He leído con vivo interés el artículo de Félix de Azúa, Perder lo que nunca fue nuestro (El País, 3-1-2012), a propósito de las reflexiones que suscitó su reciente visita al British Museum: el contraste del desinterés del público por los mármoles de Egin con la presencia ruidosa de docenas de jóvenes que curioseaban y reían en torno a las estatuas de Isis, Osiris e Ibis en la sección consagrada al arte faraónico. Tratándose de quienes disfrutaban a su modo de su cercanía física a los dioses y momias nilóticos, no dudo de que el mercado creado por la explotación de éstos como un parque temático por la industria audiovisual incitara a jóvenes y menos jóvenes a esta visita alborozada sin guía ni Baedeker en mano por las salas del venerable museo. La disparidad que señala es en efecto llamativa y la reflexión melancólica que la acompaña -"¿No es un extraño y desolado destino el de Grecia, origen, según se dice, de Occidente? ¿Arranque de la democracia occidental? ¿Milagro del Logos que borró de un chispazo la superstición arcaica? ¿Primer paso en la implacable marcha hacia la libertad de los pueblos soberanos?"- expresa una incuestionable verdad. La gran epopeya, el teatro, el pensamiento filosófico, el germen de las sociedades democráticas de los dos últimos siglos proceden de Hélade. Y muy oportunamente, el autor evoca a este respecto el hermosísimo poema Archipiélago de Friedrich Hölderlin, que yo leí en inglés y, en cuanto pueda, releeré en español, en hexámetros, como en el original alemán, gracias a la traducción de Helena Cortés. Tanto en el plano literario, como en el del pensamiento y en el político, Europa no sería lo que es sin su matriz helena.