a través de metáforas, de personajes y de recreación de ambientes, una comprensión y una sensibilidad mayores de orden histórico, lo cual puede servir muchísimo para un historiador. En ese sentido, la literatura puede llegar a ser una fuente incluso de más relieve, de más peso, de más inteligencia y de más sensibilidad que los documentos oficiales.

¿Por qué? ¿Porque capta mejor el espíritu de la época?

Porque supone un acto creativo. En ciertas culturas como la occidental, el literato cumple una función singular: la de ser una voz privilegiada de su época. En ese sentido, es una voz que tiene más espesor, más valor agregado que, digamos, un documento oficial. Un documento oficial está hecho por un burócrata, a menudo acartonado: es pura formalidad ritual. Los documentos oficiales rara vez exhiben un espíritu libre. Por el contrario, me parece que esa es precisamente la función de la literatura: salirse de los cánones.

Propone un juego más libre con el documento y a la vez como un referente...

Es un prejuicio mío, pero supongo que los literatos y los poetas son gente mucho más inteligente que los burócratas.

Pero también hay burócratas inteligentes. Borges, por ejemplo.

Pero dejan de ser burócratas, pasan a ser otra cosa. Pasan a ser políticos, supongo. O, como en el caso de Borges, algo más que un mero bibliotecario.

Tú citas mucho en inglés y en otros idiomas, lo que no es común en los escritores hispanoparlantes. El poeta Vicente Huidobro decía...

“Se debe escribir en una lengua que no sea materna”

Exacto. ¿Cómo ves el dilema de la traducción en los textos literarios o en las fuentes históricas? ¿Cuánto se pierde del texto original? ¿Cuánto influye el traductor en el texto final? ¿Se producen tergiversaciones? Georges Duby dice: “traductor=traidor”.

Claro, está el viejo dicho italiano "traduttore, traditore". En los idiomas que yo domino, y cuando se trata particularmente de poesía, trato de citar el texto original. Dependo de mucho material en inglés, porque me formé en un mundo sajón. El inglés, por lo demás, se ha transformado en una especie de lingua franca, por lo tanto es más extensible. En su momento fue el latín y hoy día es el inglés. En algunas disciplinas todavía es el alemán. En fin. Sí: las traducciones pueden adulterar el espíritu original del texto. Y claro que sí: hay casos en los que la traducción puede ser incluso mejor que el original. “La oración por todos”, de Andrés Bello, es una traducción muy libre de un texto de Victor Hugo, y según algunos, lo mejora.

¿Al citar en inglés no piensas en el lector? Por ejemplo, uno que no sepa inglés.

En ese caso debiera servir de incentivo para aprender ese otro idioma. Cuando escribo siempre tengo en mente a un lector ilustrado, profesional y preferentemente no historiador. Yo no escribo para historiadores; por lo general, me aburren como lectores. Aunque admiro a los grandes historiadores, que son muy pocos o están muertos. Evidentemente no escribo para la academia historiográfica y menos para la academia historiográfica chilena, la cual no me impresiona: más que muerta, vegeta.

Muchos han catalogado tu trabajo historiográfico como poco “serio” al no estar apoyado profusamente en los archivos. Algunos profesores universitarios han comentado eso...

¿Cómo se llaman esos profesores?

Tú los conoces, pero un profesor “X” de la Universidad Católica una vez hizo un comentario sobre eso...

Bueno, ese profesor “X” siempre me ha parecido un bodrio de historiador. Es una persona extremadamente aburrida, juicio compartido por muchos otros historiadores y alumnos, lo reconozcan o no. A veces, cuando leo lo que escribe tengo la impresión de que le habría gustado ser contador público. Él es un historiador poco profundo. En cuanto a su pretendida “seriedad”, la verdad es que nunca me he detenido a comprobar si sus cifras suman correctamente. Es más, nunca le he leído una frase inteligente de esas que uno pudiera subrayar, por lo tanto no me extraña que él tenga la opinión que tiene acerca de un tipo de historia que apenas intuye. En todo caso, lo que ha dicho de mí tendría que fundamentarlo, ojalá por escrito, sin escudarse en el anonimato de los ficheros bibliográficos como el de la revista Historia, o, lo que es lo mismo: no mandar el recado.

