¿Qué es una novela? Una novela es todo aquello que se lee como tal; es decir: si algún lector fuese capaz de leer la guía de teléfonos de Madrid como una novela, la guía de teléfonos de Madrid sería una novela. En este sentido no hay duda de que mi libro Anatomía de un instante (Mondadori, 2009) es una novela. ¿Lo es también en algún otro? No lo sé. Lo que sí sé es que a algunos lectores les ha parecido un libro raro.
Quizá lo es. Anatomía explora el instante en que, durante la tarde del 23 de febrero de 1981, un grupo de militares golpistas entró disparando en el abarrotado Parlamento español y sólo tres de los parlamentarios se negaron a obedecer sus órdenes y tirarse bajo los escaños: el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; el vicepresidente, general Gutiérrez Mellado; y el secretario general del partido comunista, Santiago Carrillo. Tratar de agotar el significado del instante en que esos tres hombres decidieron jugarse el tipo por la democracia -precisamente ellos tres, que la habían construido tras haberla despreciado durante casi toda su vida- obliga a indagar en sus biografías y en los azares inverosímiles que las unen y las separan, obliga a explicar el golpe del 23 de febrero, obliga a explicar la conquista de la democracia en España. La forma en que el libro lo hace es peculiar. Anatomía parece un libro de historia; también parece un ensayo; también parece una crónica, o un reportaje periodístico; a ratos parece un torbellino de biografías paralelas y contrapuestas girando en una encrucijada de la historia; a ratos incluso parece una novela, tal vez una novela histórica. Es absurdo negar que Anatomía es todas esas cosas, o que al menos participa de ellas. Ahora bien: ¿puede un libro así ser fundamentalmente una novela? De nuevo: ¿qué es una novela?
La novela moderna es un género único porque diríase que todas sus posibilidades están contenidas en un único libro: Cervantes funda el género en el Quijote y al mismo tiempo lo agota -aunque sea volviéndolo inagotable-; o dicho de otro modo: en el Quijote Cervantes define las reglas de la novela moderna acotando el territorio en el que a partir de entonces nos hemos movido todos los novelistas, y que todavía no hemos terminado de colonizar. ¿Y qué es ese género único? ¿O qué es al menos para su creador? Para Cervantes la novela es un género de géneros; también, o antes, es un género degenerado. Es un género degenerado porque es un género bastardo, un género sine nobilitate, un género snob; los géneros nobles eran, para Cervantes como para los hombres del Renacimiento, los géneros clásicos, aristotélicos: la lírica, el teatro, la épica. Por eso, porque pertenecía a un género innoble, el Quijote apenas fue apreciado por sus contemporáneos, o fue apreciado meramente como un libro de entretenimiento, como un best seller sin seriedad. Por eso no hay que engañarse: como dijo José María Valverde, Cervantes nunca hubiese ganado el Premio Cervantes. Y por eso también Cervantes se preocupa en el Quijote de dotar de abolengo a su libro y lo define como "épica en prosa", tratando de injertarlo así en la tradición de un género clásico, y de asimilarlo. Dicho esto, lo más curioso es que es precisamente esta tara inicial la que termina constituyendo el centro neurálgico y la principal virtud del género: su carácter libérrimo, híbrido, casi infinitamente maleable, el hecho de que es, según decía, un género de géneros donde caben todos los géneros, y que se alimenta de todos. Es evidente que sólo un género degenerado podía convertirse en un género así, porque es evidente que sólo un género plebeyo, un género que no tenía la obligación de proteger su pureza o su virtud aristocráticas, podía cruzarse con todos los demás géneros, apropiándose de ellos y convirtiéndose de ese modo en un género mestizo. Eso es exactamente lo que es el Quijote: un gran cajón de sastre donde, atadas por el hilo tenuísimo de las aventuras de don Quijote y Sancho Panza, se reúnen en una amalgama inédita, como en una enciclopedia que hace acopio de las posibilidades narrativas y retóricas conocidas por su autor, todos los géneros literarios de su época, de la poesía a la prosa, del discurso judicial al histórico o el político, de la novela pastoril a la sentimental, la picaresca o la bizantina. Y, como eso es exactamente lo que es el Quijote, eso es exactamente también lo que es la novela, y en particular una línea fundamental de la novela, la que va desde Sterne hasta Joyce, desde Fielding o Diderot hasta Perec o Calvino.
