Abordar la historia contemporánea o del presente de las cosas presentes -como precisó San Agustín en sus Confesiones- no es una opción fácil para ningún historiador, principalmente porque exige ocuparse de procesos que permanecen incompletos y de acontecimientos recientes cuyos resultados son a veces inciertos. Narrar la historia europea del siglo XX no sólo requiere hacerse cargo de la memoria y del olvido,[1] como preferentemente lo exige el análisis del presente de las cosas pasadas, sino también articular un punto de vista a partir del cual observar y analizar los procesos más problemáticos.
El siempre polémico historiador Timothy Garton Ash, uno de los referentes intelectuales en el debate sobre el estudio de la historia del tiempo presente, explica que escribir sobre los acontecimientos políticos contemporáneos demanda grandes habilidades a los historiadores, quienes deben desplazarse por terrenos siempre movedizos y cambiantes.[2] Muy frecuentemente, sus complicidades y dependencias del poder político les impide ver lo que se oculta detrás del bosque; como efecto, sus interpretaciones no son más que un mero reflejo de sus cegadas pasiones mientras que el pasado se convierte en un material de utilidad política.[3] Pero también algunos gobernantes europeos han realizado un esfuerzo sistemático por cooptar la historia para luego convertirla en una verdad oficial servil a los intereses de la razón de estado. Entre los años 2005 y 2008, por ejemplo, varios países de la Unión Europea promovieron una serie de iniciativas legislativas para criminalizar el pasado. Connotados historiadores como Eric Hobsbawm, Jacques Le Goff, Pierre Nora, Carlo Ginzburg, Marc Ferro, Paul Veyne y Timothy Garton Ash alzaron la voz ante una política que no pretendía otra cosa sino instaurar una censura intelectual a través de la imposición de una moral retrospectiva de la historia. La defensa de una libertad histórica que se oponía a una memoria oficial, sacó a flote la acertada reflexión orwelliana sobre el control del pasado. Desde ese entonces, la historia de la Europa contemporánea, como se puede observar en un rápido vistazo a las llamadas “leyes sobre la memoria”, permanece anclada en un complejo debate que no disocia a la ética de la historia ni a ésta de la política.
Con ese telón de fondo, Tony Judt -fallecido en 2010 a causa de una enfermedad degenerativa neuromuscular- escribió uno de los libros más lúcidos y voluminosos sobre la historia europea contemporánea. El autor, una autoridad reconocida en la historia de los intelectuales franceses del siglo XX, fue director del Remarque Institute de la New York University, institución a la que se confió la tarea de promover el estudio y debate de la historia de Europa en los Estados Unidos. Como prolífico columnista de The New York Times, donde publicó hasta poco antes de su muerte, Judt también se interesó por las relaciones internacionales, especialmente por el escenario político de la ex Yugoslavia y del Medio Oriente. Fue, también, uno de los primeros críticos de la guerra de Irak y de la intervención militar norteamericana en Afganistán, en momentos en que la mayoría de los analistas e intelectuales observaban impasibles el desenlace de dos enfrentamientos que se desarrollaban fuera de todas las normas jurídicas internacionales. Gracias a un constante trabajo crítico de su propio presente y de las proyecciones de un pasado que le incomodaba, Judt encarnó a la perfección el prototipo de un intelectual comprometido con su propio presente.
En Postguerra, Judt se mueve con tal facilidad por los temas y regiones del Viejo Continente, que a veces es difícil creer que hace solo veinte años la mitad de la Europa oriental se encontraba bajo el control de gobiernos incapaces de lidiar con el presente y preparar el futuro; y que estos estaban más ocupados en intentar borrar continuamente su historia para obtener algún rédito inmediato. En este libro, el autor nos enseña que hay otra forma, tal vez más benigna, de reescribir la historia contemporánea: a través de una mirada retrospectiva que revele el pasado a la luz de aquello adonde éste inesperadamente nos llevó. Es por eso que desde un inicio nos recuerda que a fines de la década de 1940, Europa parecía un continente destrozado que probablemente nunca podría salir de la sombra del gigante del otro lado del Atlántico. En los peores años de la guerra fría, Europa también parecía destinada a no ser más que un muro de contención entre Washington y Moscú.
