Inducen a error. Cómo serán de dudosas las encuestas que en inglés (en cuyos mundos parlantes éstas se han desarrollado más) se usa el mismo término “polls” para referirse tanto a votos legítimamente emitidos y en urnas como, intencional el equívoco, a estas otras mediciones pitonisas. Según J. B. Priestley, el dramaturgo inglés, son pueriles; “los sondeos de opinión son como los niños en el jardín, excavan cosas todo el tiempo para ver cómo están creciendo”.
Sus fallas más graves serían epistemológicas. Las encuestas pretenden medir científicamente una subjetividad que puede variar, puede que nunca haya sido explícita o vaya a saber uno cómo los responsables se hicieron de la supuesta evidencia. La desconfianza viene de muy atrás. Los antiguos tachaban de “doxa” la mera opinión vulgar, para ellos no un conocimiento certero. Burke y De Tocqueville advertían sobre la “tiranía de la opinión” cuando, por ejemplo, un emisor, reacio a opinar, desacostumbrado a usar ciertas palabras o a situarse en el contexto de la pregunta que se le hace, reproduce solícitamente la actitud (interesada, solapada) de quien le pide su opinión. De Tocqueville fue hasta más lejos; cuestionó que en EE.UU. pudiese existir libertad de opinión, dada la propensión de ese país por consensos generalizados.
De ahí, entonces, que a menudo las jornadas electorales suelan desmentir cualquier pretensión “objetiva” previa en querer captar el pulso social de mayorías, además, volátiles e impredecibles. La presidencial de 1948 en EE.UU. es el más bochornoso caso conocido. Los sondeos daban por muerto a Harry Truman. El Chicago Tribune adelantó ejemplares con “Dewey derrota a Truman” a toda plana el día después de la elección, y que el presidente se refociló en exhibir ante las cámaras; la foto dio vuelta al mundo. Una década después seguía refregándoles el obituario a agoreros tan poco serios: “Hasta este día sus reputaciones no han sido totalmente repuestas y su influencia está muy reducida” (Memoirs, 1946-1952, vol. II).
Habermas, en su conocido libro sobre la historia y crítica de la opinión pública, vincula estos sondeos a la industria del marketing político, a técnicas de investigación de mercado post Segunda Guerra Mundial, a propagandistas camuflados de “neutrales publicitarios”, interesados en “vender política impolíticamente” y generar “climas de opinión” que, luego, las elecciones, a lo sumo, “plebiscitan”. La mejor prueba de esta aniquilación de la opinión pública es lo que ha venido ocurriéndoles a la sociología y ciencia política, disciplinas alguna vez lúcidas, indispensables, pero que, de tanto dedicarse a indexaciones vacías de fundamento cualitativo, han perdido crédito. Actualmente, los sociólogos y cientistas políticos son a la política lo que los ingenieros comerciales son a la economía.
Por último, por qué no pensar las elecciones en función de quienes pierden, no quienes ganan. ¿Quién gana elecciones hoy? ¿Qué significa ganar? ¿Ganó Bachelet el 2006? (en menos de dos meses de asumir vino el “Pingüinazo”). ¿Ganó Obama el 2008? (¿qué ha hecho?). ¿Piñera el 2010? (perdió la Concertación). ¿Rajoy y el PP el 2011? Las encuestas no predicen “escenarios post” confusos, a la postre decisivos; de ahí que sirvan también de muy poco.
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