Hace unos días tuvimos conocimiento del Taller “Enfrentándonos al Mundo Laboral” promovido por el Gobierno de Chile a través del Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM). Aunque al parecer esta iniciativa no siguió implementándose, pues al emerger la polémica fue retirado de circulación, sus contenidos resultan de gran valor para conocer cuáles son los supuestos ideológicos acerca de la configuración social de la mujer que tiene como horizonte dicho servicio, y por extensión el gobierno que lo avala.
Sabemos, desde la antropología del género, que cada sociedad construye un modelo de lo que es femenino y masculino, y que en su gran mayoría esas representaciones se convierten en estereotipos que muchas veces impiden superar las desigualdades entre hombres y mujeres.
Las luchas femeninas y feministas desde fines del siglo XIX y a lo largo del siglo XX han buscado, precisamente, transformar los sistemas simbólicos que han acantonado a la mujer a un simple cuerpo, reduciendo su existencia a la de objeto de los intercambios parentales (¿qué era el matrimonio sino un vínculo entre familias gracias al intercambio de mujeres?) .
El avance de la economía de mercado y el liberalismo, de modo paradojal, han profundizado cada vez más esa noción del cuerpo de la mujer como objeto, en la medida en que su imagen sirve para vender (por ejemplo, la publicidad que interpela a consumir bebidas –sobre todo alcohólicas- deviniendo las mujeres botellas o viceversa), para levantar grandes industrias como la cosmética, para producir ideologías y prácticas nutricionales y médicas asociadas a los “cuerpos perfectos”, para hacer, en suma, de las mujeres no sólo objetos para el consumo, sino objetos del consumo.
En este sentido, podríamos decir que, como nunca antes, se vive un momento cultural en que las mujeres están más presas en (de) su cuerpo. Si en la década de los 60 del siglo pasado el liberarse de los sostenes, de los embarazos obligatorios y de los mandatos de género relacionados a un conjunto de estereotipos y desvalorizaciones (la suavidad, la debilidad, la delicadeza, lo doméstico, la emocionalidad), fueron una bandera de lucha, hoy día son otras las restricciones que claman por una ruptura, en la medida que no sólo obedecen a un sistema de prestigio y poder androcéntrico, sino sobre todo a un sistema económico que se engarza con éste para reproducir ganancias y diferencias.
¿Cómo se relaciona lo anterior con la capacitación propiciada por el Sernam? Se trata de varios talleres que los municipios debían impartir para que las mujeres de los sectores sociales pobres aprendan estrategias para conseguir un empleo.
En la portada del que hemos podido acceder se aprecian cuatro imágenes femeninas, ligadas al mundo popular: una cocinera, una que trabaja en una mina, una al mundo de la pesca y una adulta mayor. En principio esta iniciativa no tendría nada criticable, por cierto.
Sin embargo cuando leemos sus contenidos no podemos sino sorprendernos por su abierta carga ideológica y de función “disciplinaria”. El nudo central que persigue la actividad es modelar la “proyección de la imagen” que debemos tener a la hora de conseguir un trabajo; se trata de alcanzar una imagen “correcta”, potenciando la “esencia femenina”.
Se nos habla de conceptos como “naturaleza femenina” y se define lo femenino “…asociado a lo intuitivo, pasivo, ternura, sensibilidad, a lo receptivo, empático y emocional entre muchas otras bondades”.
Aquí es donde ya comienzan nuestras aprensiones: un somero análisis de este sustrato ideacional pone de manifiesto concepciones ya no del siglo pasado, sino decimonónicas.
En primer lugar, hace mucho se ha cuestionado la idea de una “naturaleza femenina” en la medida en que son las culturas las que construyen sus definiciones sobre lo que se considera femenino o masculino, por lo tanto se trata de rasgos sociales y no biológicos los que cuentan a la hora de definir ese término, variando éste entre culturas, regiones y aún clases sociales.
De allí, las luchas que las mujeres han promovido desde sus inicios por el cambio de los estereotipos, como parte crucial para lograr igualdad no sólo económica, sino simbólica.
