En
memoria de César Farías, huérfano de las musas y Mnemosyne.
Pero no importa que los días felices sean breves / como el viaje de la estrella desprendida del cielo, / pues siempre podremos reunir sus recuerdos, / así como el niño castigado en el patio / encuentra guijarros para
formar brillantes ejércitos. / Pues siempre podremos
estar en un día que no es ayer ni mañana, / mirando el cielo nacido
tras la lluvia / y escuchando a lo lejos / un leve deslizarse de
remos en el agua.
Jorge Teillier
Naturalmente, ustedes
advertirán que ‘memoria’ no es aquí el nombre de un simple topos o un tema
identificable; es quizás el foco, sin identidad sacrosanta, de un enigma que
resulta mucho más difícil de descifrar porque no oculta nada detrás de la
apariencia de una palabra sino que juega con la estructura misma del lenguaje y
ciertos notables efectos de superficie.
Jacques Derrida
Como bien reconoció Nietzsche, los griegos, que con sus “dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo”, erigieron una divinidad particular que sobresalía sobre la multiplicidad de dioses que ensalzaban cuantos sentimientos, pasiones, funciones y disfunciones mentales podían existir: Mnemosyne, la divinidad de la memoria, ocupaba para los hombres un puesto preponderante en el áureo orbe olímpico. Ciertamente no era una diosa segundona. Mas, admítaseme preguntar, ¿por qué los antiguos griegos exaltaban con tanto ahínco la función mental que hoy nos congrega? Hurgando entre los pliegues sacros de la diosa comprenderemos no sólo la peculiar forma en que los antiguos griegos concibieron la rememoración, el modo en que se relacionaban con el pasado (¿cuál pasado?) y construían o no una perspectiva temporal, sino que acaso también aquella callada visión de mundo.
Mnemosyne, diosa titán, hermana de Cronos y Océanos, y madre de las musas, dirige y ampara a la poesía: “Poseído por las Musas, el poeta es el intérprete de Mnemosyne, como el profeta, inspirado por el dios, lo es de Apolo” [1]. ¿Y qué es lo que interpreta?, ¿cuál es el don que otorga Mnemosyne al poeta? Una omnisciencia adivinatoria, pues, tal como reconoció Hesíodo, la diosa de la memoria canta “todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será”. Eso sí, el poeta se distingue del profeta, ya que no se preocupa del porvenir, sino que atiende exclusivamente al pasado prendido en los tiempos antiguos cuya aura refleja “la edad heroica o, más aun, la edad primordial, el tiempo original”[2], que desde luego mantiene siempre una sana distancia de un pasado demasiado humano. No, al poeta le es revelado en la inmediatez un tiempo primordial, sagrado, en el cual se inserta y lo conoce siendo presente; el poeta conoce, experimenta el pasado, porque puede estar presente en el pasado, de forma tal que se torna imposible diferenciar las palabras recordar, saber y ver. De hecho, es el pasado mismo, tal como lo concebimos hoy en día, el que se torna en un imposible, o mejor dicho, en un eterno presente. Remontarse al pasado mítico es mucho más que situar los acontecimientos en un espacio temporal, fijar un antes y un después, un orden de sucesión: es “alcanzar el fondo mismo del ser, descubrir el original, la realidad primordial de la que ha salido el cosmos y que permite comprender el devenir en su conjunto”[3].
De esta forma el poeta se prende de un tiempo inmemorialmente vital, que hace de la evocación poética del pasado no una presencia de lo ausente, no “una ilusión de existencia” de lo que fue, sino que un radical abandono de este deslucido mundo humano, de la edad de hierro, “para descubrir detrás de él otras regiones del ser, otros niveles cósmicos”. Así, como reconoce Vernant, Mnemosyne descubre y canta la historia “de lo invisible, una geografía de lo sobrenatural”.
