Hacia
el final de Los
detectives salvajes, novela de Roberto Bolaño, los jóvenes poetas Ulises
Lima y Arturo Belano, más dos acompañantes, atraviesan el desierto de Sonora a
bordo de un Chevrolet Impala, huyendo de un proxeneta de Ciudad de México y
siguiendo el rastro de la poeta Cesárea Tinajero. Recorren Caborca, Altar,
Sonoyta, Agua Prieta, Nogales y Santa Teresa, entre otras ciudades, bordeando
la frontera con Estados Unidos. El viaje transcurre con relativa calma a
principios de 1976. El mismo periplo, ahora, sería fatal para los jóvenes. Ese
territorio es disputado por los carteles de Sinaloa, Beltrán Leyva y Juárez. Y
por el ejército mexicano, que intenta recuperarlo.
Esta adversidad la vivió el reportero
Ed Vulliamy (1954), veterano de las guerras de Bosnia e Irak, en los viajes que
hizo en 2008 y 2009, cuando serpenteó los 3.380 kilómetros de la frontera que
comparten Estados Unidos y México. El resultado es Améxica, una tensa crónica
sobre el paisaje físico, humano e industrial de la zona fronteriza con mayor
tránsito de personas y mercancías del planeta, cruzada diariamente por un
millón de almas y cuyo intercambio comercial asciende a 367.400 millones de
dólares al año.
Actualmente, la vida ahí está
condicionada por la guerra civil librada desde el año 2000, tras la derrota del
PRI, entre los carteles de narcos para hacerse de “La Plaza”, el río de drogas
que fluye hacia el norte y que mueve 323.000 millones de dólares al año y que
sólo entre 2006 y 2010 dejó 40 mil muertos. A esto hay que añadir la presencia
del Ejército mexicano, sacado a las calles en 2006, en el marco de la llamada
“guerra contra el narcotráfico” del Presidente Felipe Calderón, dirigida desde
el Palacio Nacional en el DF y monitoreada por la Casa Blanca. Según Vulliamy,
desde que los soldados están en las calles, la violencia no ha disminuido; ha
aumentado.
Pero esta frontera está lejos de
Washington y el DF, los centros de poder donde se promulgan las leyes. La
frontera mexicano-estadounidense es, según Vulliamy, un “territorio por derecho
propio”, con un estilo de música (el norteño) y un argot (el espanglish)
característicos. Una dinámica particular desborda la separación política. A
esta región híbrida el autor le llama Améxica, en un juego de palabras que
alude a los mexicas, el pueblo azteca de lengua náhuatl, que emigró desde el
desierto hacia el sur para levantar su gran ciudad en Tenochtitlán -la futura
Ciudad de México-, mucho antes del Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, que
puso fin a las guerras mexicano-estadounidenses y que fijó la frontera actual.
El viaje de Vulliamy va de Oeste a
Este, del Pacífico al Golfo de México, y tiene tres etapas. Comienza en Tijuana,
frente a San Diego, donde los carteles de Beltrán Leyva, Sinaloa y Tijuana
están enfrentados con feroz crudeza. Luego atraviesa los desiertos de Sonora y
Arizona, donde se encuentra “El camino del Diablo”, el ancho pasillo de arena
que recorren los ilegales que entran a Estados Unidos
(muchos no llegan a destino). El negocio del tráfico humano es disputado por
los carteles como una forma de diversificar el negocio. El corazón del trayecto
es Ciudad Juárez, cuna de la Revolución de 1910 y, actualmente, la ciudad más
peligrosa del mundo, con una tasa de 191 asesinatos por cada 100 mil
habitantes. Allí, la anarquía criminal ha precipitado una guerra de todos
contra todos (carteles, bandas callejeras, policías, militares), alcanzando
cotas de crueldad inimaginables para una mente sana.
La tercera etapa del viaje comprende
dos tramos. Primero, entre Ciudad Acuña y Nuevo Laredo, pulmón industrial de la
frontera, donde el paisaje fue colonizado por las maquiladoras, las fábricas de
montaje en cadena exentas de aranceles que ofrecen condiciones de trabajo
miserables, pero que hacen girar los engranajes de la economía regional. En
Nuevo Laredo se encuentra el Puente Internacional Portal a las Américas, donde
ejércitos de camiones transportan el 40% del comercio entre Estados Unidos y
México: 97% de ese tráfico es legal; el resto son drogas que van hacia el norte
y armas (“ríos de hierro”), que van hacia el sur. Estas armas de última
generación suelen ser usadas en el último tramo del viaje, entre Nuevo Laredo y
Matamoros. Allí, hasta 2010 regía una Pax Mafiosa impuesta por el cartel del
Golfo y su brazo paramilitar, Los Zetas, sobre el derrotado cartel de Sinaloa.
Pero en 2010 la paz se quebró. Los Zetas se “independizaron” del cartel del
Golfo y pasaron a disputarle el poder a su matriz. Es la zona más caliente del
actual conflicto y el último incidente ocurrió hace unas semanas, cuando el
líder de Los Zetas, Heriberto “El Verdugo” Lazcano Lazcano, fue ultimado por la
marina mexicana. Su cadáver fue robado por Los Zetas horas más tarde, en un
episodio aún no aclarado.
La tesis que soporta este libro es
radical. Vulliamy dice que la violencia mexicana de las últimas dos décadas se
acentuó en 1994, con la entrada en vigor del Nafta, el Tratado de Libre
Comercio entre Canadá, Estados Unidos y México, que aceleró el flujo de drogas
y la migración ilegal hacia el norte y la instalación de maquiladoras en lado
mexicano de la frontera. La Pax Mafiosa establecida por el PRI con los carteles
-que les otorgaba territorios autónomos donde operar a cambio de cooperación-
se quebró con el triunfo del PAN, el 2000, obligando a los carteles a
reformularse para el mercado global.
En este sentido, afirma Vulliamy, los
carteles de narcos son empresas como cualquier otra, que aplican la lógica
comercial y siguen los mismos modelos de negocios que las multinacionales. Por
ejemplo, externalizando servicios: contratando sicarios y pandillas que no
forman parte del cartel, pero que por dinero trabajan para ellos. Son bandas
que, eventualmente, algún día serán carteles, como ocurrió con Los Zetas.
La guerra del narco, dice Vulliamy,
es una guerra de nuestros tiempos “pospolíticos”, “la primera verdadera guerra
del siglo XXI”. A diferencia de las guerras ideológicas, étnicas o religiosas
que se libraban por una causa o ideal, ésta se libra sólo por dinero. Por
dinero y por los mercados que lo aseguran. Y si hay algo que caracteriza a este
conflicto -además de su brutalidad a rajatabla- es que “ni la izquierda ni la
derecha han conseguido plantear la menor resistencia”.
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