Por otro lado, la vinculación de lo femenino con atributos como la pasividad, la intuición, la sensibilidad forma parte de un conjunto de antiguas oposiciones que sitúan a los hombres en lo activo, fuerte, racional, etc. ¡y todos(as) estamos conscientes de las profundas desigualdades de género que esas oposiciones han legitimado!
Sigue nuestro taller indicándonos que el “arreglo personal” muestra “valores y principios” (entendidos estos como la “interioridad” de las personas-mujeres) y que el cuerpo femenino entonces será la carta de presentación y de aceptación o no de lo que somos.
Así cuando busquemos trabajo ¡seremos juzgadas por nuestra apariencia personal! ¡reducidas, entonces, a nuestro cuerpo! El taller naturaliza así una sociedad que discrimina por “apariencia” sin siquiera cuestionar ese estado de cosas, más bien nos enseña a “adecuarnos” a la discriminación.
Sigue de ello que para causar una “buena impresión” debemos ocuparnos en primer lugar del aseo. El taller nos “educa” en lo que tenemos que hacer en la mañana (“ducha, lavado de uñas, cepillado de dientes, peinado, lavado de pelo si es necesario, desodorante, humectación, maquillado”); después del trabajo (“lavado de manos y uñas”) y en la noche (“lavado de dientes/hilo dental/lavado de cara/desmaquillado).
El sentido común nos indica el clasismo de las anteriores preocupaciones: las mujeres populares son sucias, por un lado, pero también susceptibles de ser convertidas en consumidoras de productos de cosméticos y dentales. Nada alejado de lo que fueron las ideas asistencialistas y pater(mater)nalistas de las viejas organizaciones privadas de ayuda a los pobres –generalmente compuestas de mujeres de las clases altas católicas, las “patronas”, las dueñas de fundo- y de las estatales de mediados del siglo pasado.
El mensaje parece ser: hay que “civilizar” y modelar a este contingente de mujeres para que encuentren trabajo porque, claro, son ignorantes, desaseadas, de mal aspecto, poco preocupadas por su ropa, y en la lógica del mismo taller eso implica que sus “valores”, su interioridad es negativa y hay que convertirla en positiva.
Antes se hablaba de la lucha por la “higiene” del pueblo, la cartilla lo llama ahora el “aseo básico del cuerpo” y permeada –seguramente por alguna empresa de couching de moda- nos quiere convencer de que siguiendo esos consejos seremos unas “verdaderas” y “correctas” mujeres de acuerdo a los parámetros de nuestra “esencia femenina”.
Recordemos que las acciones del SERNAM en los lugares asolados por el terremoto y maremoto que afectó a Chile el 2010 fue justamente la de llevar a las mujeres damnificadas, masajes, autoayuda y sesiones de maquillaje y peinado (se trata por ello de una “política” y no de simples hechos o conceptos aislados).
Pero, esto no es todo: como ¡oh descubrimiento siniestro! las personas tenemos “aspectos que nos desfavorecen”, debemos superarlos y las mujeres nos sentiremos muy seguras si lo logramos.
¿Cuáles son los factores?: “estatura y tamaño; contextura y peso; edad; color de piel y pelo; forma de cara”. Huelgan los comentarios: como adivinamos cuál es el modelo de mujer que persigue nuestro taller, los “aspectos que nos desfavorecen” pueden, sin duda, llevarnos a correr por una cirugía plástica, por blanquearnos al máximo, por usar tacos muy altos para crecer, por ponernos anoréxicas, alisarnos el pelo y así.
Ya sin tapujos el cuadernillo declara: “Tanto peinado, maquillaje, como vestuario constituyen una puerta de entrada para el mundo laboral. Si no se logra un concepto armónico de la apariencia física, difícilmente se podrá reflejar una imagen atractiva, cómoda y segura de sí misma”. Ese “concepto armónico” significa: peinarse “sin tapar el rostro”, el pelo debe estar limpio y ordenado, y si es teñido más limpio aún; el maquillaje: debe ser moderado, “los labios nunca demasiado rojos (hidrátalos con brillo), ni los ojos demasiado pintados. Se debe parecer natural”, y por último el vestuario debe favorecer “una figura armónica y estilizada”. El taller nos aconseja los colores de la ropa: negro, gris y azul porque permiten “verse más delgadas” y no resaltan; pero sobre todo debemos usar trajes dos piezas de pantalón y chaqueta porque nos hacen “elegantes”; el buzo y las calzas no son serios para el trabajo.
