27 nov 2010

La Historia importa | Alfredo Jocelyn-Holt

Vengo de estar unos días en Washington y recorrer algunos de sus espléndidos museos. Sólo en la zona del Mall, donde se ubican los principales monumentos, se han abierto y remozado en las últimas décadas cuatro museos -de Historia Americana, del Indio Americano, del Aire y Espacio, de la Prensa (Newseum), y se planea para el 2012 el de Historia y Cultura Afroamericana- gracias a multimillonarias inversiones y con afluencias de público igualmente millonarias. Preocupación para con la historia que se vuelve a confirmar cuando uno revisa lo que se publica en nuevas tiradas de libros relativos a la Independencia, la Constitución de los Estados Unidos, sus más destacadas figuras políticas, la ocupación del territorio y su crucial papel como potencia mundial.

De vuelta en Santiago, aterrizo, en cambio, en un país en que el Ministerio de Educación ha decidido rebajar las horas de enseñanza dedicadas a la historia y  humanidades, a fin de abultar la enseñanza de matemáticas y lo que los "educólogos", marea acosadora de expertos amnésicos que se han apoderado últimamente de la educación (quizá por eso está como está), llaman "lenguaje", ni siquiera gramática y literatura. Un contraste que nos devuelve una vez más a nuestro asentado provincianismo tercermundista, lo cual no deja de sorprender. 

La fascinación por la historia en los EEUU se debe, en gran parte, al giro más conservador experimentado en ese país. Si en los años 60 y 70 la izquierda norteamericana abominaba del pasado y lo quería revolucionar todo desde cero, las nuevas líneas de derecha desde los años 80 se han encargado de subrayar el valor renovable de la larga tradición libertaria, cívico-patriótica y religiosa variopinta de ese país.

Nada, sin embargo, que podamos constatar en nuestro caso. Por el contrario, el giro chileno más "a la derecha", que también data de esa misma época, está marcado por un menosprecio hacia todo lo hecho en los últimos cien años, lo que sumado a una crítica acrimoniosa respecto de nuestro pasado institucional decimonónico, nos ha dejado como única reserva en qué respaldarnos el supuesto éxito de gobiernos duros (de Portales a Pinochet) y la inveterada tradición católica barroca tridentina, es decir del siglo XVI.

Por eso el equipo que ha llegado al Mineduc se siente incómodo con la apertura curricular en materias de historia post 1989, objeta que se hable en las salas de clase de "resistencia mapuche" y "colonia" durante el período español, que se califique a la Constitución de 1833 de "autoritaria", que al régimen militar se le denomine "dictadura", en fin, que la discusión histórica necesariamente supone barajar múltiples posibles interpretaciones, no siendo suficiente memorizar largas listas de hechos descontextualizados. Estos últimos, a juicio de los "educólogos", más fáciles de "medir" en pruebas de rendimiento. 

En definitiva, esta arremetida lo que prueba es que nuestros sectores más recalcitrantes, en vez de persuadir que la historia sirve para crear conciencia cívica, han optado por renunciar a toda discusión compleja. Conscientes de que han perdido la batalla por la reflexión histórica, han preferido dar un golpe duro, reduciendo el ramo tradicionalmente más central del currículo nacional.
Alfredo Jocelyn-Holt
Historiador y Profesor de la Universidad de Chile

23 nov 2010

La Universidad de Chile: Qué. Cómo, Para Qué | Joaquín Trujillo

Estimados amigos presentes:

Un grupo de estudiantes procedentes de distintas Facultades de la Universidad de Chile ha incitado esta reunión en la convicción que es necesario pensar nuestra casa de estudios.

Así quienes nos acompañarán hoy y mañana nos hablarán del pasado, presente y futuro de nuestra Universidad desde sus diversos campos de conocimiento y concretas experiencias personales.


Hemos propuesto las preguntas qué, cómo y para qué la Universidad de Chile. Obviamente pueden haber mejores preguntas para conseguir todavía mejores respuestas.


Por nuestra parte, queremos abrir esta instancia con una provocación al efecto de estimular las preguntas.