El siempre polémico historiador Timothy Garton Ash, uno de los referentes intelectuales en el debate sobre el estudio de la historia del tiempo presente, explica que escribir sobre los acontecimientos políticos contemporáneos demanda grandes habilidades a los historiadores, quienes deben desplazarse por terrenos siempre movedizos y cambiantes.[2] Muy frecuentemente, sus complicidades y dependencias del poder político les impide ver lo que se oculta detrás del bosque; como efecto, sus interpretaciones no son más que un mero reflejo de sus cegadas pasiones mientras que el pasado se convierte en un material de utilidad política.[3] Pero también algunos gobernantes europeos han realizado un esfuerzo sistemático por cooptar la historia para luego convertirla en una verdad oficial servil a los intereses de la razón de estado. Entre los años 2005 y 2008, por ejemplo, varios países de la Unión Europea promovieron una serie de iniciativas legislativas para criminalizar el pasado. Connotados historiadores como Eric Hobsbawm, Jacques Le Goff, Pierre Nora, Carlo Ginzburg, Marc Ferro, Paul Veyne y Timothy Garton Ash alzaron la voz ante una política que no pretendía otra cosa sino instaurar una censura intelectual a través de la imposición de una moral retrospectiva de la historia. La defensa de una libertad histórica que se oponía a una memoria oficial, sacó a flote la acertada reflexión orwelliana sobre el control del pasado. Desde ese entonces, la historia de la Europa contemporánea, como se puede observar en un rápido vistazo a las llamadas “leyes sobre la memoria”, permanece anclada en un complejo debate que no disocia a la ética de la historia ni a ésta de la política.
Con ese telón de fondo, Tony Judt -fallecido en 2010 a causa de una enfermedad degenerativa neuromuscular- escribió uno de los libros más lúcidos y voluminosos sobre la historia europea contemporánea. El autor, una autoridad reconocida en la historia de los intelectuales franceses del siglo XX, fue director del Remarque Institute de la New York University, institución a la que se confió la tarea de promover el estudio y debate de la historia de Europa en los Estados Unidos. Como prolífico columnista de The New York Times, donde publicó hasta poco antes de su muerte, Judt también se interesó por las relaciones internacionales, especialmente por el escenario político de la ex Yugoslavia y del Medio Oriente. Fue, también, uno de los primeros críticos de la guerra de Irak y de la intervención militar norteamericana en Afganistán, en momentos en que la mayoría de los analistas e intelectuales observaban impasibles el desenlace de dos enfrentamientos que se desarrollaban fuera de todas las normas jurídicas internacionales. Gracias a un constante trabajo crítico de su propio presente y de las proyecciones de un pasado que le incomodaba, Judt encarnó a la perfección el prototipo de un intelectual comprometido con su propio presente.
En Postguerra, Judt se mueve con tal facilidad por los temas y regiones del Viejo Continente, que a veces es difícil creer que hace solo veinte años la mitad de la Europa oriental se encontraba bajo el control de gobiernos incapaces de lidiar con el presente y preparar el futuro; y que estos estaban más ocupados en intentar borrar continuamente su historia para obtener algún rédito inmediato. En este libro, el autor nos enseña que hay otra forma, tal vez más benigna, de reescribir la historia contemporánea: a través de una mirada retrospectiva que revele el pasado a la luz de aquello adonde éste inesperadamente nos llevó. Es por eso que desde un inicio nos recuerda que a fines de la década de 1940, Europa parecía un continente destrozado que probablemente nunca podría salir de la sombra del gigante del otro lado del Atlántico. En los peores años de la guerra fría, Europa también parecía destinada a no ser más que un muro de contención entre Washington y Moscú.
