No hay duda de que existirá el chavismo sin Chávez. Dejará de ser lo que es ahora, desde luego, debido a que la ausencia de una figura tan presente e influyente en los últimos años, en caso de que desaparezca físicamente como anuncian las noticias y los rumores sobre su enfermedad, obligará a una transformación del juego político, a un cambio que no se limitará a los maquillajes, pero se ha edificado una estructura de poder y se han fomentado unos intereses cuyo desmantelamiento solo puede ser esperado por la ingenuidad. Pero ingenuidad es lo que sobra, razón por la cual tal vez convenga, sin la esperanza de lograr demasiados entusiasmos, escribir lo que viene de seguidas.
Solamente la miopía más pronunciada puede negarse a observar la trascendencia de hombre cuya muerte o cuya incapacidad para el ejercicio de un nuevo mandato parecen inminentes. Su tránsito de catorce años no puede pasar en vano. Su vínculo con capas amplias de la población es un hecho indiscutible. Los afectos y los rencores que ha concitado mueven a la sociedad, sin que exista la posibilidad de ignorarlos. Su discurso, pese a lo que ha tenido de superficial y de previsible, forma parte de un entendimiento del país que ni siquiera pueden borrar las escandalosas limitaciones intelectuales de quien lo pronunció, los estereotipos y las simplezas que lo han caracterizado. El eco de sus sonidos ha llegado a todos los rincones de la sociedad, pese a que muchos no quieren escucharlo. No toda su retórica fue un galimatías, debido a que no dejó de sazonarla con verdades innegables, con acusaciones irrebatibles y con la denuncia de injusticias que claman al cielo. Si se considera la insistencia de esas palabras, nadie puede esperar que el viento se las lleve mañana.
En especial porque, partiendo de tal discurso y de poses orientadas a sembrar sensaciones de innovación, se ha establecido una cúpula cuya vocación es la permanencia por sobre todas las cosas. No se trata de un par de periodos constitucionales como los de antes. No es asunto de cambiar un partido por otro en el ejercicio del gobierno. No se trata de vivir tranquilos porque el que viene se parece al anterior, o no es en realidad amenazante. No es el juego viejo, ni nada por el estilo. El líder no pensó su proyecto como una situación pasajera, como un capítulo al que seguirían otros con republicana naturalidad, sino como la fundación de una era dorada que se debe prolongar a través del tiempo sin el incordio de la alternabilidad a la que nos habíamos acostumbrado desde la segunda mitad del siglo XX. Reino de largo plazo, utopía que no quiere ver el fin sino cuando haya cumplido una tarea histórica, mandato sin alternativa de variación, imperio indefinido sin que nadie lo deba interrumpir, dispone el testamento que deja el comandante a sus albaceas.
Los últimos procesos electorales dan cuenta de cómo se ha empeñado el régimen en garantizar su continuismo. Hechos con una misma estrategia "corazonada" para convertir en un solo episodio la elección presidencial y la elección de los gobernadores, prevista la segunda como corolario de la primera después de ocultar la gravedad de las dolencias del candidato principal, corazón que desfallece sin anuncio público, pero que será reemplazado por los ventrílocuos de sus procónsules, indica la desfachatada puesta en escena de un plan concebido tras el objeto de permanecer en las alturas a toda costa. Si se agregan el uso irrefrenable del erario, el ventajismo ejercido sin recato, la complicidad de las autoridades electorales y de las fuerzas armadas, es evidente que los recientes meses exhiben en todo su esplendor una voluntad de permanencia cuyos testimonios parecían perdidos en la calculada frialdad del gomecismo, que no congeniaba con las elecciones pero que manejaba a su antojo la vida de los venezolanos como solo ahora se siente y se padece. No parece accesible la lucha victoriosa contra un designio de tal magnitud, tan apoyado por la plata y tan distanciado de los escrúpulos, en especial si comenzamos a imaginar los ritos de canonización, las vestiduras rasgadas a juro, las analogías con el Libertador, las letanías lloronas, los sollozos en diversas latitudes de América y Europa, los ditirambos de cualquier especie que se fomentarán cuando el Presidente repose en su última morada dentro de poco, como parece probable.
Pero conviene detenerse en otro factor, debido a cuya inconsistencia se puede apostar por el chavismo sin Chávez: la debilidad de una oposición que no ha encontrado la fórmula capaz de ofrecer a la sociedad una referencia digna de confianza, o una propuesta capaz de entusiasmar de veras. Ha hecho lo que ha podido, pero con más pena que gloria. Se ha fajado como los buenos gladiadores, pero sin aproximarse siquiera a una medalla de plata, esperando una nueva olimpiada a ver si, por lo menos, puede desfilar en la ceremonia de inauguración. Ha asomado caras nuevas y ha repetido caras viejas que llaman la atención y merecen respeto, pero sin acercarse a la popularidad y a la pasión del hombre que, según parece, está a punto de despedirse. Las armas afiladas y certeras que se requieren para lidiar con un antagonista formidable todavía no se advierten en las trincheras de la otra orilla. Ahora si es verdad que "inventamos o erramos" en las filas de la oposición, como sugiere el maestro Simón Rodríguez, uno de los abonadores del frondoso árbol de las tres raíces, mientras las señales de un movimiento sin cabeza, pero con agallas y con ganas de seguir en el candelero, nos ayudan a ensayar un camino.
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