Las manifestaciones bajo la bandera de Occupy Wall Street hacen eco en tanta gente, no sólo porque dan voz a un sentimiento generalizado de injusticia económica, sino también, y quizás más importantemente aún, porque expresan descontentos y aspiraciones políticas. Al extenderse las protestas desde el Bajo Manhattan hasta ciudades y pueblos de todo el país, éstas han dejado en claro que la indignación contra la avaricia corporativa y la desigualdad económica es real y profunda. Pero, al menos igualmente importante es la protesta contra la falta—o el fracaso—de la representación política. No es tanto una cuestión de si tal o cual político o tal o cual partido es ineficaz o corrupto (aunque eso también es cierto) sino de si el sistema de representación política en general resulta ya insuficiente. Este movimiento de protesta podría, y quizás debe, transformarse en un verdadero proceso constituyente democrático.
La cara política de las protestas de Occupy Wall Street salta a la vista cuando las situamos junto a las otras “acampadas” del año pasado. Juntas forman un ciclo emergente de luchas. En muchos casos, las líneas de influencia son explícitas. Occupy Wall Street se inspira en los campamentos en las plazas de España, que comenzaron el 15 de mayo y siguieron a la ocupación de la plaza de Tahrir de El Cairo a principios de la primavera pasada. A esta sucesión de manifestaciones, hay que añadir una serie de actividades paralelas, como las protestas extendidas en el capitolio de Wisconsin, la ocupación de la plaza Syntagma de Atenas y los campamentos israelíes por la justicia económica. Por supuesto que los contextos de estas protestas son muy distintos y no son simplemente repeticiones de lo que sucedió en otros lugares. Más bien, cada uno de estos movimientos ha logrado traducir algunos elementos comunes en términos de su propia situación.
En la plaza Tahrir, el carácter político del campamento y el hecho de que los manifestantes no podían estar representados en ningún sentido por aquel régimen resultaba evidente. La demanda de que “Mubarak tiene que irse” resultó lo suficientemente potente como para abarcar todas las demás cuestiones. En los campamentos posteriores en la Puerta del Sol, en Madrid, y en la Plaça Catalunya, en Barcelona, la crítica de la representación política era más compleja. Las protestas españolas agruparon una amplia gama de quejas sociales y económicas—relativas a la deuda, la vivienda y la educación, entre otras—pero su “indignación”, que la prensa española identificó desde el principio como su afecto característico, se dirigió claramente a un sistema político incapaz de abordar estas cuestiones. En contra de la pretensión de democracia ofrecida por el actual sistema de representación, los manifestantes se plantearon como una de sus consignas centrales, “Democracia real ya”.
Por lo tanto, Occupy Wall Street debe entenderse como un nuevo desarrollo o permutación de estas exigencias políticas. Por supuesto, un mensaje claro y evidente de las protestas es que los banqueros y las industrias de las finanzas no nos representan de modo alguno: lo que es bueno para Wall Street ciertamente no es bueno para el país (o el mundo). Un fracaso de la representación aún más significativo, sin embargo, debe atribuirse a los políticos y los partidos políticos encargados de representar los intereses del pueblo, pero que en realidad representan más claramente a los bancos y a los acreedores. Tal reconocimiento da lugar a una pregunta básica, aparentemente ingenua: ¿No se supone que la democracia es el gobierno del pueblo sobre la polis—es decir, la totalidad de la vida social y económica? En cambio, parece que la política se ha vuelto servil a los intereses económicos y financieros.
Al insistir en el carácter político de las protestas de Occupy Wall Street, no pretendemos definirlas meramente en términos de las peleas entre republicanos y demócratas, o de los destinos del gobierno de Obama. Si el movimiento continúa y crece, por supuesto que puede obligar a la Casa Blanca o al Congreso a tomar nuevas medidas, e incluso puede llegar a ser un punto importante de contienda durante el próximo ciclo de elecciones presidenciales. Pero los gobiernos de Obama y de George W. Bush son los autores de los rescates bancarios; la falta de representación que las protestas señalan se aplica a ambos partidos. En este contexto, el llamamiento de los españoles que claman por una “democracia real, ya” suena tan urgente como difícil.
Si en conjunto, estos distintos campamentos de protesta—desde El Cairo y Tel Aviv hasta Atenas, Madison, Madrid y ahora Nueva York—expresan un descontento con las actuales estructuras de representación política, entonces ¿qué es lo que ofrecen como alternativa? ¿Cuál es la “democracia real” que proponen?
Las pistas más claras se encuentran en la organización interna de los propios movimientos—específicamente, la forma en que las acampadas experimentan con nuevas prácticas democráticas—. Estos movimientos se han desarrollado de acuerdo a lo que llamamos una “forma de multitud” y se caracterizan por las asambleas frecuentes y las estructuras participativas de toma de decisiones. (Y vale la pena reconocer en este sentido que Occupy Wall Street y muchas de estas otras manifestaciones también tienen profundas raíces en los movimientos de protesta contra la globalización que se extendieron, por lo menos, desde Seattle en 1999 hasta Génova en 2001.)
Mucho se ha dicho de la manera en que las redes sociales como Facebook y Twitter han sido empleadas en estos campamentos. Obviamente, estos instrumentos de red no crean los movimientos pero son herramientas convenientes, debido a que corresponden en cierto sentido a la estructura de la red horizontal y a los experimentos democráticos de los propios movimientos. Twitter, en otras palabras, es útil no sólo para anunciar un evento, sino para el sondeo de la opinión de una gran asamblea sobre una decisión específica en tiempo real.
Por lo tanto, no espere a que los campamentos formen líderes o representantes políticos. Ningún Martin Luther King, Jr. surgirá de las ocupaciones de Wall Street y más allá. Para bien o para mal—y ciertamente estamos entre los que vemos esto como un desarrollo prometedor—este ciclo emergente de movimientos se expresará a sí mismo a través de estructuras horizontales de participación, sin representantes. Por supuesto, tales experimentos en pequeña escala de organización democrática tendría que ser desarrollados mucho más allá, antes de que pudieran articular modelos efectivos de una alternativa social, pero ya están expresando poderosamente la aspiración a una “democracia real”.
Al confrontar la crisis y ver claramente la forma en que está siendo gestionada por el sistema político actual, los jóvenes que pueblan los diversos campamentos están comenzando a plantear, con una madurez inesperada, una pregunta desafiante: Si la democracia—es decir, la democracia que nos ha sido dada—está tambaleando ante los golpes de la crisis económica y es incapaz de hacer valer la voluntad y los intereses de la multitud, entonces ¿no es quizás el momento para considerar obsoleta a aquella forma de democracia?
Si las fuerzas de la riqueza y las finanzas han llegado a dominar las constituciones supuestamente democráticas, incluida la Constitución de los EE.UU., ¿no es posible e incluso necesario hoy en día proponer y construir nuevas figuras constitucionales que puedan abrir vías para retomar el proyecto de la búsqueda de la felicidad colectiva? Con tal razonamiento y tales demandas, que ya estaban muy vivas en los campamentos del Mediterráneo y de Europa, las protestas que se extienden desde Wall Street a lo largo de los Estados Unidos plantean la necesidad de un nuevo proceso constituyente democrático.
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