Pese a los nocivos efectos de los conflictos sociales y las crisis económicas derivados de la postguerra, Europa ha vivido un período de relativa prosperidad y paz. Ante ese escenario, Judt se lanza a retratar la recuperación de Europa tras la devastación que siguió a 1945 como si de un rebrote orgánico se tratara, pero es cauto al observar que pocos podrían haber imaginado un futuro así hace sesenta años. Lo que entonces parecían ser los estremecimientos propios de un moribundo son, para Judt, las agitaciones de una nueva vida. La Unión Europea, en rápida expansión, reúne a cerca de 450 millones de personas que constituyen el más grande mercado mundial, lo que motiva a Judt a sugerir que el siglo XXI podría pertenecer al Viejo Continente. Si bien esta idea suena esperanzadora para un continente que se vio envuelto en dos cruentas guerras sucesivas, en ningún sentido la afirmación está más allá del reino de la posibilidad, especialmente en momentos en que la actual crisis económica pone en cuestión la estabilidad de la Unión Europea y acrecienta las tensiones entre sus países miembros.
Como Judt conmovedoramente la pinta, la imagen de Europa a fines de la Segunda Guerra Mundial es más penosa de lo que se puede resistir. Se ha aceptado que cerca de 36.5 millones de europeos murieron entre 1939 y 1945 debido a la guerra. Decenas de millones fueron desarraigados de sus países por los regimenes totalitarios de Hitler y Stalin. Inmediatamente después de la derrota de Alemania, el continente estaba lleno de cicatrices, resentimientos y en busca de venganza.[4] Ésta última se expresó a través de la violencia, las purgas y revueltas de lo que en algunos lugares, como Grecia y Yugoslavia, equivalía a una guerra civil. Como bien se observa en este libro, la guerra en Europa realmente no concluyó en 1945, así como tampoco terminó la persecución de los judíos con el cierre de los campos de concentración. Judt recuerda que más de mil judíos murieron en los pogroms después de la liberación de Polonia. El antisemitismo en Europa continuó, y el hecho de que Alemania no siempre fuera la fuente de la cual se nutría es un tema al que el autor retorna a menudo. Mientras Alemania recibió –con justa razón- gran parte de la culpa por la tragedia de Europa, otros escabulleron sin dejarse notar. Fue Austria, después de todo, la que se encargó de mostrar al mundo la “amnesia de la postguerra”.
Esa incapacidad de recordar los crímenes realizados durante la guerra fue personificada en Kurt Waldheim, oficial del ejército nazi que años más tarde llegaría a ocupar los cargos de secretario general de la ONU (1972-1981) y de presidente de Austria (1986-1992). Con menos de siete millones de habitantes, hacia el final de la guerra aún habían más de medio millón de nazis registrados en Austria; proporcionalmente, los austriacos estuvieron mucho más representados en las SS y entre el personal de los campos de concentración que la población alemana. De acuerdo a los reveladores datos que aporta Judt, más del 38 por ciento de los miembros de la Orquesta Filarmónica de Viena eran nazis, comparados con el 7 por ciento de la Filarmónica de Berlín. De esta manera, en su epílogo sobre la memoria europea, Judt nos recuerda que la enfermedad que permitió la creación de Auschwitz no está completamente curada a causa de un nacionalismo patológico. El año 2000, mientras criticaba un estudio sobre la masacre de judíos a manos de un grupo de polacos en tiempos de la guerra, Lech Walesa, héroe del anticomunismo polaco y ganador del Premio Nobel de la Paz, menospreció al autor del texto calificándolo como “un judío que solo intenta hacer dinero”.
Con todo, Judt también escarba otros problemas derivados de la guerra: la expansión y disolución del comunismo, la crisis alimentaria y la rápida recuperación económica. Los efectos de la guerra fueron devastadores no solo en términos políticos, después de 1945 Alemania había perdido el 40 por ciento de sus hogares, Inglaterra el 30 por ciento, y Francia el 20 por ciento, mientras que en Varsovia el 90 por ciento de las casas desaparecieron. Bajo esas circunstancias, la celeridad de la reconstrucción fue notable, especialmente en Alemania. Los dos problemas claves para las economías europeas fueron, por una parte, la desaparición temporal de Alemania como un mercado abierto para los bienes del continente, y por otra, la ausencia de divisas fuertes con las cuales comprar alimentos, materiales y bienes a Estados Unidos y al resto del mundo. Inglaterra y Francia no tenían efectivo para pagar sus importaciones y otros países carecían de monedas intercambiables. Cuando en el verano de 1947 el secretario de estado norteamericano George Marshall anunció su plan maestro de rescate para Europa, Estados Unidos ya había gastado miles de millones de dólares en préstamos y donaciones a los países del Viejo Continente. Esa primera ayuda, dice Judt, estaba dirigida a tapar huecos pero no a una reconstrucción de largo plazo. El Plan Marshall, en cambio, era diferente. Cuando terminó su ejecución en 1952, Estados Unidos había desembolsado en ayuda externa más que todos sus gobiernos anteriores juntos. Si bien Inglaterra y Francia recibieron los mayores montos el impacto relativo fue más notorio en países pequeños como Italia. Sin embargo, esos aportes no habían sido suficientes para establecer un mercado europeo capaz de recibir los bienes americanos, ni tampoco podían evitar que gran parte del continente colapsara o sucumbiera -como se temía- ante las promesas de progreso elaboradas por el comunismo.
