Titular de la cátedra de historia de política moderna y contemporánea en  el Collège de France, ese hombre sereno y afable de 59 años construye  desde hace más de dos décadas una obra principalmente consagrada a la  profundización de la experiencia democrática. 
 
 Rosanvallon egresó de una facultad de comercio en los años 60 y poco  después se cruzó con Michel Foucault, quien despertó su interés por la  historia. Mayo del 68 y su militancia universitaria lo orientaron  rápidamente hacia esa nueva izquierda, moderna y liberal, que hizo su  aparición en los años 70. Rosanvallon es considerado uno de los  creadores de esa nueva corriente, denominada en Francia "la segunda  izquierda", cuyo gran exponente político fue el ex primer ministro  socialista Michel Rocard. 
 
 Fue precisamente para promover esas ideas que en 1982 creó, con el  historiador François Furet, la Fundación Saint-Simon. La institución se  transformó rápidamente en un exclusivo círculo de intelectuales  antitotalitarios y empresarios sociales, en un nexo entre la nueva  izquierda y la centroderecha, y en una máquina de crear consenso  político. 
 
 Quince años después, más atraído por la investigación que por las  veladas mundanas, Rosanvallon cerró la fundación y creó La República de  las Ideas. Los trabajos de ese "taller intelectual" -como él mismo lo  define- son publicados en una colección especial que ha tenido un éxito  inesperado. 
 
 En  Contrademocracia  - que fue  publicado en Francia este año  poco antes de las elecciones presidencia y aquí se presentará a fines de  octubre, con la presencia del autor a quien la UBA le dará un doctorado  Honoris Causa-, Rosanvallon continúa asumiendo su papel de escrutador  de la democracia moderna, desmenuzando sus cambios y sus evoluciones.  "Hubo una época en que la vigilancia de los ciudadanos era constructiva,  colectiva y política, es decir, preocupada por el bien común. Hoy, esa  vigilancia se ha vuelto destructiva, categorial y cada vez más  desconectada de lo político", explicó a LA NACION en una entrevista  exclusiva en sus oficinas del Collège de France. Sin embargo, para ese  entomólogo de los procesos sociales, no todo está perdido. 
 
 -¿Cuáles son las razones de la pérdida de confianza de los  ciudadanos en sus dirigentes y en los actuales sistemas democráticos? 
 
 -Para comenzar, hay una razón que podríamos considerar estructural. Por  un lado, el hombre contemporáneo parece haber perdido confianza en la  idea de progreso; por el otro, la aparición de lo que podríamos llamar  una "sociedad del riesgo" parece haber contribuido a fomentar la  desconfianza de los ciudadanos. Pero también existe una dimensión  auténticamente política que explica la pérdida de confianza. Me refiero a  que, en la actualidad, es mucho más fácil para un ciudadano controlar  el poder, forzarlo, hasta bloquearlo, que tratar de reformarlo para que  sirva mejor al interés general. En realidad, la inversión que implica el  voto ha pasado a ser percibida como "menos rentable". Pero atención, es  necesario evitar todo juicio de valor sobre esta evolución. Este cambio  responde, en realidad, a la aparición de nuevas formas de actividad  democrática que no se pueden comprender si uno se limita a repetir los  lamentos de moda sobre el tema del ciudadano pasivo y descreído. 
 
 -¿Por qué? ¿No es terrible ese desapego? 
 
 -En verdad, la desconfianza no quiere decir repliegue o desinterés por  la política. Es una paradoja sólo aparente, que es necesario analizar  para poder comprender lo que yo llamo "contrademocracia". 
 
 -¿Y qué es esa contrademocracia? 
 
 -Hay dos escenarios fundamentales de la actividad democrática. El  primero es la vida electoral, la confrontación de programas. En otras  palabras, la vida política en el sentido más tradicional del término: su  objetivo es organizar la confianza entre gobernantes y gobernados. Pero  también existe otro escenario, constituido por el conjunto de las  intervenciones ciudadanas frente a los poderes. Esas diferentes formas  de desconfianza se manifiestan fuera de los períodos electorales y  representan lo que yo llamo "contrademocracia". No porque esas formas de  expresión se opongan a la democracia, sino porque se trata de un  ejercicio democrático no institucionalizado, reactivo, una expresión  directa de las expectativas y decepciones de una sociedad. Junto al  pueblo elector, también existe -y cada vez más- un pueblo que vigila, un  pueblo que veta y un pueblo que controla. 
 
 -En su libro, "  Contrademocracia  ", usted afirma que hay formas muy variadas de ejercicio democrático no institucionalizado. ¿Cuáles, por ejemplo? 
 
 -El ciudadano contemporáneo se conforma cada vez menos con otorgar  periódicamente su confianza en el momento de votar. Ahora pone a prueba a  sus gobernantes. Esta actitud se ha transformado en una característica  esencial de la vida democrática actual. Para ello, ejerce antes que nada  una acción de vigilancia. El hombre moderno sabe que el espacio común  se construye día a día y que debe estar atento al riesgo de corrupción  del proceso democrático. La segunda función de la desconfianza es la  actitud crítica: el ciudadano analiza la distancia que separa la acción  de las instituciones del ideal republicano. Esa crítica impide que la  sociedad se duerma sobre una idea de la democracia sólo concebida como  "el menor de los males". El ideal de la ciudadanía debe ser, en efecto,  organizar el bien común. Por fin, la tercera dimensión de la ciudadanía  contrademocrática es la apreciación argumentada: la vida de la  democracia no es la charla en el café de la esquina, es hallar una forma  argumentada de discutir y de juzgar a los poderes. 
 