Refiriéndose al proceso de mediación entre el historiador y las fuentes históricas, él decía que la única forma de hacer un trabajo serio era confrontar directamente las fuentes, sin hacer un trabajo de doble mediación de historiador a historiador.

¿Ustedes van a poner esto? Ojalá que sí. Yo creo que cuando este señor “X” dice eso —y yo creo que probablemente lo están reproduciendo muy bien— es profundamente ignorante. En un extremo existe una variante de la historia que es la metahistoria; en el otro, está la historia de los pirquineros (la de los “albañiles”, decía Lucien Febvre), que van poniendo un ladrillo encima de otro. Tengo entendido que este es el hobby de ese profesor “X” los fines de semana; nada de raro, entonces, que piense así de la historia en general. El tema de la mediación, en todo caso, apunta a la quintaesencia del fenómeno cognitivo: siempre hay mediación. En realidad, este es un tema epistemológico y dudo que el señor “X” tenga conocimientos teóricos como para decir algo medianamente sensato al respecto. Si él dice eso, y no me cabe ninguna duda que lo dice, es un ignorante.

¿Qué opinión te merece la censura de tus libros en las cátedras de historia de la Universidad Católica?

Solapada, cobarde, envidiosa. Nunca se ha explicitado en términos teóricos. Nunca se han atrevido a escribir una reseña crítica de las cosas que yo he escrito. Se esconden, hablan por detrás; es tal la calumnia que gastan que me hace muchas veces despreciarlos. ¿Qué más puedo hacer? Son personas que me han marginado, pero eso es un ejercicio de poder, no es un ejercicio ni inteligente, ni culto, ni historiográfico, ni honesto.

¿De alguna forma te ningunean?

A ver: mis libros están ahí, entre los libros de historia más vendidos. Eso ya es un alivio, y lo que más me enorgullece es que están entre los más leídos incluso respecto a otras áreas, y si es así, con eso me basta. En cuanto a contacto con alumnos, yo siempre he estado disponible: he tenido mi casa abierta y, en la medida que he enseñado en la Universidad de Chile, mis cursos son abiertos a quien quiera asistir a ellos, porque se trata de una institución pública. La verdad es que el ninguneo no me ha afectado negativamente. Al contrario, me han hecho un enorme favor. Esto de pertenecer al gremio de los historiadores puede ser peligroso. Se corre el riesgo de empantanarse en FONDECYTS, en Jornadas de Historia, en seminarios bastante aburridos, en tener que saludar a una serie de personas que no me merecen mucho respeto ni intelectual ni humanamente, y en no producir. En realidad, y pensándolo mejor —lo digo sin ninguna rabia—, les agradezco enormemente que me hayan marginado de la mediocridad. Me han hecho un gran favor.

En algunos de tus libros tratas notablemente el problema del tiempo, que es algo muy interesante, especialmente si se toma como referente a Proust. ¿Cómo vinculas la noción de tiempo a la Historia? No sólo en el contexto del existencialismo de Heidegger y Kierkegaard. ¿Cómo puede aplicarse desde el lado poético?

El problema del tiempo es algo que definitivamente supera a los historiadores. Es un problema filosófico, o de la literatura, tiene que ver con el problema de la memoria. Tiene un vínculo muy estrecho con el tema de los mitos. Yo tiendo a hacer una diferencia entre Mito e Historia, por lo tanto me resulta un tema, en verdad, mucho más amplio de lo que desde la historia uno puede abarcar. Evidentemente, el tema del tiempo es clave para el historiador. Cuando pienso en el tiempo, me surge la imagen de un gran océano. A la luz de esta escala oceánica, el trabajo del historiador se parece al de alguien que a lo más puede hacer un lago artificial, o una represa, o canalizar un río tormentoso. Hay historiadores, por cierto, que frente a este gigantesco océano simplemente se ahogan en un vaso de agua. Mi aspiración es algo mayor. Creo que lo que vale la pena es la dificultad y el enorme desafío de manejar una escala gigantesca con una comprensión altamente limitada. Así entiendo el tiempo como problema historiográfico. Para los historiadores, por otro lado, el tiempo es también una obsesión, que exige darle algún grado de razonabilidad. El tiempo, de por sí, no tiene sentido; solamente tiene sentido cuando de alguna manera está mediado por sujetos humanos y cuando el historiador trata de entender la relación de otros seres humanos con el tiempo o con la memoria. De ahí que me fascinen los mitos. Suponen una estrategia más elemental, anterior a la Historia y que abarca incluso escalas mayores de tiempo. Los historiadores somos personas más humildes, más modestas en nuestras pretensiones. Manejamos escalas de tiempo más reducidas que los pueblos primitivos o no tan primitivos cuando manejan los mitos. La única salvedad, o el gran poder que tiene el historiador sobre el Mito es el sentido de la libertad, que me parece crucial. La capacidad que tiene el historiador para escaparse del tiempo, para dominarlo. La conciencia histórica no es otra cosa que poder atrapar el tiempo: cómo a ese tiempo lo podemos traducir en un tiempo de reloj, por así decirlo. Es eso lo que a uno le da libertad. Es una libertad que no ofrece el Mito porque éste suele ser fatalista y apocalíptico, y ciertamente, no ofrece la totalidad del tiempo oceánico. Así entiendo el tiempo histórico.