El historiador inglés sostiene que los efectos globales más significativos del Plan Marshall fueron psicológicos: el plan ayudó a los europeos a recuperar la confianza en sí mismos y contribuyó a que las políticas económicas coordinadas parecieran más normales que inusuales. Tan sólo una década después del fin de la guerra, los índices de crecimiento en Europa cobraban vuelo. Los países de la zona occidental se encontraron en una era de riqueza sin precedentes y comenzaron a imitar los patrones de consumo norteamericanos. El cambio fue tan dramático y ajeno a la sociedad europea de preguerra que dejó a más de alguno en un estado de confusión. Judt afirma que medio siglo después los europeos ya no sentían estar viviendo una era americana porque habían logrado desarrollar, al menos incipientemente, un modelo social y económico alternativo al neoliberalismo. Mientras en Estados Unidos el Estado se redujo a una mínima expresión gracias al desarrollo de un modelo de privatizaciones que alcanzó a la educación y a la salud, muchos países europeos consolidaron –no sin problemas que hoy lo ponen en entredicho- un Estado de Bienestar que asegura a los ciudadanos la cobertura de salud y educación pública, mejores sistemas de jubilación y mayores expectativas de vida. Esto es lo que Judt tiene en mente cuando provocativamente sostiene que ahora es Europa la que posee un modelo útil para la imitación universal.
Sin embargo, como él mismo lo pudo constatar hasta el momento de su muerte, hay serios problemas que amenazan al modelo del État-providence europeo.[5] La envejecida población está presionando sus sistemas de bienestar, los que comparados con Estados Unidos y América del Sur son infinitamente más generosos. Una alta proporción de europeos en edad laboral se encuentra económicamente inactiva, quizá el 40 por ciento, comparado con el 29 por ciento en Estados Unidos. Por otra parte, la baja tasa de natalidad prevé que para el 2050 casi una tercera parte de la población de Europa tendrá más de 65 años. Para enfrentar esa situación la Unión Europea necesitará desesperadamente de una población activa capaz de sostener a la población pasiva. La aparente solución es la atracción de un flujo continuo de inmigrantes jóvenes, pero sus efectos inmediatos serán, y ya lo son, el trabajo informal, la excesiva regulación de la inmigración, el racismo y la emergencia de un discurso nacionalista de extrema derecha como el que recientemente ha ganado inusitado poder en Francia y Grecia.
Judt explica que, desde 1945, los europeos han exagerado el rol de sus propios arreglos políticos para mantener la paz en el continente. Evitar el atavismo de las atrofiantes guerras que aquejaron a la Europa occidental, reconciliando a Francia y Alemania, fue uno de los más poderosos motivos de los primeros arquitectos de la Unión Europea. No obstante, la Europa occidental se unió también por la amenaza de un enemigo común que se ocultaba detrás de la Cortina de Hierro. El autor apunta que fueron las tropas estadounidenses y la amenaza de sus armas nucleares las que ayudaron a mantener a raya a los ejércitos de los países del Pacto de Varsovia, hasta que los súbditos del imperio soviético se dieron cuenta de que no tenían nada que perder sino sus cadenas, y el comunismo soviético, que parecía un modelo indestructible, se autodestruyó en el bienio 1988-1989. Analizando estos antecedentes, Judt emprende una detallada descripción de su disolución, examinando tanto lo que acontecía al interior del bloque soviético como fuera de él.
