El lunes 23 de enero, el Senado francés votará un proyecto de ley que pretende penalizar la negación del genocidio armenio de 1915, además de otros sucesos caracterizados como genocidio en las leyes francesas. La ley ya ha superado la Asamblea Nacional, la Cámara baja del Parlamento francés. El Senado debería rechazarla, en nombre de la libertad de expresión, la libertad de investigación histórica y el artículo 11 de la pionera declaración francesa de los derechos del hombre y el ciudadano proclamada en 1789 (“la libre comunicación de ideas y opiniones es uno de los derechos más preciados...”).
La cuestión aquí no es si las atrocidades cometidas contra los armenios en los últimos años del Imperio Otomano fueron terribles, ni si deben ser reconocidas en la memoria turca y europea. Lo fueron y deben serlo. La cuestión es: ¿debe ser un delito, en virtud de la ley francesa o de otros países, poner en duda que aquellos terribles acontecimientos constituyan genocidio, un término utilizado en el derecho internacional? En el pasado, sin quitar importancia al sufrimiento de los armenios, el famoso especialista en el Imperio Otomano Bernard Lewis ha refutado precisamente ese punto. ¿Y está preparado y autorizado el Parlamento francés para erigirse en tribunal de la historia mundial y dictar veredictos sobre el comportamiento pasado de otros países? La respuesta es: no y no.
Para complicarlo más, la ley penalizaría no solo la “negación” del genocidio armenio, sino su “minimización escandalosa”. Como destaca Françoise Chandernagor, de la campaña Libertad para la historia, ese matiz introduce un concepto vago incluso para lo normal en las leyes de la memoria. Si los cálculos turcos de la cifra de armenios fallecidos son de unos 500.000 y los armenios de alrededor de 1,5 millones, ¿qué sería minimización? ¿547.000? ¿Y habría que detener al primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, por esa “minimización” en su próxima visita oficial a Francia? (El proyecto de ley prevé una multa de 45.000 euros y un año de prisión).
Si tenemos una opinión benévola de la naturaleza humana en general, y de la política francesa en particular, podríamos decir que se trata de un torpe intento de hacer realidad un noble propósito. Pero eso sería una ingenuidad. Existe una correlación llamativa entre la aparición de estas propuestas en el Parlamento francés y la proximidad de las elecciones nacionales, en las que aproximadamente medio millón de votantes de origen armenio desempeñan un papel importante. Las leyes francesas reconocieron oficialmente que lo que les sucedió a los armenios era un genocidio en diciembre de 2001, justo antes de las elecciones presidenciales y parlamentarias. En la Cámara baja se aprobó (la Cámara alta lo rechazó) un proyecto de ley similar al actual en 2006, en vísperas de las elecciones de 2007. ¿Y qué va a haber este año? Elecciones.
No todos los dirigentes del partido de Nicolas Sarkozy, la UMP, han apoyado el proyecto de ley propuesto por uno de sus propios parlamentarios. El ministro de Exteriores, Alain Juppé, se opone. Pero eso es porque le preocupan las repercusiones en las relaciones de Francia con Turquía. La reacción del Gobierno turco ha sido vehemente, como era de esperar. Retiró a su embajador como protesta, y el primer ministro Erdogan dijo que “aproximadamente el 15% de la población de Argelia sufrió una matanza a manos de los franceses a partir de 1945. Eso es genocidio”.
Es decir, una tragedia que debería ser materia de una conmemoración seria y un debate histórico en libertad, en el que se presentaran incluso las hipótesis más extrañas para confrontarlas con las pruebas existentes, queda reducida a un instrumento de manipulación política, las palabras hirientes de un político. El recuento de cadáveres de ayer interviene en el recuento de votos de mañana. Si tú me acusas de genocidio, yo te acuso también a ti.
Mientras tanto, los intelectuales turcos que —como el escritor y premio Nobel Orhan Pamuk— se han atrevido a decir que lo que hicieron con los armenios fue genocidio, corren peligro de ser procesados en su país. Lo que es una verdad oficial en Francia es una mentira oficial en Turquía.
Pero estos son actos simbólicos, más que reales. En un país como Francia, y, con muchas más dificultades, en Turquía, Internet permite a la gente encontrar esas opiniones prohibidas de todas formas. Basta con apretar un par de veces el ratón.
En realidad, este no es más que el último ejemplo de un problema mucho más amplio. ¿Qué límites debe tener la libertad de expresión en la era de Internet? ¿Qué normas deben regirla en un mundo interconectado? ¿Y quién debe fijarlas? Estas son algunas de las preguntas que se abordan en un proyecto denominado Debate sobre la Libertad de Expresión, Free Speech Debate (www.freespeechdebate.com), que acabamos de poner en marcha en la Universidad de Oxford. Entre los 10 borradores de principios que proponemos para debate, crítica y revisión, hay uno que tiene especialmente que ver con la controversia del genocidio armenio. Es el que dice que “no permitimos tabúes en la discusión y la difusión del conocimiento”.
Es evidente que las leyes de la memoria como la que se ha propuesto en Francia no superan esta prueba; pero no son el único caso. En Reino Unido, el escritor científico Simon Singh tuvo que defenderse en una prolongada querella por libelo a propósito de sus críticas de lo que afirmaban los impulsores de los tratamientos quiroprácticos. La Iglesia de la Cienciología utiliza sus derechos de propiedad sobre las inmortales palabras de L. Ron Hubbard para impedir que la gente vea los supremos secretos del Thetan (si les interesa, busquen en Internet Operation Clambake). El miércoles 18 de enero, la versión en inglés de Wikipedia permaneció en negro durante 24 horas para protestar contra el proyecto de ley contra la piratería en Estados Unidos, SOPA, que, en la versión que está ahora en el Congreso tendría unas consecuencias desastrosas para la libre difusión del conocimiento en Internet.
Existen otros casos mucho más difíciles. A finales del año pasado, el Consejo Asesor Nacional de Ciencia y Bioseguridad de Estados Unidos pidió a las revistas Science y Nature que no publicaran los detalles de un estudio sobre una forma fácilmente transmisible del virus H5N1, el de la gripe aviar, por temor a que los bioterroristas pudieran hacer uso de él.
¿Y qué decir de los que niegan las causas del sida? Cuando el presidente sudafricano Thabo Mbeki habló en apoyo de esa postura, el resultado bastante directo fue la muerte de cientos de miles de personas que, en caso contrario, habrían podido recibir el tratamiento debido. Es complicado sostener el principio de “no permitir tabúes” ante casos tan delicados.
Ahora bien, el oportunista y mal concebido proyecto de ley de Francia no tiene nada de caso delicado. Aquí, la cosa está clara. El Senado francés debe dar ejemplo al Congreso de Estados Unidos en la defensa de la libertad intelectual.
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