Si va por una carretera y ve que se bifurca, ¡siga adelante! Gran Bretaña lleva 60 años siguiendo el consejo de Yogi Berra en sus relaciones con Europa. Pero, al terminar 2011, la pregunta es: ¿puede seguir tomando las dos carreteras al mismo tiempo? Si no, ¿cuál debe escoger?
En el debate británico actual, existe una postura euroescéptica minoritaria que puedo respetar, aunque esté totalmente en desacuerdo con ella, y una postura euroescéptica mayoritaria que no puedo respetar, porque se basa en el autoengaño.
La postura minoritaria dice: la independencia de Reino Unido, su soberanía y su libertad de maniobra, en un mundo cambiante y cada vez más posoccidental, son muy importantes para nosotros. Reconocemos que, al apartarnos de la línea central de la integración europea, perderemos influencia, incluso ante Washington y Pekín. Reconocemos que esta actitud inglesa respecto a la Unión Europea puede acelerar la escisión de Escocia. Pero es un precio que estamos dispuestos a pagar. ¿Que seremos una Noruega sin el petróleo? ¿Una Suiza en el mar? ¿Por qué no? Los ingleses somos un pueblo duro e imaginativo y encontraremos una forma de capear el temporal del siglo XXI.Por el contrario, la postura euroescéptica mayoritaria, con la que David Cameron está fundamentalmente de acuerdo, dice: podemos repicar y andar en la procesión. Aunque nos mantengamos al margen de los proyectos centrales de la integración europea, nuestra influencia en Europa y el mundo no disminuirá. “Voy a decir algo sobre la influencia de Reino Unido en Europa”, explicó el subsecretario de Exteriores Henry Bellingham ante la Cámara de los Comunes la semana pasada. “La decisión de no seguir adelante con un tratado para 27 no afecta a nuestra situación dentro de la Unión Europea”. Eso es ridículo. Todo el mundo, tanto en Bruselas como en Washington y Pekín, sabe que no es verdad.
De hecho, esa decisión se tomó precisamente porque Reino Unido se había marginado en Europa. El plan de Cameron no era acabar 1 contra 26. La retórica criptochurchilliana de “pues muy bien, lo haremos solos” fue una forma de presentar la situación a posteriori. Cameron pensó que tenía un trato con Angela Merkel para dar Reino Unido las disposiciones especiales sobre servicios financieros que deseaba. Calculó mal. Al final, Alemania se puso del lado de Francia. Cuando Cameron hizo su apuesta, a primera hora de la mañana del viernes, con todos los que estaban en la mesa conscientes de que los mercados financieros mundiales iban a abrir pocas horas después, se encontró solo.
Dado que Reino Unido no es miembro de la eurozona, dijeron sus miembros, “¿quiénes sois vosotros para pararnos?”. Es importante tener en cuenta que en la mesa no apareció ninguna reserva de buena voluntad como la que suele mostrarse a la hora de ayudar a un miembro destacado a abordar una dificultad política interna. Como Cameron decidió, hace tiempo, sacar a los conservadores del Grupo del Partido Popular Europeo (PPE) en el Parlamento Europeo, no estuvo presente en una reunión crucial de sus líderes —incluidos Merkel y Nicolas Sarkozy—, justo antes de la cumbre de Bruselas. Si hubiera estado, quizás habría conseguido lo que quería. Cuando uno se margina, los demás le marginan también.
Otra variante del autoengaño euroescéptico es la que dice: muy bien, puede que perdamos influencia en Europa, pero no en el mundo. “¿Aislados? No. Ahora, nuestro límite es el mundo entero”, afirma el titular de un ejemplo típico de este género, escrito por el columnista de derechas Simon Heffer. Liberada de las esposas de “la increíblemente idealista, esclerótica y corrupta familia europea”, Reino Unido puede dedicarse ahora a comerciar alegremente con India, China y Brasil. Y Estados Unidos no por eso dejará de tomarnos en serio. Es cierto, reconoce Heffer, que algunos estadounidenses tienen una extraña concepción de Europa como una especie de Estado federal como el suyo, pero “uno de los objetivos de nuestra política exterior debe ser el de reeducar a nuestros primos americanos para quitarles esas ideas”. Primo Barack, prima Hillary, quedáis advertidos. Preparaos que os vamos a reeducar.
Es una forma asombrosa de engañarse a sí mismos. Seamos sinceros. Todos los Estados miembros de la UE tienen que hacer concesiones. Claro que se pierde algo de soberanía e independencia. A cambio, se gana en influencia, escala, poder y, por consiguiente, la capacidad de garantizar una libertad, una seguridad y una prosperidad más reales para los ciudadanos. El propio David Lidington, secretario de Estado para Europa, recordó la semana pasada en los Comunes: “Una voz que representa a 500 millones de consumidores se oye mejor en Pekín, Delhi y Brasilia que 27 voces separadas”.
Es muy probable que este momento de aparente claridad —¡la separación!— se difumine en la confusión habitual el próximo año. La eurozona no se ha salvado. Es posible que Nick Clegg y el Foreign Office, con la ayuda de algunos Estados miembros liberales y comprensivos, consigan que Reino Unido vuelva a la mesa. Muchos otros Gobiernos tienen sus propios intereses especiales que proteger. Todo ello es, como dijo un diplomático, “un lío del carajo”, y se supone que a los británicos se les da muy bien resolverlos.
¿Pero estamos verdaderamente dispuestos los británicos a seguir arreglándonoslas como podamos durante otros 10 o 20 años? Supongo que las dos partes del debate británico sobre Europa estarán de acuerdo en que, en algún momento de los últimos 60 años, cometimos un gran error, aunque no estemos de acuerdo en cuál fue.
Quienes pensamos que los intereses nacionales de nuestro país exigen que sigamos siendo miembros de pleno derecho de la UE pensamos que ese error histórico fue el hecho de permanecer al margen cuando nació en los años cincuenta. Si Reino Unido hubiera estado presente en su creación, habría sido una UE diferente. Quienes creen lo contrario pensarán que el error histórico fue entrar, con retraso, en los años setenta, y después seguir adelante con toda la integración.
En cualquier caso, Reino Unido no se puede permitir otro gran error. Mi pesadilla —que me parece bastante probable— es que el circuito cerrado del Parlamento, el Gobierno y la prensa de Westminster sigan confundiendo a este país (o lo que quede de él cuando se vaya Escocia) hasta empujarlo a los márgenes de Europa. Cuando los ingleses descubran, de aquí a cinco o 10 años, que Heffer, Bellingham y compañía se equivocan de medio a medio; cuando la automarginación del país empiece a dañar su prestigio en Washington, su capacidad de proyectar sus intereses en China, India y Brasil, y a la City de Londres, entonces, Inglaterra —ya solo Inglaterra, quizá en todo caso con Gales— volverá arrastrándose para pedir, por favor, que le dejen entrar, como hizo Reino Unido en los años sesenta. Y entonces los franceses, croatas y escoceses decidirán si responden oui o non.
Esa es una visión digna del fantasma de las Navidades futuras de Dickens.
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