Hay algo más cronológico que ontológico...

Exactamente. El tiempo es un fenómeno metafísico y de alguna manera creo que los historiadores nos distanciamos de la Metafísica. Lo diacrónico nunca puede faltar en el análisis histórico. Por el contrario, la obsesión por lo ontológico es propia de filósofos. Nosotros podemos usar filosofía pero somos historiadores, no somos filósofos.

¿Opinemos de literatura chilena? ¿Qué piensas de la “Nueva Narrativa”?

¿A qué le llamas tú la nueva narrativa?

Al recambio generacional de escritores. ¿Qué opinas de los “nuevos”?

Para serte franco no conozco suficiente. No conozco la totalidad de lo que tú llamas “Nueva Narrativa” o la totalidad de la producción literaria chilena actual. Conozco a autores individuales, a autores con quienes tengo alguna proximidad. Soy amigo de alguno de ellos. Escribí un postfacio a la segunda edición de Santiago cero, de Carlos Franz. Una novela excelente, que trata un período de mi propia vida, que son los años ochenta, cuando junto con su autor fuimos compañeros en la escuela de derecho de la Universidad de Chile. Creo que Santiago cero es una de las novelas que mejor retratan a los años ochenta y por lo tanto me siento muy identificado. No conozco ningún texto histórico, incluso entre los míos, que pueda servir como una síntesis de la década del ochenta como lo hace Carlos Franz en ese libro. Algo similar me ocurre con las obras de Arturo Fontaine Talavera. Oír su voz es muy útil para un historiador, contiene mucha información que es clave. También podría mencionar las obras de Germán Marín, que aunque generacionalmente es un hombre mayor, su producción ha sido más reciente. Algunas preocupaciones  y cierta temática suya me parecen muy atingentes a una cierta sensibilidad histórica. Un cuento como El Palacio de la Risa me parece notable, en términos de explicar esa lógica perversa y vulgar que está detrás de los abusos de los derechos humanos: lo que comenzó como una casona señorial y luego devino en discothèque, terminó siendo un recinto de la DINA. Una lección de historia.

¿No sientes que estos escritores chilenos de última generación están un poco huérfanos con respecto a sus generaciones anteriores?

Bueno, esa es una tesis que ha formulado Rodrigo Cánovas con respecto a esta nueva generación. Creo que toda la generación que entra a tener conciencia en los años ’80, en términos políticos y de identidad, se hace la pregunta: ¿qué estamos haciendo aquí, en el confín del mundo? En las circunstancias heredadas del trauma de los ’70, no cabe si no tener esa sensación de orfandad. Ese parto horroroso que fue el período de fines de los ’60 y principios de los ’70 de alguna manera significó un quiebre profundo con el pasado anterior, y eso se tradujo en una sensación de orfandad tremenda con el pasado. Es una orfandad política y con los valores éticos más preciados. Nos veíamos como país civilizado, y de repente nos desayunamos: supimos que éramos unos bárbaros. Es una orfandad también con los espacios físicos, como suele ocurrir después de los terremotos.

Te estás refiriendo al golpe de estado...

No solamente me estoy refiriendo al golpe, sino a todo un proceso revolucionario que comienza en los años ’60 y que se agudiza con una etapa de terror durante el gobierno militar, a partir de 1973, pero que continúa hasta nuestros días  No me refiero únicamente al régimen militar y al ’73; yo lo anticiparía un poco más a los años ’60.