Más aún: quizá cabría contar la historia de la novela como la historia del modo en que la novela intenta apropiarse de otros géneros, igual que si nunca estuviese satisfecha de sí misma, de su condición plebeya y de sus propios límites, y aspirara siempre, gracias a su esencial versatilidad, a ser otra, luchando por ampliar una y otra vez las fronteras del género. Esto es ya visible en el siglo XVIII, cuando sobre todo los ingleses se apoderan de la novela (o a los españoles se nos escapa literalmente de las manos), aprendiendo mucho antes y mucho mejor que nosotros la lección de Cervantes, pero se hace evidente a partir del XIX, que es el siglo de la novela porque es el siglo en que la novela pelea a brazo partido por dejar de ser un mero entretenimiento y conquistar un lugar entre los demás géneros nobles. Balzac aspiraba a equiparar la novela a la historia, y por eso afirma famosamente que "la novela es la historia privada de las naciones". Años después Flaubert, a la vez principal seguidor y principal corrector de Balzac, no se conformaba con ello y, según es posible advertir aquí y allá en su correspondencia, se obsesiona con la ambición de elevar la prosa a la categoría estética del verso, con el sueño de conquistar para la novela el rigor y la complejidad formal de la poesía. Muchos de los grandes renovadores de la narrativa de la primera mitad del siglo XX adoptan a Flaubert como modelo y, cada uno a su modo -Joyce regresando a la multiplicidad estilística, narrativa y discursiva de Cervantes, Kafka regresando a la fábula para construir pesadillas, Proust exprimiendo hasta el límite la novela psicológica-, prolongan el propósito de Flaubert, pero algunos, sobre todo algunos escritores en alemán -un Thomas Mann, un Robert Musil-, pugnan por dotar a la novela del espesor del ensayo, convirtiendo las ideas filosóficas, políticas e históricas en elementos tan relevantes en la novela como los personajes o la trama. Tampoco el periodismo, uno de los grandes géneros narrativos de la modernidad, se ha resistido al apetito omnívoro de la novela. El New Journalism de los años sesenta pretendía, como afirmaba Tom Wolfe, que el periodismo se leyera igual que la novela, entre otras razones porque usaba las estrategias de la novela, pero el resultado no fue sólo que el periodismo canibalizó la novela, sino también que la novela -A sangre fría de Truman Capote, digamos- canibalizó el periodismo, digiriendo los recursos de éste y convirtiendo la materia periodística en materia de novela.
Épica, historia, poesía, ensayo, periodismo: esos son algunos de los géneros literarios que la novela ha fagocitado a lo largo de su historia; esos son también algunos de los géneros de los que, a su modo, participa Anatomía, un libro que, desde este punto de vista, quizá no quede más remedio que considerar como una novela, aunque solo sea porque, de Cervantes para acá, a este tipo de libros mestizos solemos llamarlos novelas. Por lo demás, vale decir que Anatomía no es por supuesto un libro aislado o excepcional; otros libros de autores contemporáneos exploran territorios colindantes con el suyo. De hecho, la hibridación de géneros es, además de un rasgo esencial de la novela, un rasgo esencial del postmodernism. Borges, acaso el fundador involuntario del postmodernism, tardó casi cuarenta años en encontrarse a sí mismo como narrador, y lo hizo con un relato titulado 'El acercamiento a Almotásim' que se publicó en un libro de ensayos, Historia de la eternidad, y que adoptaba la forma de un ensayo, la reseña de un libro ficticio titulado The Approach to Al-Mu'tasim. Esta mezcla de ficción y realidad, de narración y ensayo, es lo que le abre a Borges las puertas de sus grandes libros. Así, en Borges el relato y el ensayo se confunden y fecundan; de igual modo lo hacen en determinados autores contemporáneos -de Sebald a Magris, de Kundera a Coetzee- que indagan en los confines del género y tratan así de expandir, o simplemente de colonizar por completo, el territorio cartografiado por el Quijote. En todo caso, a esa tarea de expansión o colonización del territorio de Cervantes quiere sumarse modestamente Anatomía, y esa es otra razón por la que el libro admite una lectura novelesca.
Pero no es la última; ni desde luego la más elemental. La más elemental es que yo soy ante todo un novelista, y que, aunque también he practicado el ensayo o la crónica, en este libro no he operado como un cronista o un ensayista, sino como un novelista: la estructura del libro es novelesca, muchos de sus procedimientos técnicos son novelescos, elementos esenciales de la narración, como la ironía o el multiperspectivismo, son consustanciales al género, igual que lo son la visión ambigua y poliédrica de la realidad que a través de ellos se ofrece; mi preocupación principal mientras escribía el libro, en fin, fue la forma, y un escritor en general -y un novelista en particular- es alguien concernido ante todo por la forma, alguien que siente que en literatura la forma es el fondo y que piensa que sólo a través de la forma es posible acceder a una verdad que de otro modo resultaría inaccesible.