Racismo y clasismo se hermanan en este casi increíble taller. ¿Qué es lo armónico, lo estilizado, lo elegante? Por cierto no lo es la figura que la mayoría de las mujeres chilenas, mestizas (profusamente de indígena y español) tenemos, porque claro ¡las pasarelas no son nuestro escenario laboral, ni vivimos en la obsesión de la delgadez!
Es lo que el lenguaje coloquial denuncia como la “cultura pelolais” lo que se asoma en los consejos que el SERNAM quiere darnos, y más aún construir un molde y un imaginario femenino acorde con los cánones estéticos de la clase social que hoy ostenta no sólo el poder económico, sino en el poder político.
Resulta extravagante que el Servicio Nacional de la Mujer, creado a partir de las reivindicaciones de igualdad de las mujeres, buscando su acceso a la vida pública en las mismas condiciones que los hombres, luchando por prácticas de inclusión no sexistas, promueva este tipo de representaciones que justamente lo que hacen es reproducir el sexismo: las mujeres valen por su cuerpo (de ahí hay un paso a la violencia, a la apropiación sexual y comercial), pero no cualquiera sino el que mejor se aproxime al cuerpo de una clase (alta) y una etnia (“blanca”).
Pero, casi como en un chiste, ahora de grueso calibre, este taller no termina ahí, sino que se adentra a una mezcla de manual de comportamiento y disciplina: debemos expresarnos lenta y suavemente, estar con el “abdomen contraído”, sin “risas y carcajadas fuertes”; y nos enseña ¡cómo comer!, a “no hablar con la boca llena” y tener las manos sobre la mesa.Sobre todo, nos recuerda que tenemos que ser “agradecidas”, no gritar, escuchar sin interrumpir.
El “ideal” femenino del SERNAM es una mujer leve, dulce, que no se insubordine, que no rompa con ningún modelo de poder, una “mujercita perfecta”. Es decir una mujer subordinada, “agradecida” de tener un trabajo, limpiecita y “bien vestida”.
Como la institución de los Centros de Madres de Chile (CEMA) y Cemitas, muy manipuladas por la dictadura, dejaron de existir como orgánica del disciplinamiento femenino popular, hoy día se opta por la moda de los talleres y capacitaciones para buscar un efecto similar, pero, por cierto, acorde con los dictados de la circulación económica neoliberal al interior de un modelo cultural conservador y retrógrado.
Esta mezcla monstruosa produce estas iniciativas que, superando el Manual de Carreño de fines del XIX, se convierten en manuales de “carroña”, es decir en preceptos que trabajan sobre los desperdicios, la carne ya muerta, para vivir, revivir los ideales del racismo, el clasismo y el sexismo en pleno siglo XXI y en una sociedad donde las desigualdades de género no son más que la expresión de los profundos abismos sociales que nos circundan.
So pretexto de superar el profundo escollo de la miserable participación de las mujeres en el mercado de trabajo, se despliega la ideología más aterradora, aquella que soterradamente, “suave y calladamente” se instala a nivel de las representaciones y de los símbolos asociados a la construcción de lo femenino, con sus ideas discriminadoras en términos “raciales”, sociales y de género y con la reducción del concepto “mujer” al cuerpo y a su consumo. ¿Sociedad que se codea con la OCDE? Más bien imbunche y “maquillaje” de modernidad de las aspiraciones cada vez más vampirescas del maridaje político-empresarial que hoy ostenta el poder.
Se trata de un manual de disciplinamiento, un Manual de Carroña.
Sonia Montecino
Antropóloga de la Universidad de Chile
Doctora en Antropología de la Universidad de Leiden
Profesora de la Universidad de Chile
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