¿Cómo ves la mal llamada Transición? ¿Crees que tendrá un fin?

Acabamos de terminar un libro que está por salir, que es la Historia del siglo XX chileno, en el que soy uno de los coautores junto a Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Claudio Rolle y Manuel Vicuña, y tuve mucho que ver con un capítulo que se titula “La Eterna Transición”, y te vas a fijar que en el índice analítico aparece la voz transición y tiene veintitantos llamados, de modo que ¿de qué transición estamos hablando? Cuando digo eso, estoy citando al general Pinochet, paradoja de paradojas. No, yo creo que aquí no hay transición; aquí estamos en un régimen cívico-militar desde los años ’80, pactado con anterioridad al 88-89. Y si entiendo bien la lógica que está detrás del plan de la Constitución de 1980, que la Concertación ha mantenido —la ha hecho suya y la ha legitimado—, estamos viviendo en “normalidad” y no en transición. Me estoy refiriendo al discurso en Chacarillas del general Pinochet, donde deja eso muy claro. Evidentemente que esta “normalidad” me incomoda sobremanera, y no solamente a mí, a muchos chilenos. Es lo más anormal que puede haber y por lo mismo, creo que hay que modificarla. Es decir, tenemos que movernos a un régimen civilizado, participativo, representativo, con instituciones liberales; tenemos que transparentar los poderes fácticos, tenemos que tratar de reducir el margen de autoritarismo y violencia de esta sociedad, que es muy alta. Tenemos que incorporarnos al mundo civilizado occidental, del cual definitivamente nos hemos alejado. Por lo tanto, me tiene sin cuidado la transición. Lo que me tiene altamente preocupado es esta normalidad que rehúsa decir su verdadero nombre.

O sea, estamos viviendo una realidad nebulosa.

Es una realidad nebulosa que permite ocultar grados de brutalidad, de violencia y de autoritarismo inaceptables.

OPINIONES CONTUNDENTES

Premio Nobel: “Me tiene sin cuidado”.
Cristóbal Colón: “Hizo posible la ilusión en América”.
La trascendencia: “Una ilusión, en el buen sentido de la palabra”.
Ricardo Lagos Escobar: “Un bluff”.
Los Incas: “Los únicos que han podido manejar el Perú”.
Lutero: “La reencarnación de san Pablo”.
La Historia: “Una vocación de libertad”.
Pericles: “Paso”.
Jesús: “Prefiero a María”.
Nicanor Parra: “Otro bluff, aunque escribió unos muy buenos antipoemas iniciales”.

Breve discurso sobre la cultura | Mario Vargas Llosa

A lo largo de la historia, la noción de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento teológico; en Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el derecho, en tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes. En épocas más recientes como la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos científicos los que dieron el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra época, cultura siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber.

La cultura estableció siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían con aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban o ignoraban, o eran excluidos de ella por razones sociales y económicas. En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.

En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son.

La más remota señal de este progresivo empastelamiento y confusión de lo que representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo, en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definición no se limitaba a establecer un método para explorar la especificidad de un conglomerado humano en relación con los demás. Quería también, de entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse. El propósito no podía ser más generoso, pero ya sabemos por el famoso dicho que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración, ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto último lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Según esta arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.

Si etnólogos y antropólogos establecieron esta igualación horizontal de las culturas, diluyendo hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los sociólogos por su parte –o, mejor dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria– han llevado a cabo una revolución semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho más libre, genuina, crítica, representativa y audaz. Diré inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijaíl Bajtín dedicó a La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento / El contexto de François Rabelais, en el que contrasta, con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama “cultura popular”, que, según el crítico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con réplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el “abajo humano”, es decir, el sexo, las funciones excrementales, la grosería y oponen el rijoso “mal gusto” al supuesto “buen gusto” de las clases dominantes.

No hay que confundir la clasificación hecha por Bajtín y otros críticos literarios de estirpe sociológica –cultura oficial y cultura popular– con aquella división que desde hace mucho existe en el mundo anglosajón, entre la high brow culture y la low brow culture: la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos siempre dentro de la acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta como T.S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Hemingway o los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaída pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho más radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podía haber en este discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con que representaba las experiencias humanas más compartidas.