De seguro aquí estriba el fondo oculto de la sacralización de Mnemosyne que, sorteando la barrera entre pasado y presente, permitía a los vivos el contacto con el más allá. La evocación poética del pasado era, entonces, una especie de boomerang que tan pronto volaba hacia el “otro mundo” permitía su libre retorno: “el pasado aparece como una dimensión del más allá”[4], a la que el poeta podía ir y volver. “Viaje” que además poseía otra dimensión expurgadora, una especie de no retorno a través del cual la rememoración enseña el olvido del presente. El recuerdo del pasado áureo conlleva ineluctablemente al “olvido” del tiempo presente y por tanto de todos los males y dolores propios del existir. El poeta sería entonces la bisagra entre el mundo de acá y el otro mundo del esplendor, entre la realidad decaída nuestra y el “mundo” espléndido de los dioses. Gracias a la poesía nos haríamos partícipes en una medida, por muy insignificante que sea, de esa gloria. De hecho vendríamos de ella, seríamos el polvoriento camino que empalmó con ella, que se acercó.
Con todo, cabe reconocer que la antípoda de la exaltada Mnemosyne esconde el más hondo desprecio al tiempo, a la temporalidad netamente humana. La memoria es exaltada precisamente porque lograría realizar la salida del tiempo enquistándonos en los estáticos y deslumbrantes laureles de lo divino. Cierto, la memoria, lejos de significar una mirada escrutadora hacia el pasado, para los griegos era vivida como una especie de embriaguez que permitía la inspiración poética con toda su videncia y “vivencia” del pasado antiguo y heroico. Mnemosyne es la posibilidad última que tiene el hombre de evadir el tiempo y todas sus implicancias. Creo que, en gran medida, aquí se juega lo que Nietzsche reconoció respecto a los dioses helenos; para el filósofo, “el griego conoció los horrores y los espantos de la existencia, mas, para poder vivir, los encubrió [...]. Aquel Olimpo luminoso logró imponerse únicamente porque el imperio tenebroso de la Moira [Destino] debía quedar ocultado por las resplandecientes figuras de Zeus, de Apolo, de Hermes”[5].
Así, Mnemosyne, quizás como ningún otro dios, permitía sortear el horror provocado ante la experiencia de la moira, de la necesidad del tiempo. De ahí, sin lugar a dudas, su sacra profundidad. Decíamos con Nietzsche que los griegos con sus “dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo”. ¿Qué es lo que nos dice y oculta Mnemosyne? ¿Acaso el reposado desprecio por el tiempo conlleva a su necesario desconocimiento, o será más bien que los griegos sabían, quizás demasiado, cuáles eran las irreversibles aporías del tiempo? Me inclino por esta última: si Mnemosyne no amparó la descripción detallada de los hechos pasados fue precisamente como una forma de evadir la cuestión que resulta siempre impotente de la irreversibilidad del tiempo. La embriaguez de la memoria refleja así un hondo conocimiento de la radicalidad del pasado, de su indisputable tiranía sobre el presente.
Empero, paralelamente a este misterioso y sacro mundo del mito, lentamente, a veces a tirones y refriegas, el pensamiento filosófico también buscaba su espacio, su propia expurgación. Como bien reconoció Jacob Burckhardt en su magnífico estudio sobre la cultura griega, “la filosofía estaba desde el principio violentamente impedida, precisamente por el mito [...]. A este rival y mortal enemigo se le querría siempre explicar, forzar y dar la vuelta, pero siempre permanece; se le quería derribar para que surgiera el pensamiento y el saber libre, pero la ruptura con él sólo se pudo realizar despacio, y nunca completamente”[6]. Ciertamente fue un proceso largo, y si bien suele achacársele a Sócrates y al platonismo el cese del mito, en estricto rigor implicó a una gran variedad de filósofos: Pitágoras, Heráclito, Parménides, por mencionar a algunos, que contribuyeron a su ruptura, a su develamiento como tal.