Poincaré decía que no hay sistemas de medición falsos ni verdaderos, sino unos más “cómodos” que otros. Lo mismo puede decirse acerca de la actividad universitaria, pero al revés. Que una universidad sea una verdadera universidad dependerá de que en ella se realice una actividad incómoda a los lugares comunes. Una universidad que se dedica exclusivamente a prestar servicios (a la empresa, a la fe, a la política, o al estado), se vuelve servicial y posiblemente servil a sus benefactores. Servil a lo particular.


Hay una vieja construcción histórica que ha cumplido la función de intermediar las relaciones entre particulares: la de la cosa pública, que a todos pertenece y a ninguno exclusivamente. A las cosas públicas se les puede perdonar su ausencia de sentido preciso e inmediato. Una universidad está entre estos lugares profanos, pero a la vez sagrados.


Pensemos en una fábula: Un gobernante resguarda la libertad de cátedra de uno de los profesores que imparten clases en la universidad bajo su protección. El profesor es tan incómodo que hasta el mismísimo Papa de Roma pide al gobernante que censure a este profesor. El gobernante se niega, está decidido a que su universidad sea distinta de un convento, no porque menosprecie los conventos, sino porque aprecia lo que de específico hay en cada cosa. El Papa le envía reliquias a fin de convencerlo. No lo logra. A continuación lo amenaza, sin lograr efecto alguno. El Papa recurre al emperador quien le da su favor al pontífice. El profesor y su señor están solos contra los grandes poderes de la época. Finalmente, se propone que todos se reúnan para que el profesor explique sus incómodas palabras. Entonces el gobernante recuerda que hace casi cien años se había tendido una trampa semejante a un profesor de una universidad extranjera quien había sido finalmente quemado en la hoguera.


Para salvarlo, lo secuestra. Lo traslada a un castillo donde el profesor dispone de una oficina en la cual puede efectuar la investigación que hace tiempo quería emprender. El profesor traduce, escribe libros y artículos.


El profesor se llama Martín Lutero, la Universidad es la de Wittenberg, el gobernante es el Príncipe Elector de Sajonia Federico III, el papa es el papa, el emperador es Carlos V. Y esta fábula tiene medio milenio de antigüedad, y, como se ve, se inspiró en una fábula universitaria anterior que no tenía un final feliz.


Como Lutero no es precisamente santo de mi devoción, creo necesario desvestir a este santo para vestir a Federico III, quien al final de cuenta si entendió el valor específico de la Universidad, valor que seguramente Lutero entendió menos pese a haber sido él el mal ejemplo que nos ha proporcionado este ejemplo.


Y por eso, cuando cuidamos una universidad cuidamos a la gente incómoda, a la gente rara, a los extravagantes, esos que piensan las futuras verdades que generalmente son nuestros actuales e inservibles  errores.


Si no tenemos a un Federico III, nos tenemos a nosotros; y si no tenemos a un Lutero es porque no sabemos qué “diablos” tenemos.


Lo que de lugar común hay en todo esta reflexión se debe a que algunos lugares comunes son cómodas verdades que en algún momento fueron incómodas falsedades. Para decirlo en palabras de Torretti: “No son datos: son logros”.


Con todo, esta perspectiva de la incomodidad no puede definir enteramente el carácter específico al cual se ha hecho referencia. Y es que en las verdaderas universidades se logra esencialmente algo aparentemente distinto, algo factible de ser comprendido como una suerte de adopción tardía, una filiación a través de una manipulación libertaria. Se trata de que un ignorante sometido a una manipulación constante llega a despreciar lo que en él hay de vulgar, llega a intuir ignorantemente el deber y hasta el placer de la instrucción, de la conversión de sí mismo gracias a sus maestros: la elección de unos segundos padres. Por eso una universidad donde no tenemos la alternativa de elegir quien será nuestro maestro es un lugar donde nos obligan nuevamente a ser hijos que no han podido elegir quiénes serán sus guardianes, aun cuando elegir sea en ese momento el salto al vacío de un ignorante, el cual, pese a todo, se siente impulsado a abandonar su calidad de tal. No hay mejor manera que dejar de ser ignorante haciéndose responsable de ello. Pues bien, en definitiva, este ignorante está amargado de ser quien es. Su incomodidad lo salvará de sí mismo, y hará de él otro y el mismo. No se trata de matar al padre, sino de elegirlo o de creer que se lo elige, que es una manera de servirse de los propios aunque escasos recursos. Quien no está incómodo no se reacomoda. Y por eso, debe haber un espacio para la comodidad.