De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo “la cultura de la pedofilia”, “la cultura de la mariguana”, “la cultura punqui”, “la cultura de la estética nazi” y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos.

Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es.

Sin embargo, se me objetará, nunca en la historia ha habido un cúmulo tan grande de descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura y la especialización hay tanta distancia como entre el hombre de Cromagnon y los sibaritas neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad, sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especialización a que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de destrucción masiva con el que podríamos desaparecer varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata de una hazaña científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestación flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía T.S. Eliot, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”.

La cultura es –o era, cuando existía– un denominador común, algo que mantenía viva la comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era, así mismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones inútiles. Nadie puede saber todo de todo –ni antes ni ahora fue posible–, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura.

El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros ámbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demás, lo aíslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber. La especialización, que existió desde los albores de la civilización, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber –las ciencias, las letras, las artes y las técnicas– ejercían una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia.

En su célebre ensayo “Notas para la definición de la cultura”, T.S. Eliot sostuvo que no debe identificarse a esta con el conocimiento –parecía estar hablando para nuestra época más que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que ahora– porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo así como un designio moral. Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religión cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que multiplica los polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos xviii y xix, esta función para un amplio sector del mundo occidental. Aunque, es cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación.

Jerarquías en el amplio espectro de los saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una élite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra desintegración. Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el mayor número en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz.

Sería equivocado atribuir en este proceso funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las técnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de él y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velázquez está tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner.

Las ideas de especialización y progreso, inseparables de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquella abole a esta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con estas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se ríen con Molière y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a, y dialogan con, quienes en el tiempo en que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y admiraron.

Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado periodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al espacio común de la cultura. Esta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.

Hace ya algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema mayor de nuestro tiempo: la educación.

El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arcoíris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí muchos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.

El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzocortantes. Así, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica. Se habían dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnos circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas –casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género– inadaptables o pendencieros recalcitrantes.

Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: “Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller” (“Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas”). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercana y caminar juntos hasta el colegio. De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) se enanizaba. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.

En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas “estructuras de poder” erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes. Bueno, pues, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia –y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad– no parecía haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.

Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la “autoridad”, que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como eslogan del movimiento “¡Prohibido prohibir!”, extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.

Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la rae, de “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”, no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la “autoridad” clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos –desde la perspectiva progresista– en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador –de transmisor tanto de valores como de conocimientos– ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que –al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios– se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.

Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas –de las diatribas y fantasías– de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares. La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político.

El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de “nadie sabe para quién trabaja”. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.
 
No es arbitrario citar el caso paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal libertario innegable. Su repulsa de la cultura occidental –la única que, con todas sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia– lo indujo a creer que era más factible encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando los baños “gays” de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida –la enfermedad que lo mató– como un embauque más del establecimiento y sus agentes científicos para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual. Su caso es paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del saber –la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro está, la filosofía– una vocación iconoclasta y provocadora –en su primer ensayo había pretendido demostrar que “el hombre no existe”– que a ratos se volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual.

Es otra de las razones de la pérdida de “autoridad” de los pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen.

Una de las primeras en advertirlo y criticarlo con dureza fue Gertrude Himmelfarb, que, en una excelente y polémica colección de ensayos titulada Mirando el abismo (On looking into the abyss, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetió contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecían frívolas y superficiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un “posmoderno” estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando a aquella en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia vivida.

Aunque no comparto del todo la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías sobre las supuestas “estructuras de poder” implícitas en todo lenguaje (el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos), hay que reconocerle el haber contribuido a dar a ciertas experiencias marginales y excéntricas (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de “humanidades”, para ellos un síntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil –si es divertido o estimulante ya me basta– sino porque si la literatura es lo que él supone –una sucesión o archipiélago de “textos” autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual–, ¿cuál es la razón de “deconstruirlos”? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana y que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar –y a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión– esos monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria una monótona masturbación.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de yudo y karate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: “Les he pedido a mis estudiantes que ‘miren el abismo’ (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?” En otra palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para “deconstruir” el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal –y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar– unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció este sobre la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmund Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmund Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico “deconstruccionista” consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus mejores libros –como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto– fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía y una revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento.
Mario Vargas Llosa