En la resaca de las tantas visiones promisorias sobre la visita del Papa a Cuba que circulaban desde fines del año pasado, hoy advertimos que los mayores beneficios del paso de Ratzinger por la isla tal vez no haya que buscarlos en Santiago o La Habana sino en Washington y Bruselas. La presencia en Cuba del líder de una iglesia que congrega a más de mil millones de fieles en el mundo tal vez ayude a consolidar el criterio de que la democratización cubana no se abrirá paso por medio de políticas basadas en el aislamiento diplomático de ese país o en sanciones comerciales contra su gobierno.
Al igual que en la visita de Juan Pablo II en 1998, la ciudadanía de la isla pudo escuchar a un jefe de Estado que habla de paz y libertad, de sociedad abierta y verdad cristiana. Todos, conceptos ajenos al discurso excluyente y confrontacional que ha caracterizado al gobierno cubano en más de medio siglo de poder. La forma manipuladora con que los medios oficiales enfocaron la visita y los mensajes del Papa y el modo abiertamente represivo con que las autoridades manejaron la seguridad nacional, antes y durante la estancia de Benedicto XVI en Cuba, fue una perfecta negación de esos mismos conceptos, serenamente formulados en las homilías del Papa.