Entre las muchas distinciones ensayadas para entender a las grandes mentes que han dilatado nuestra percepción, hay una que a menudo implícita o explícitamente tenemos a la vista, pero que cierta pose desdeña con harta facilidad. Se trata de esa que distingue entre aquellas mentes que se dan a entender, que hacen un notorio y acaso natural esfuerzo por lograrlo, y aquellas otras que, a veces legítimamente, se contentan con hacer notar sus puntos sin agotarse en constatar si han sido anotados por su entorno. Es decir, se trata en suma de, por un lado, las mentes pedagógicas y, por el otro, las indiferentes a este pedimento.
Todos los grandes profetas de las grandes religiones o sabidurías fueron además portentosos pedagogos. Lo fueron Cristo, Buda, Mahoma y Zoroastro. Lo fueron Sócrates y Aristóteles. Lutero lo fue, como lo fueron Lessing, Schiller y especialmente Goethe. Los enciclopedistas franceses, y el solitario Jovellanos. Lo fue tanto Marx, como el didáctico Brecht. Bach fue un pedagogo de pedagogos en vida y —en la muerte— gracias a muchas de sus obras. El clavecín bien temperado es un ejemplo de la alta asignatura alcanzada por una manualística procedimental ideada para un instrumento entonces tan artificial. Las novelas de Balzac, Austen, Dickens y Víctor Hugo han sido obras de la más fina instrucción sociológica. Pero no es Joyce un pedagogo, ni lo es Virginia Woolf. No lo fue Hegel en sus momentos esotéricos, Rimbaud y Celan. No lo fue Wittgenstein, al menos no con la misma fuerza y preocupación que los anteriores. No lo fue Andy Warhol ni John Cage. pero sí Ezra Pound, en muchos de sus cantos por difíciles que sean, T.S. Eliot, con sus notas al pie que lo explicitaron y condenaron bajo una definición apresurada, Edith Stein como archivista de Husserl, profesora de tomismo y fenomenología; lo fue Arnold Schönberg con su escuela y su no-discípulo Hanns Eisler. Como la Cordelia del King Lear de Shakespeare, quienes carecen de pedagogía a veces adolecen de un exceso de genio. De ahí su incapacidad para explicitarse, para convencer e incluso para el fraseo. En cambio, el loco bufón de Lear, en su desparpajo, es capaz de convencer y domesticar a su errático amo.