¿Qué hay de las comodidades mínimas que un docente necesita para desarrollar su trabajo? Hasta ahora se ha dicho que la Universidad debe ser incómoda a la humanidad, y que además debe lograr incomodar a los hijos ajenos para, paradójicamente, acogerlos como propios, que es su manera propia de reproducirse en el tiempo humano. Peso si los maestros en ella no se sienten a gusto, ¿podrá la incomodidad ser tan definitiva?


Hay una comodidad llamada la dignidad en el trabajo. La carencia de esta comodidad es distractiva tal como el exceso de comodidad  induce a la distracción. Esta comodidad es amiga de la verdad porque sólo se puede detener a discernir la verdad quien no es incomodado por las vulgaridades que persiguen a la pobreza y las que persigue la riqueza. En este sentido la comodidad y la verdad van juntas pues de alguna manera la primera sostiene a la segunda, si bien, como ya se ha insistido, quien no recibe el estímulo incómodo no piensa nunca más allá de sí, no se vence a sí mismo. Hacer de esta incomodidad la comodidad de una institución es hacer de una grieta en la pared una (falsa o verdadera) puerta.


Finalmente, sólo la cosa pública puede reportar esta comodidad mínima a la Universidad para que en ello no se pongan en juego las incomodidades valiosas. Porque la cosa pública es un lugar históricamente llamado a evitar los fines inmediatos, esos que competen a los cortos y medianos plazos.


Y para volver a los servicios de Poincaré. Sí hay una manera de medir qué tan verdadera está siendo una universidad. Esa verdad puede ser muy incómoda si estamos dispuestos a enfrentarla, o dejarnos en la ignorancia si queremos conservar nuestra comodidad.
Joaquín Trujillo Silva

Discurso de apertura del Encuentro “La Universidad de Chile: Qué. Cómo, Para Qué”.
Facultad de Derecho Universidad de Chile. 12 de Octubre de 2010 

Voto Voluntario e Inscripción automática: dos propuestas vacías sin una reforma al régimen representativo | Nicolás Ocaranza

Mi primer argumento se sustenta en las estadísticas, por lo tanto, es proyectivo. Existen tres estudios de perfil académico –uno de Libertad y Desarrollo, otro de Alejandro Corvalán y Paulo Cox, más la encuesta UDP 2010- que confirman un diagnóstico común: hay una creciente desafección política de los jóvenes pertenecientes a las comunas de menores recursos de la Región Metropolitana (Recoleta, La Pintana, Estación Central) en contraste con los que viven en comunas de mayores ingresos (Las Condes, Ñuñoa) y una decreciente participación en los procesos electorales.

Los datos explicitados por esos estudios permiten cuestionar el argumento de quienes defienden el voto obligatorio apelando a que éste sería una forma de asegurar la igualdad en una democracia representativa entre aquellos ciudadanos de mayores recursos económicos y los más pobres -en el supuesto de que sólo las elites votarían en un sistema voluntario-. Si los datos duros muestran que con el actual sistema electoral de inscripción voluntaria y voto obligatorio ha bajado drásticamente la participación electoral de los jóvenes provenientes de las comunas de menores ingresos per cápita, la pregunta a la que un nuevo proyecto de ley debiera intentar responder es si ese fenómeno es un efecto de la inscripción voluntaria que podría revertirse con la inscripción automática o, si por el contrario, esto responde a una apatía y a un malestar con el sistema electoral y con la clase política.

