Mi primer argumento se sustenta en las estadísticas, por lo tanto, es proyectivo. Existen tres estudios de perfil académico –uno de Libertad y Desarrollo, otro de Alejandro Corvalán y Paulo Cox, más la encuesta UDP 2010- que confirman un diagnóstico común: hay una creciente desafección política de los jóvenes pertenecientes a las comunas de menores recursos de la Región Metropolitana (Recoleta, La Pintana, Estación Central) en contraste con los que viven en comunas de mayores ingresos (Las Condes, Ñuñoa) y una decreciente participación en los procesos electorales.
Los datos explicitados por esos estudios permiten cuestionar el argumento de quienes defienden el voto obligatorio apelando a que éste sería una forma de asegurar la igualdad en una democracia representativa entre aquellos ciudadanos de mayores recursos económicos y los más pobres -en el supuesto de que sólo las elites votarían en un sistema voluntario-. Si los datos duros muestran que con el actual sistema electoral de inscripción voluntaria y voto obligatorio ha bajado drásticamente la participación electoral de los jóvenes provenientes de las comunas de menores ingresos per cápita, la pregunta a la que un nuevo proyecto de ley debiera intentar responder es si ese fenómeno es un efecto de la inscripción voluntaria que podría revertirse con la inscripción automática o, si por el contrario, esto responde a una apatía y a un malestar con el sistema electoral y con la clase política.
Desde un punto de vista estadístico, es muy probable que el voto obligatorio aumente la participación electoral de esos miles de jóvenes que hoy se automarginan de las elecciones, pero ¿asegura el voto obligatorio que esa juventud apática elija responsablemente a uno de los dos bloques hegemónicos que han transformado al sistema político chileno en un duopolio? Si un grupo importante de chilenos que cumpliendo con los requisitos necesarios para votar decide no inscribirse en los registros electorales, es lógico pensar que ese electorado se inclinará indudablemente por un voto de rechazo al sistema o deambulará en la permanente indecisión. La defensa del voto obligatorio es otra muestra más de un conservadurismo que desconfía del pueblo y de una opción totalitaria que pretende obligar al ciudadano en lugar de mejorar su sistema político. Quienes creen en la obligatoriedad se sienten más cómodos logrando que las ovejas caminen disciplinadas a las urnas en vez de sentarse a pensar en una necesaria transformación del sistema político y electoral criollo. Si bien la inscripción automática y el voto obligatorio podrían mejorar los índices de participación, el sistema político chileno seguirá involucionando y quedará, tal como ahora, en manos de los ciudadanos más antiguos.
El segundo argumento se sustenta en una perspectiva ética-política. Pienso que participar en los procesos electorales es un derecho y no una obligación; por lo mismo, ejercer o no un derecho cívico como votar en las elecciones debe ser una decisión libre y soberana de cada ciudadano. Siempre será deseable que la participación política aumente, pues la democracia exige que la mayoría decida quien debe tomar las riendas de un gobierno, pero para que ello suceda debe primar en cada ciudadano un compromiso cívico que lo mueva a participar responsablemente en el juego de la democracia representativa. Desde este punto de vista, el voto voluntario -a diferencia del voto obligatorio- garantiza la libertad individual de cada ciudadano de participar o no en los procesos electorales. Sin embargo, es necesario crear una cultura cívica cuyo objetivo sea promover la participación responsable. Es por ello que el voto voluntario debe ir acompañado de un proyecto que implemente un programa educativo -en la educación básica y media- de valoración de la democracia y que promueva el compromiso cívico de la ciudadanía con la República (ejemplos de esto hay en Francia, Italia, Suiza y EE.UU).
El tercer argumento tiene que ver con la profundización de la democracia, en el entendido de que si se incrementan y perfeccionan los mecanismos políticos (representativos y participativos) aumentará proporcionalmente la participación electoral. Para lograrlo, debemos exigir y fomentar que los proyectos políticos futuros sean capaces de seducir y convocar al electorado, y eso no se logra con la obligatoriedad del voto, sino con partidos políticos que mejoren la calidad de sus propuestas en base a una clase política comprometida con el bien común y no con el interés particular. Esto sólo se podrá lograr cambiando el sistema binominal por un sistema proporcional que aumente la oferta partidaria y termine con el duopolio Concertación-Alianza. La participación electoral aumentaría si se incluyen nuevos mecanismos políticos de democracia directa que compensen el principal déficit del régimen representativo: un Parlamento cada vez más débil deliberando a espaldas de la ciudadanía. Como lo demuestran las experiencias de Suiza, Uruguay y Argentina, estos mecanismos fomentarían un involucramiento efectivo de la ciudadanía en el proceso legislativo y se revertiría con ello la creciente desafección ciudadana de los procesos electorales. Pasaríamos de esa manera a un sistema democrático mixto que no sólo fijaría la iniciativa legislativa en una esfera netamente representativa sino que expandiría su campo de acción hacia una esfera cada vez más participativa y menos dependiente de la agenda del poder Ejecutivo.
Toda reforma al régimen de inscripción electoral debe ir acompañada de una reforma general al sistema electoral, tarea que los gobiernos concertacionistas dejaron pendiente puesto que, sumando y restando, el sistema binominal les traía más beneficios que perjuicios.
La obligatoriedad es una medida desesperada para intentar que los apáticos regresen a las urnas, pero si la política es incapaz de seducirlos por la vía de las ideas ¿para qué obligar a participar en un sistema incapaz de ser verdaderamente representativo y participativo?
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