Mucha tinta ha corrido para analizar la crisis del sistema político, la deslegitimación de los partidos y la escalada de movilizaciones sociales que reclaman el fin del lucro en las instituciones escolares y universitarias, así como mejores mecanismos de regulación de la educación pública.
Entre las propuestas lanzadas al vuelo por politólogos y sociólogos, varias de ellas más intuitivas que científicas y reflexivas, destaca una idea fuerza que, confrontada con algunos datos empíricos, no resiste ningún análisis. La idea defendida por el sociólogo Eugenio Tironi y el investigador de mercado Roberto Méndez, a propósito de un artículo aparecido en The Economist, apunta a que Chile habría alcanzado un determinado umbral de modernidad gracias al aumento de los ingresos per cápita, lo que habría convertido a sus ciudadanos en individuos más exigentes y empoderados, así como en activos fiscalizadores de las actividades del gobierno y de los otros poderes del Estado.
Frente a esa “intuición” hay otra lectura que permite analizar el problema desde la anormalidad del sistema político chileno y su relación con algunos factores socio-económicos que inciden directamente en la perpetuación de las desigualdades sociales.
El determinante central de este nuevo ciclo de movilizaciones es la llegada de la derecha al poder y las oportunidades políticas que ofrece un gobierno poco receptivo a la voluntad popular y al diálogo con las fuerzas opositoras. El cambio de alineaciones políticas, la división de las elites, la difusión de las causas en las redes sociales, la acción colectiva y los nuevos marcos culturales que resuenan en la población chilena serían los factores que inciden en el clima de indignación y de permanente movilización (1). El escenario político post Concertación abrió un camino favorable a las movilizaciones que hizo posible la conexión de unidades contestatarias que antes estaban desconectadas (profesores, estudiantes, ecologistas, opositores a la derecha, defensores de una asamblea constituyente) y que las protestas alcanzaran un cierto grado de empatía o reconocimiento ciudadano, legitimándose ante una opinión pública que antes se mostraba escasamente receptiva de ellas.
Con todo, la aparente excepcionalidad de estas reivindicaciones no es tal, ya que la mayor parte de las protestas y movilizaciones que ha tenido Chile desde inicios de los años 90, y más fuertemente como consecuencia de los efectos inmediatos de la “crisis asiática” en el bienio 1997-1998, han estado relacionadas con el déficit de financiación de las carreras universitarias, el desmantelamiento de las instituciones y continua privatización de la educación pública.
Además de esta lectura politológica, es necesario considerar que hay otros factores estructurales, no necesariamente relacionados con la coyuntura actual, que intervienen en esta crisis política y social. De acuerdo a los datos aportados por el estudio de indicadores sociales y educacionales de la OECD (OECD, Society at a Glance 2011 – OECD Social Indicators; Education at a Glance 2010: OECD Indicators) y el estudio nacional de opinión pública realizado por el Centro de Estudios Públicos (Estudio Nacional de Opinión Pública N°64, junio-julio 2011), sabemos que el país:
1) Tiene el mayor índice de desigualdad de ingresos entre los países miembros de la OECD, lo cual incide directamente en que sólo el 13% de los chilenos tiene confianza en sus conciudadanos.
2) En referencia al ingreso per cápita, las tasas de matrícula de las universidades chilenas se encuentran entre las tres más altas del mundo. El gasto público en educación del Estado no sobrepasa el 3% del PIB.
3) Tiene la tercera tasa de empleo más baja de la OECD, así como el porcentaje más bajo de trabajadores sindicalizados.
4) Con un 26% de aprobación ciudadana a la gestión del presidente Piñera, el actual gobierno enfrenta la peor crisis de legitimidad de los últimos 20 años. Al mismo tiempo, la Concertación cuenta tan solo con un 17% de aprobación.
Más allá de la crisis educacional, las actuales movilizaciones sociales también son un efecto de la crisis de representatividad. No se puede pensar este ciclo de protestas fuera de la deslegitimación del voto como instrumento privilegiado de la democracia representativa. Independientemente de su carácter contingente y coyuntural, estas movilizaciones son una búsqueda paralela a la vía institucional para instalar una propuesta concreta que suprima el lucro y los enclaves neoliberales que constriñen la educación pública. Pero también se trata de una apuesta por redefinir un nuevo ethos igualitario desde la sociedad civil. Solo así se explica que la juventud hastiada de la democracia formal, es decir, aquellos que no se inscriben en los registros electorales y se automarginan del régimen representativo, sea la que se suma masivamente a las movilizaciones.