 -Explicado de esa manera, es verdad que la desconfianza alimenta la vida democrática. 
 
 -Al contrario de lo que se piensa comúnmente, la desconfianza no es en  sí misma un veneno mortal. El gran liberal Benjamin Constant [político  franco-suizo, 1767-1830] decía que "toda buena Constitución debe ser un  acto de desconfianza". La desconfianza también participa de la virtud  republicana de la vigilancia. El buen ciudadano no es únicamente un  elector periódico. También es aquél que vigila en forma permanente, el  que interpela a los poderes públicos, los critica y los analiza. Alain  [filósofo francés, 1868-1951] repetía que, para estar viva, la  democracia debía asumir la forma de poderes activos de control y  resistencia. 
 
 -¿Qué formas específicas adquiere la práctica contrademocrática? 
 
 -Manifestaciones, firmas de peticiones, expresiones colectivas de  solidaridad, ONG, grupos de presión  En Francia, una manifestación  típica de contrademocracia fue el movimiento popular de protesta contra  el Contrato de Primer Empleo (CPE), que el ex premier Dominique de  Villepin tuvo que retirar. 
 
 -Usted habla de legitimidad de esos nuevos movimientos sociales.  Pero, ¿en qué reside la legitimidad de movimientos que no siempre son  transparentes y, a veces, hasta son manipulados? 
 
 -Los nuevos movimientos sociales no buscan tener adherentes (aunque  tengan algunos). Son instituciones que lanzan alertas, que plantean  cuestiones importantes, que construyen la atención pública como una  cualidad democrática. Lo único que puede controlar a esos movimientos es  el pluralismo. Es decir, si uno de ellos quisiera apropiarse de una  cuestión precisa -por ejemplo de la exclusión social-, otros aparecerían  para disputarle el monopolio de la representación o de su defensa. 
 
 -Pero, según usted, la frontera es frágil entre una buena contrademocracia y el peor de los peligros, el populismo.
 
 
 -Esa línea divisoria en muy frágil, en efecto. Entre la contrademocracia  de la vigilancia y su caricatura, que se inclina hacia el nihilismo, no  hay mucha distancia. Es fácil pasar de una a la otra. Y ése es el  problema. 
 
 -¿Cuáles son las características de ese populismo? 
 
 -Lo propio del populismo reside en el hecho de que radicaliza la  democracia de vigilancia y de obstaculización, hasta el punto de llegar a  lo impolítico. En ese proceso, la preocupación activa y positiva de  vigilar la acción de los poderes y de someterlos a la crítica se  transforma en una estigmatización compulsiva y permanente de los  gobernantes, hasta convertirlos en una suerte de potencia enemiga,  radicalmente exterior a la sociedad. Esos impugnadores contemporáneos no  designan ningún horizonte; su actitud no los lleva a una acción crítica  creativa. Esa gente expresa simplemente, en forma desordenada y  furiosa, el hecho de que han dejado de encontrarle sentido a las cosas y  son incapaces de hallar su lugar en el mundo. Por otro lado, creen que  sólo pueden existir condenando a las elites a los infiernos, sin  siquiera intentar tomar el poder para ejercerlo. 
 
 -¿Cuál es la función de los intelectuales en la contrademocracia? 
 
 -Ser ciudadano no es sólo expresar sus preferencias, es saber comprender  lo mejor posible el mundo, para ser capaz de actuar y de pesar sobre el  curso de los acontecimientos. El intelectual produce un suplemento de  comprensión y, de este modo, ayuda a producir un suplemento de acción:  mientras más inteligencia colectiva hay, mayor es la presencia  ciudadana. 
 
 -¿Qué papel pueden jugar los medios en ese esfuerzo de inteligibilidad? 
 
 -Más que responsables, los medios de comunicación son un reflejo de esta  "democracia impolítica". Pero "los medios" no quiere decir nada. La  generalización impide distinguir la función de construcción y  deliberación que existe en ciertos diarios y radios y las funciones de  adormecimiento democrático practicadas por otros. En Francia,  difícilmente se puede poner en el mismo cesto a una revista "del  corazón" como  Closer  y a las emisiones de la radio France-Culture. En su país seguramente sucede lo mismo. 
 
 -¿Y dónde se sitúa Internet? 
 
 -Internet es más que un medio. Es la manifestación más adecuada de lo  que verdaderamente es la opinión: una expresión caótica y diseminada que  funciona por imitación y propagación, y no la expresión coordinada,  unificada del sentimiento colectivo. Internet nos recuerda que la  opinión es un proceso imperioso, ingobernable y hasta indefinible,  cuando -quizás demasiado rápido- habíamos creído que nos hallábamos en  la era de los grandes medios televisivos cuya función era transmitir una  forma de expresión coherente y unificada. Esta diseminación plantea un  problema fundamental, pues la democracia no es la expresión multiplicada  de opiniones individuales ni la circulación de esas opiniones: es la  construcción de un mundo común. Pero, para construir un foro cívico, la  circulación no basta, es necesaria la cristalización. Y eso es  precisamente lo que falta en la actualidad. Faltan esos sitios de  síntesis y esos momentos de cristalización. 
 
 -¿Cómo se hace entonces para provocar un debate creativo, para  "cristalizar", organizar la contrademocracia en torno a un bien común? 
 
 -El ciudadano debe comprender que, más allá de las formas individuales  de desconfianza que todos conocemos, es posible lograr formas de  confrontación y de construcción coherentes. Los diarios tienen su papel  en ese esfuerzo: el de lograr que los procesos sean inteligibles. Y,  sobre todo, es urgente que los políticos respondan a esa expectativa, en  vez de focalizarse en la construcción de sus imágenes o, incluso, de  sus programas.