En medio de estas ambivalencias y reacomodos, la atención que dio Platón a la memoria resulta ejemplar, pues llevó la conciencia mítica y a Mnemosyne a su quiebre. Y es que, fue con Platón y luego con Aristóteles que la memoria alcanzó la dimensión aporética, que hasta el día de hoy nos aflige, al introducir la pregunta por el qué se recuerda. Para el discípulo de Sócrates, la memoria estaba implicada y envuelta en la problemática de la imaginación, de la eikon, que “habla de representación de una cosa ausente” [7]. Esta idea la encontramos en el diálogo “Teeteto” (163d y ss.) donde Sócrates intentaba establecer una base para poder reconocer el error que estriba en tomar una cosa por otra. Como solución nos presenta la metáfora del bloque de cera:
Concédeme [...] que hay en nuestras almas un bloque de cera [...], pues bien, digamos que es un don de Memoria, la madre de todas las musas: aquello de que queremos acordarnos de entre lo que vimos, oímos o pensamos, lo imprimimos en este bloque como si imprimiéramos el cuño de un anillo. Y lo que se imprimió lo recordamos y lo sabemos en tanto su imagen permanezca ahí; pero lo que se borre o no se pudo imprimir, lo olvidamos, es decir, no lo conocemos (191d).
Memoria y olvido se unen así en una misma problemática de mayor rango que guarda relación con las posibilidades de un conocimiento verdadero que pueda ser sustraído de la falsedad. De este modo, y medio al paso, la memoria quedó estrechamente vinculada a las problemáticas de la imagen. Supuestamente corresponde a la huella dejada en el bloque de cera dirimir en última instancia la veracidad de la imagen y de la memoria, es decir, responder a la esquiva pregunta del cómo distinguir entre una imagen real o una meramente ficticia. Paul Ricoeur, siguiendo el argumento platónico, reconocerá que es posible una imagen “verídica o mentirosa porque hay entre la eikon y la impronta una dialéctica de acomodación, de armonización, de ajuste que puede salir bien o mal”[8].
Sin embargo, la teoría de la eikon al resaltar el fenómeno de la presencia de una cosa ausente tendió a dejar a trasmano el reconocimiento de la función propia de la memoria, siendo difícil contrastar a ésta con la imaginación. ¿Cuál será entonces el elemento que, más allá de las innegables similitudes, logre diferenciar a la una de la otra? Una respuesta la da Aristóteles en “De la memoria y de la reminiscencia”, un breve texto que lo encontramos en los Parva Naturalia.
De entrada, el breve escrito introduce una distinción fundamental; recuerdo (mneme) y rememoración (anamnesis) no son la misma cosa. Mientras esta última alude a la búsqueda activa de lo recordado, el primero, mneme, supone la simple presencia del recuerdo ante la mente, caracterizando a la memoria como un pathos, como una afección. Sobre esta base primordial de la memoria, Aristóteles se cuestionará en torno al qué, la cosa de la que uno se acuerda, declarando que “la memoria es del pasado”[9].
Mnemosyne, diosa titán, hermana de Cronos y Océanos, y madre de las musas, dirige y ampara a la poesía: “Poseído por las Musas, el poeta es el intérprete de Mnemosyne, como el profeta, inspirado por el dios, lo es de Apolo” [1]. ¿Y qué es lo que interpreta?, ¿cuál es el don que otorga Mnemosyne al poeta? Una omnisciencia adivinatoria, pues, tal como reconoció Hesíodo, la diosa de la memoria canta “todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será”. Eso sí, el poeta se distingue del profeta, ya que no se preocupa del porvenir, sino que atiende exclusivamente al pasado prendido en los tiempos antiguos cuya aura refleja “la edad heroica o, más aun, la edad primordial, el tiempo original”[2], que desde luego mantiene siempre una sana distancia de un pasado demasiado humano. No, al poeta le es revelado en la inmediatez un tiempo primordial, sagrado, en el cual se inserta y lo conoce siendo presente; el poeta conoce, experimenta el pasado, porque puede estar presente en el pasado, de forma tal que se torna imposible diferenciar las palabras recordar, saber y ver. De hecho, es el pasado mismo, tal como lo concebimos hoy en día, el que se torna en un imposible, o mejor dicho, en un eterno presente. Remontarse al pasado mítico es mucho más que situar los acontecimientos en un espacio temporal, fijar un antes y un después, un orden de sucesión: es “alcanzar el fondo mismo del ser, descubrir el original, la realidad primordial de la que ha salido el cosmos y que permite comprender el devenir en su conjunto”[3].