Y hay más. Sin duda los géneros literarios se distinguen por sus rasgos formales, pero tal vez también por el tipo de preguntas que plantean y por el tipo de respuestas que dan. Así, las preguntas centrales que ante el golpe del 23 de febrero formularía un libro de historia, o un ensayo, podrían ser estas: ¿qué ocurrió el 23 de febrero en España?; o ¿quién fue en realidad Adolfo Suárez? En cambio, es muy improbable que un libro de historia o un ensayo formulase la pregunta central que formula Anatomía: ¿por qué permaneció Adolfo Suárez sentado en su asiento el 23 de febrero mientras las balas de los golpistas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso? Para intentar responder a esta última pregunta son desde luego indispensables los instrumentos del historiador, del periodista, del ensayista, del biógrafo, del psicólogo, pero la pregunta es una pregunta moral; una pregunta muy parecida a la que se plantea, por ejemplo, Soldados de Salamina (Tusquets, 2001): ¿por qué durante la Guerra Civil un soldado republicano salvó la vida de Rafael Sánchez Mazas cuando todas las circunstancias conspiraban para que lo matase? Dado que son preguntas morales, tanto la pregunta central de Soldados como la de Anatomía son preguntas esencialmente novelescas, y resultan impertinentes o carecen de sentido como preguntas centrales en un libro de historia o un ensayo. Pero además, como digo, un género literario no sólo se distingue por las preguntas que formula sino también por las respuestas que da a esas preguntas. Pues bien, al final de Soldados, después de la larga búsqueda en que consiste el libro, no sabemos por qué el soldado republicano le salvó la vida a Sánchez Mazas, ni siquiera estamos seguros de quién era ese soldado: la respuesta a la pregunta es que no hay respuesta; o mejor dicho: la respuesta a la pregunta es la propia pregunta, la propia búsqueda, el propio libro. Lo mismo ocurre en Anatomía: después de la larga búsqueda en que consiste el libro, no sabemos por qué Adolfo Suárez permaneció inmóvil en su asiento mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo; durante la búsqueda, el libro responde desde luego a las preguntas que se hubieran hecho el historiador o el ensayista -por ejemplo: el 23 de febrero fue el principio de la democracia en España y el final del franquismo y de la Guerra Civil; por ejemplo: Adolfo Suárez fue un colaboracionista del franquismo y un trepador social y político convertido finalmente en héroe de la democracia-; pero la pregunta novelesca, la pregunta central, queda sin respuesta o, de nuevo, la respuesta es la propia pregunta, la propia búsqueda, el propio libro. En suma: si es posible definir la novela como un género que persigue proteger las preguntas de las respuestas, esto es, como un género que rehúye las respuestas claras y unívocas y que sólo admite formularse preguntas que no pueden ser contestadas o preguntas que exigen respuestas ambiguas, complejas, plurales y en todo caso esencialmente irónicas, entonces, si es posible definir así la novela, no hay duda de que Anatomía es una novela.
Admitamos entonces que, tal vez, Anatomía de un instante es una novela. No hay duda, sin embargo, de que no es una ficción. ¿Significa esto que a fin de cuentas mi libro no es una novela? ¿Están obligadas todas las novelas a ser ficción? ¿Por qué no es una ficción Anatomía?