En Postguerra, el autor sostiene que en todo el mundo hubo un continuo interés por el carácter redentor de la ideología comunista -aunque éste fue atenuado después del llamado “discurso secreto” de Kruschev en febrero de 1956, en el que reveló los más brutales crímenes del regimen de Stalin-, pero que la invasión de los tanques en Hungría en noviembre de 1956 disipó cualquier ilusión acerca de una posible reforma al modelo de la ex URSS. Para los europeos del Este ya no había más remedio que aceptar la existencia dentro de la órbita soviética. Después de 1956, tanto los estados comunistas de Europa oriental como la propia Unión Soviética vivieron una progresiva decadencia con décadas de estancamiento, corrupción y abusos.
Desde ese punto de vista, uno de los aspectos más interesantes del libro es la importancia que Judt asigna a la “otra Europa” para entender la trayectoria de cambios y acomodos que se proyectaron por todo el Viejo Continente. Países como Polonia y Hungría, que alguna vez se vieron en el corazón mismo del continente, a partir de la década de 1940 sufrieron un desplazamiento brutal de la corriente europea. Antes de la Segunda Guerra Mundial, señala Judt, las diferencias entre el norte y el sur, ricos y pobres, población urbana y rural, significaban mucho menos que las que hoy existen entre el mundo occidental y el oriental. Todo cambió, sin embargo, gracias a los verdaderos arquitectos de la historia europea: Hitler y Stalin. En términos de desarrollo económico y nivel de vida, antes de la segunda guerra mundial Checoslovaquia fue comparable a Bélgica y estaba muy por delante de países como Italia y Austria. Sin embargo, hacia la década de 1960 su posición en el concierto europeo había cambiado por completo. Este cambio se explica, como bien lo plantea Judt, por dos factores; primero, porque el territorio de Europa central y oriental fue arrasado totalmente por los nazis, y luego Stalin impidió que los satélites de la órbita soviética aceptaran la ayuda del Plan Marshall que transformó a sus vecinos occidentales; en segundo lugar, porque los comunistas pusieron en marcha sus economías en una época oscura y caótica en la cual la colectivización y la planificación central eran caminos destinados al fracaso.
De esta manera, Postguerra analiza de manera sincrónica los movimientos que afectan a la Europa Central y del Este no sólo para comparar el milagro económico occidental de los años 1950 y 1960, sino también para observar con soltura los inseparables vínculos entre la política y la economía y sus repercusiones en el cine, la literatura, la música, el arte y la televisión. Así, Judt mueve al lector de un tema a otro, desde los progresos económicos de la Alemania occidental hasta la recepción de la Nouvelle Vague en el resto de Europa. Con todo, al mantener un pie en el Este y otro en el Oeste, Postguerra logra captar cómo se bifurcaron infelizmente los caminos de la historia para el Viejo Continente. Por ejemplo, con su sutil aunque mordaz crítica al filo-comunismo de algunos intelectuales parisinos como Jean-Paul Sartre, Judt echa por tierra las pretensiones libertarias del movimiento de mayo de 1968 y plantea que las esperanzas de la juventud revolucionaria fueron aplastadas ese mismo año en Praga, paradojalmente, con la represión del comunismo.
Hacia el final del libro, cuando el autor examina la desintegración del bloque comunista y el surgimiento de la Unión Europea nos encontramos con su mirada más interpretativa, aunque jamás descuida el acucioso dominio de los detalles. En el transcurso de esas paginas, Judt plantea convincentemente que los estadounidenses se han vanagloriado muy erradamente de ser los principales artífice del colapso del comunismo, siendo que la clave de la década de 1980 no fue la política exterior del ex presidente Ronald Reagan, sino el reformismo de Mikhail Gorbachev. En efecto, mientras que varios escritores europeos estuvieron muy dispuestos a expandir el mito de la influencia política y cultural norteamericana en la disolución del bloque soviético, Judt demuestra que esa influencia es limitada, lo cual se refleja en la relativa ausencia de Estados Unidos en su narrativa. Sin duda que esta opción no obedece solamente a una interpretación del ocaso del comunismo a partir de factores internos, sino a una lectura crítica de la política exterior norteamericana y de su legado neoliberal, y a un innegable optimismo respecto de las posibilidades que el modelo europeo puede ofrecer al mundo.