Desde un punto de vista estadístico, es muy probable que el voto obligatorio aumente la participación electoral de esos miles de jóvenes que hoy se automarginan de las elecciones, pero ¿asegura el voto obligatorio que esa juventud apática elija responsablemente a uno de los dos bloques hegemónicos que han transformado al sistema político chileno en un duopolio? Si un grupo importante de chilenos que cumpliendo con los requisitos necesarios para votar decide no inscribirse en los registros electorales, es lógico pensar que ese electorado se inclinará indudablemente por un voto de rechazo al sistema o deambulará en la permanente indecisión. La defensa del voto obligatorio es otra muestra más de un conservadurismo que desconfía del pueblo y de una opción totalitaria que pretende obligar al ciudadano en lugar de mejorar su sistema político. Quienes creen en la obligatoriedad se sienten más cómodos logrando que las ovejas caminen disciplinadas a las urnas en vez de sentarse a pensar en una necesaria transformación del sistema político y electoral criollo. Si bien la inscripción automática y el voto obligatorio podrían mejorar los índices de participación, el sistema político chileno seguirá involucionando y quedará, tal como ahora, en manos de los ciudadanos más antiguos.

El segundo argumento se sustenta en una perspectiva ética-política. Pienso que participar en los procesos electorales es un derecho y no una obligación; por lo mismo, ejercer o no un derecho cívico como votar en las elecciones debe ser una decisión libre y soberana de cada ciudadano. Siempre será deseable que la participación política aumente, pues la democracia exige que la mayoría decida quien debe tomar las riendas de un gobierno, pero para que ello suceda debe primar en cada ciudadano un compromiso cívico que lo mueva a participar responsablemente en el juego de la democracia representativa. Desde este punto de vista, el voto voluntario -a diferencia del voto obligatorio- garantiza la libertad individual de cada ciudadano de participar o no en los procesos electorales. Sin embargo, es necesario crear una cultura cívica cuyo objetivo sea promover la participación responsable. Es por ello que el voto voluntario debe ir acompañado de un proyecto que implemente un programa educativo -en la educación básica y media- de valoración de la democracia y que promueva el compromiso cívico de la ciudadanía con la República (ejemplos de esto hay en Francia, Italia, Suiza y EE.UU).

El tercer argumento tiene que ver con la profundización de la democracia, en el entendido de que si se incrementan y perfeccionan los mecanismos políticos (representativos y participativos) aumentará proporcionalmente la participación electoral. Para lograrlo, debemos exigir y fomentar que los proyectos políticos futuros sean capaces de seducir y convocar al electorado, y eso no se logra con la obligatoriedad del voto, sino con partidos políticos que mejoren la calidad de sus propuestas en base a una clase política comprometida con el bien común y no con el interés particular. Esto sólo se podrá lograr cambiando el sistema binominal por un sistema proporcional que aumente la oferta partidaria y termine con el duopolio Concertación-Alianza. La participación electoral aumentaría si se incluyen nuevos mecanismos políticos de democracia directa que compensen el principal déficit del régimen representativo: un Parlamento cada vez más débil deliberando a espaldas de la ciudadanía. Como lo demuestran las experiencias de Suiza, Uruguay y Argentina, estos mecanismos fomentarían un involucramiento efectivo de la ciudadanía en el proceso legislativo y se revertiría con ello la creciente desafección ciudadana de los procesos electorales. Pasaríamos de esa manera a un sistema democrático mixto que no sólo fijaría la iniciativa legislativa en una esfera netamente representativa sino que expandiría su campo de acción hacia una esfera cada vez más participativa y menos dependiente de la agenda del poder Ejecutivo.

Toda reforma al régimen de inscripción electoral debe ir acompañada de una reforma general al sistema electoral, tarea que los gobiernos concertacionistas dejaron pendiente puesto que, sumando y restando, el sistema binominal les traía más beneficios que perjuicios.

La obligatoriedad es una medida desesperada para intentar que los apáticos regresen a las urnas, pero si la política es incapaz de seducirlos por la vía de las ideas ¿para qué obligar a participar en un sistema incapaz de ser verdaderamente representativo y participativo?