En marzo de 2008 yo llevaba más de dos años trabajando en una novela donde mezclaba ficción y realidad para narrar el golpe de Estado del 23 de febrero y el triunfo de la democracia en España a partir del mismo instante en torno al cual gira Anatomía. De hecho, por entonces acababa de terminar un segundo borrador de la novela, pero no estaba satisfecho con él: algo esencial fallaba y no sabía lo que era. Desesperado, para olvidarme unos días de mi novela fracasada me marché de vacaciones con mi familia. Fue entonces cuando leí en un artículo de Umberto Eco que, según una encuesta publicada en el Reino Unido, la cuarta parte de los ingleses pensaba que Winston Churchill era un personaje de ficción. Y fue entonces cuando creí comprenderlo todo. El golpe del 23 de febrero es en España una ficción, una gran ficción colectiva construida durante los últimos 30 años a base de especulaciones noveleras, recuerdos inventados, leyendas, medias verdades y simples mentiras. La explicación de este delirio es compleja, pero guarda relación con un hecho simple: el golpe del 23 de febrero fue un golpe sin documentos o sin eso que gran parte de la historiografía suele llamar documentos, de manera que los historiadores han dejado el trabajo de contar el golpe a los propios golpistas, a periodistas con muchas prisas y pocos escrúpulos y a la fantasía popular, con el resultado de que durante décadas han circulado impunemente por España las más disparatadas versiones del golpe. Una gran ficción colectiva, repito, algo quizá sólo comparable a lo que el asesinato de Kennedy representa en Estados Unidos. Eso es lo que creí comprender durante aquellas vacaciones. Eso y también, de inmediato, que escribir una ficción sobre otra ficción era una operación redundante, literariamente irrelevante; lo que podía ser literariamente relevante era realizar la operación contraria: escribir un relato cosido a la realidad, desprovisto de ficción, despojado de todas las novelerías, leyendas y disparates que a lo largo de tres décadas se habían ido adhiriendo al golpe. Y eso es lo que en definitiva intenta hacer el libro (y de ahí que su primera frase sea la frase de Eco). Partiendo del principal y casi único documento del golpe de Estado -la grabación televisiva de la entrada de los golpistas en el Parlamento, un documento tan evidente que nadie lo ha considerado un documento y que en mi opinión es sin embargo la guía mejor para entender aquellos hechos-, Anatomía trata de contar el golpe del 23 de febrero y el triunfo de la democracia en España con la máxima veracidad, como los contarían un historiador o un cronista, aunque sin renunciar por ello, insisto, a determinados instrumentos y virtudes de la novela, ni por supuesto a que el resultado sea leído como una novela.
¿Significa esto que, a mi juicio, la novela puede contar la historia mejor que la historia? ¿Significa que la novela puede sustituir a la historia? Mi respuesta es no. La historia y la literatura persiguen objetivos distintos; ambas buscan la verdad, pero sus verdades son opuestas: según sabemos desde Aristóteles, la verdad de la historia es una verdad factual, concreta, particular, una verdad que busca fijar lo ocurrido a determinadas personas en determinado momento y lugar; por el contrario, la verdad de la literatura (o de la poesía, que es como llamaba a la literatura Aristóteles) es una verdad moral, abstracta, universal, una verdad que busca fijar lo que les pasa a todos los hombres en cualquier momento y lugar. Es cierto que Anatomía persigue al mismo tiempo esas dos verdades antagónicas, porque busca una verdad factual, que atañe sobre todo a determinados hombres de la España de los años setenta y ochenta, pero también busca una verdad moral, una verdad que atañe sobre todo a quienes, con un oxímoron, el libro denomina héroes de la traición, esos individuos que, como los tres protagonistas del libro -Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo: dos antiguos franquistas y un antiguo estalinista-, poseen el coraje de traicionar un pasado totalitario para ser leales a un presente de libertad por el que, llegado el caso, en el instante decisivo, aceptan jugarse la vida. Y asimismo es cierto que, visto así, como un libro que ambiciona reconciliar las verdades irreconciliables de la historia y la literatura, Anatomía puede parecer, además de un libro raro, un libro contradictorio, otro oxímoron. Quizá también es eso: un libro donde, idealmente, la verdad histórica ilumina a la verdad literaria y donde la verdad literaria ilumina a la verdad histórica, y donde el resultado no es ni la primera verdad ni la segunda, sino una tercera verdad que participa de ambas y que de algún modo las abarca. Un libro imposible, dirán ustedes. No digo que no. Pero me pregunto si no serán los libros imposibles los únicos que merece la pena intentar escribir, y si un escritor puede aspirar a cosechar algo mejor que un fracaso decente; también me pregunto si yo hubiera buscado la verdad histórica del 23 de febrero si los historiadores no hubieran olvidado hacerlo, o si no la hubiesen considerado irrelevante o inasequible, regalándome así la posibilidad de este extraño libro. Sea como sea, una cosa es segura: yo sólo soy un novelista, no un historiador, y es posible por ello que incluso en Anatomía, donde he buscado con el mismo empeño dos verdades opuestas, la verdad histórica esté al servicio de la verdad literaria, y que ambas nutran aquella tercera verdad conjetural. No lo sé. Lo que sí sé es que, de ser así, ésta sería quizá la razón definitiva para considerar Anatomía una novela. Pero que eso también lo decida el lector.
Una versión más amplia de este texto se leyó en inglés como Raymond Williams Memorial Lecture en el Hay-On-Wy Festival de UK, el 29 de mayo de 2011. Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) es autor, entre otros libros, de Soldados de Salamina (Tusquets, 2001; premios Salambó, Llibreter e Independent Foreign Fiction) y Anatomía de un instante (Mondadori, 2009: Premio Nacional de Narrativa). javiercercas.com.
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