La escritura -la verdadera escritura, que de uno u otro modo mira siempre a la cara a la Medusa- es como el rostro de Jano, bifronte: mira a la vida y, con igual necesidad, a la muerte. Son muy pocos los escritores que, como Jorge Semprún, obligan a ajustar cuentas con esta descarnada verdad. La escritura sustrae del oscuro, obtuso y necesario impulso de vivir en cualquier caso, aunque se haya pasado a través del infierno del lager. La escritura, ha dicho Semprún en un diálogo con Elie Wiesel, "me encierra en la muerte asfixiándome"; lo envuelve de nuevo en aquel "extraño olor" a carne quemada que salía de la chimenea de Buchenwald. Ese olor es la muerte, que Jorge Semprún ha afrontado y atravesado con indomable coraje por amor a la libertad de todos. Para continuar viviendo, quien ha regresado tiene también en parte que olvidarlo; tiene que actuar, pensar, amar, luchar como si aquel hedor no se hubiese quedado para siempre en su sentido del olfato, como si su mirada no conservase para siempre las imágenes del horror del lager. Pero ese impávido combatiente por la humanidad que es Semprún solo puede continuar viviendo si continúa hablando también en nombre de quien, a diferencia de él, no ha regresado del infierno del lager y no puede hablar: "No puedo vivir si no me hago cargo de esa muerte a través de la escritura, pero la escritura me impide literalmente vivir".