Si veinte años no es nada, según el famoso tango tan citado, súbitamente da la impresión de que treinta años es todavía menos. Por cierto: entre 1982 y el momento actual pareciera haber sólo un paso o una leve distracción temporal, pero entre ambos media un plazo suficiente para envejecer. A veces uno se siente como esos tipos con fisuras cerebrales a quienes se les detuvo el tiempo y viven pegados en un presente pretérito, si cabe la expresión. En fin, sé que es ridículo mi asombro: qué más decir, lo mismo, son treinta años de esos días exhalados como la juventud, un saco de años, más de un cuarto de siglo, el lapso de una vida entera.
1982 fue un año inespecífico y aburrido, si uno atiende estrictamente a los hechos externos. Quizás lo más espectacular, en estos términos, fueron los temporales, las lluvias y las inundaciones: el Mapocho “se salió de madre” –como se decía por entonces– y retomó sus viejos cauces, cubriendo la Alameda y el Parque Forestal. La gente se agolpaba en los puentes para apreciar el impresionante paso de agua, que hacía temblar el suelo.
El Mundial de Fútbol, en lo que se refiere a la participación chilena, fue un asco, corolario de una campaña de insistente chovinismo y de soberbia. Vivíamos sin cable, ni internet ni nada. Algunas personas tenían películas Betamax y otras cuantas disponían del lentísimo y abstracto juego llamado Pong. Los inclinados a los juegos electrónicos debían salir de sus casas para ejercer su afición en alguno de los Delta de Apoquindo, o bien “los bajos York” del Paseo Ahumada. Cuánto aburrimiento en verdad viene asociado a la memoria de esos días. Nadie ha hecho la historia del aburrimiento en Chile, particularmente del tedio en la época de la dictadura. Recuerdo haber visto a unos turistas extranjeros en la Alameda el atardecer de un día feriado: reclinados contra una ventana, resoplando, entregados con impotencia a una lata profunda y extensa.
Nos entreteníamos con poco: con los crímenes de las páginas policiales, con pelambres, con lecturas, con teleseries. En las noches de Vitacura, cerca de La Portada, se escuchaban ronceadas de autos y cierto griterío gregario nocturno, nada más que una provinciana inflamación de entusiasmo.
En Bellavista había dos o tres boliches insomnes y campeaba por las noches el rugido de los leones del zoológico. En Lastarria se abría recién la Plaza del Mulato y lo que se daba en las inmediaciones era más bien las fuentes de soda: el Apetito, el Diablito.
Si me preguntan qué Santiago prefiero, me atrevería a decir el de hoy. En 1982 no había habido todavía boom inmobiliario y llevábamos harto tiempo sin terremotos, de modo que se mantenía algo de la ciudad antigua, pero abundaban también los sitios eriazos tristemente tapiados. Se notaba pobreza. En la Alameda prosperaban, uno junto a otro, unos feísimos puestos de lata anaranjados donde se vendían baratijas. Lo peor eran los pósters de cantantes, impresos con mala voluntad, rostros sonrientes de dientes blancos rodeados de celestes y amarillos pálidos, como auras o apariciones.
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