Para Judt, la precursora Comunidad Económica Europea se estableció en gran medida para evitar que el trauma de la guerra se extrapolara a la economía. De alguna manera, fue una institucionalidad que bajo el pretexto de la cooperación económica intentaría buscar la integración, evitando que una tragedia como la Segunda Guerra Mundial ocurriera de nuevo. Si la población europea no podía olvidar fácilmente lo que había ocurrido y la vida tenía que continuar, sólo la integración podía sortear las diferencias. Ante esa premisa, los europeos muchas veces prefirieron restar importancia al papel que algunos jugaron durante la guerra, confiando en que la integración política y la cooperación económica futura podrían construirse en base a una suerte de amnesia colectiva. Curiosamente, de esta imperiosa necesidad de olvidar para avanzar, Europa ha pasado a un obsesivo afán por recordar y conmemorar lo acontecido.
Por estas razones Tony Judt afirma que el reconocimiento del Holocausto del pueblo judío es el boleto de entrada a la historia contemporánea, y plantea la inevitable necesidad de examinar la naturaleza de la memoria que la misma Europa ha construido sobre si misma, prestando especial atención a cómo las diferentes naciones han sorteado los terrenos más pedregosos de sus propias historias.[6] Así, durante la postguerra Europa ha debido cargar la culpa de sus crímenes perfectos. Las privaciones de los italianos durante la guerra, por ejemplo, desviaron la atención pública de sus crímenes en los Balcanes o en sus colonias africanas. Los holandeses, por otra parte, se olvidaron que aportaron más de 23.000 voluntarios a las Waffen SS, conformando así el mayor contingente de soldados vinculados a la causa nazi por un país de Europa occidental. Francia, por su parte, también negó durante un largo tiempo su papel de proactivo cómplice en la deportación de judíos a los campos de concentración nazis. En resumen, la mayor parte de los países ocupados de Europa han desarrollado su propio “síndrome de Vichy”, mientras que la solución occidental al problema de la memoria conflictiva ha sido petrificar el recuerdo en placas, monumentos y museos que conmemoran a las víctimas del nazismo y honran a los mártires de la guerra. Pero como Judt señala, una nación primero tiene que recordar antes de empezar a olvidar, no obstante, para muchos países su complicidad con los totalitarismos es algo que prefieren no reconocer.
Judt cierra su magistral libro dejando una reflexión para el futuro cuando escribe que la nueva Europa, unida por los signos y símbolos de su terrible pasado, es un logro notable pero que en el futuro deberá seguir lidiando con él: “El silencio sobre el reciente pasado de Europa era una condición necesaria para la construcción de un futuro europeo”. Entonces, la Unión Europea puede ser una respuesta política, económica y ética a una historia conflictiva, pero nunca podrá sustituirla. En efecto, la construcción de una nueva Europa sólo puede concebirse como el resultado de una toma de conciencia, después de dos conflictos catastróficos, de la imposibilidad de regular las disensiones entre los países vecinos a partir del modelo nacionalista heredado del siglo XIX.
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[2] Timothy Garton Ash, History of the Present: Essays, Sketches and Despatches from Europe in the 1990s, New York, Vintage Books, 2001, pp. XIII-XVII.
[3] François Hartog y Jacques Revel, Les usages politiques du passé, Paris, Éditions de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales, 2001.
[4] Marc Ferro, Le Ressentiment dans l'histoire. Comprendre notre temps, Paris, Odile Jacob, 2007, pp. 117-157.
[5] Una mirada precursora sobre estos problemas puede verse en dos estudios de Pierre Rosanvallon, La Crise de l'Etat-providence, Paris, Seuil, 1992; La nouvelle question sociale. Repenser l'État-providence, Paris, Seuil, 1998.
[6] Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo, Valencia, Pre-Textos, 2005.
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