El movimiento estudiantil, en definitiva, no se explica únicamente por su mero acontecer, sino también por factores relacionados al déficit democrático y a la crisis de igualdad que sufre la sociedad chilena, asuntos que se corresponden con la estructura constitucional chilena y los mecanismos perversos del sistema electoral binominal.
El debilitamiento de la democracia chilena se explica en gran medida por la completa anormalidad de su sistema político: la clausura del debate público a dos visiones políticas hegemónicas y la permanencia de enclaves constitucionales que impiden la transformación del sistema desde adentro son su sintomatología más evidente. En efecto, la crisis de representatividad tiene también un componente institucional que reproduce una serie de vicios políticos que impiden la profundización democrática y el equilibrio de poderes del Estado, a la vez que acrecientan las desigualdades: hiperpresidencialismo, Parlamento inoperante, congresistas designados, conflictos de intereses entre los funcionarios públicos, corrupción al interior de los organismos estatales, intromisión del Ejecutivo en las labores de los otros poderes del Estado, desarticulación de la actividad sindical, inexistencia de mecanismos consultivos a la ciudadanía, entre otros.
Repensar esta profunda crisis política y social implica delinear para el futuro nuevos principios constitucionales que aseguren una verdadera igualdad y una democracia acorde con los tiempos actuales. Esta lectura supone un cambio de paradigma, vale decir, pasar de una noción de democracia como mero mecanismo de compensación o moderación de la desigualdad a una noción de democracia igualitaria en la que no se reconocen desigualdades naturales y en la cual las desigualdades sociales se vuelvan prácticamente invisibles.
Si el ciclo de movilizaciones se ha agudizado y extendido más de lo esperado es porque la democracia chilena no ha logrado funcionar como un sistema capaz de revertir las desigualdades económicas contra-naturales de la sociedad. Lo que está en juego en Chile en estos días, no solo es el futuro de una educación pública de calidad abierta a todos, sino también el justo reclamo por una nueva noción de democracia igualitaria. Si en la opinión pública ya se escucha con fuerza el llamado a plebiscitar la reforma educacional, a promover mecanismos de democracia directa e incluso convocar a una asamblea constituyente, es porque la noción de democracia sobre la cual se construyó el orden político-constitucional chileno post-dictatorial ya no da para más.
Con estos antecedentes, es claro que las masivas movilizaciones no son la expresión de un país que llega a ser “normal”, sino más bien el síntoma de una completa “anormalidad” política-institucional que se arrastra desde la transición democrática en los años 90 y que terminó enclaustrando al país en un marco constitucional restringido, cuyos límites aseguran la perpetuidad de un orden socio-económico desigual.
Como la mayoría de los políticos criollos se han resistido a pensar que las transformaciones socio-económicas pendientes en Chile deben pasar inevitablemente por un cambio constitucional, nunca está demás recordar que aún cuando la igualdad puede ser espontáneamente instalada por las transformaciones sociales, ésta también puede ser establecida por la ley o por el uso de las leyes. La igualdad democrática, como ha sido definida por Pierre Rosanvallon y Adam Przeworski, puede ser un reflejo de la igualdad pre-existente en otros lugares, o bien, ser impuesta por las leyes. Pero cuando ni la una ni la otra operan con eficacia, la democracia se debilita y la representación se convierte en un mero paliativo para una crisis total de la sociedad. Si el malestar social no se resuelve por la vía institucional, que permite la promulgación de nuevas leyes y pactos sociales a través de las constituciones, la crisis será total, inevitable e irreversible.
Suponer que Chile resolverá este crispante malestar -cuya etiología es la profunda desigualdad social- con el crecimiento económico, es una fórmula que fracasó durante cuatro gobiernos concertacionistas y que ahora recrudece con la derecha en el poder. A pesar de que las anteojeras de las instituciones representativas chilenas, que mantienen el statu quo de la situación económica y social de los ciudadanos, no han permitido cubrir con eficacia la desigualdad evidente de sus condiciones de vida, las actuales movilizaciones sociales son la expresión ciudadana de una búsqueda por profundizar unas estructuras democráticas hasta ahora recelosas del imperativo igualitario.
*Este texto tuvo su origen en una serie de intercambios con Alejandro Corvalán. Inicialmente fue un intento de escritura en conjunto, pero el tiempo y la distancia lo impidieron
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