Aunque la reflexión en torno al Bicentenario ha estado floja, se advierten algunos alcances a los que no haríamos mal en prestar oído. Desde luego, a cierta complacencia, tónica reiterada en los balances de estos días. En efecto, cada vez que se compara con lo que pasaba hace 100 ó 200 años, siempre salimos bien parados, lo que es obvio. De ahí que nadie objete que el presente sea más favorable que el pasado. El país habría progresado, sería más inclusivo socialmente, y lo que se espera del futuro es que siga confirmando esta tendencia secular.
Ahora, cuánto de todo esto se debe a nuestro desarrollo político e institucional, curiosamente, es tema vedado. La historia reciente nos divide, por eso se le hace el quite. Lo cual es paradójico, porque si hemos llegado adonde estamos -cada vez más modernos- es, en gran medida, porque no ha habido grupo social organizado ni expresión política chilena (de derechas a izquierdas) que no haya estado a favor del cambio.
Tampoco nos detenemos a evaluar en qué sentido la modernización ha sido "a costa de": cómo ha afectado la estabilidad institucional, las lógicas sociales heredadas, o cierta quietud mínima sana para que funcionemos en paz. Es decir, se advierte una apuesta universal por el progreso o el desarrollo, pero se omiten sus desenfrenos.
Llama también la atención que hayan dejado de convencer quienes sostienen que Chile sería un todo indivisible. Salvo unos pocos que siguen insistiendo majaderamente en que existiría un "ser" o "alma" nacional (argumento más nacionalista que conservador), la generalidad de los comentaristas concuerda en que el país es más plural, llevándonos también a reconocer retrospectivamente la multiplicidad pasada. De ahí que hayan ido cundiendo las demandas y rescates de diversidades silenciadas de género, étnicas o sociales, a la vez que se enjuicia dura e injustamente, a veces, a las elites y grupos privilegiados.
Un dato recientemente sacado a luz por el INE avala lo anterior. Al parecer, en la actualidad viviría, aproximadamente, la mitad de la población nacida en el territorio nacional durante estos últimos 200 años. Dato demográfico que debilita el peso del pasado, a la par que respalda la idea de que este país sería más "joven", "nuevo" o en proceso de volver a "hacerse". Razón adicional para que prestemos más atención a la historia contemporánea, aunque duela e incomode.
En otras palabras, lo que debiera importarnos es el presente y su historia reciente. Es desde ese "aquí y ahora" conflictivo que podemos volver al pasado más pretérito, hacerle preguntas duras, validarlo, contextualizarlo y criticarlo. Lo otro es patrimonialismo mal entendido, anecdótico o anacrónico. Por supuesto que es entretenido saber qué comían, cómo se divertían y en qué roscas personales andaban los próceres patrios dos siglos atrás, pero de ahí a suponer que esa es la historia que nos "habla" e interpela hoy es tonto.
Los temas urgentes que debieran enmarcar la discusión son otros: ¿qué tan independiente es Chile hoy, qué tan libres somos los chilenos, qué tan dueños de nuestra historia podemos llegar a convertirnos como sociedad fundada en la razón y en el entendimiento pacífico en un futuro cercano? Nuestros antepasados, más que seguro, esperaban eso de nosotros.
Alfredo Jocelyn-Holt
Profesor de la Universidad de Chile
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