De esta forma el poeta se prende de un tiempo inmemorialmente vital, que hace de la evocación poética del pasado no una presencia de lo ausente, no “una ilusión de existencia” de lo que fue, sino que un radical abandono de este deslucido mundo humano, de la edad de hierro, “para descubrir detrás de él otras regiones del ser, otros niveles cósmicos”. Así, como reconoce Vernant, Mnemosyne descubre y canta la historia “de lo invisible, una geografía de lo sobrenatural”.
De seguro aquí estriba el fondo oculto de la sacralización de Mnemosyne que, sorteando la barrera entre pasado y presente, permitía a los vivos el contacto con el más allá. La evocación poética del pasado era, entonces, una especie de boomerang que tan pronto volaba hacia el “otro mundo” permitía su libre retorno: “el pasado aparece como una dimensión del más allá”[4], a la que el poeta podía ir y volver. “Viaje” que además poseía otra dimensión expurgadora, una especie de no retorno a través del cual la rememoración enseña el olvido del presente. El recuerdo del pasado áureo conlleva ineluctablemente al “olvido” del tiempo presente y por tanto de todos los males y dolores propios del existir. El poeta sería entonces la bisagra entre el mundo de acá y el otro mundo del esplendor, entre la realidad decaída nuestra y el “mundo” espléndido de los dioses. Gracias a la poesía nos haríamos partícipes en una medida, por muy insignificante que sea, de esa gloria. De hecho vendríamos de ella, seríamos el polvoriento camino que empalmó con ella, que se acercó.
Con todo, cabe reconocer que la antípoda de la exaltada Mnemosyne esconde el más hondo desprecio al tiempo, a la temporalidad netamente humana. La memoria es exaltada precisamente porque lograría realizar la salida del tiempo enquistándonos en los estáticos y deslumbrantes laureles de lo divino. Cierto, la memoria, lejos de significar una mirada escrutadora hacia el pasado, para los griegos era vivida como una especie de embriaguez que permitía la inspiración poética con toda su videncia y “vivencia” del pasado antiguo y heroico. Mnemosyne es la posibilidad última que tiene el hombre de evadir el tiempo y todas sus implicancias. Creo que, en gran medida, aquí se juega lo que Nietzsche reconoció respecto a los dioses helenos; para el filósofo, “el griego conoció los horrores y los espantos de la existencia, mas, para poder vivir, los encubrió [...]. Aquel Olimpo luminoso logró imponerse únicamente porque el imperio tenebroso de la Moira [Destino] debía quedar ocultado por las resplandecientes figuras de Zeus, de Apolo, de Hermes”[5].
Así, Mnemosyne, quizás como ningún otro dios, permitía sortear el horror provocado ante la experiencia de la moira, de la necesidad del tiempo. De ahí, sin lugar a dudas, su sacra profundidad. Decíamos con Nietzsche que los griegos con sus “dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión del mundo”. ¿Qué es lo que nos dice y oculta Mnemosyne? ¿Acaso el reposado desprecio por el tiempo conlleva a su necesario desconocimiento, o será más bien que los griegos sabían, quizás demasiado, cuáles eran las irreversibles aporías del tiempo? Me inclino por esta última: si Mnemosyne no amparó la descripción detallada de los hechos pasados fue precisamente como una forma de evadir la cuestión que resulta siempre impotente de la irreversibilidad del tiempo. La embriaguez de la memoria refleja así un hondo conocimiento de la radicalidad del pasado, de su indisputable tiranía sobre el presente.
Empero, paralelamente a este misterioso y sacro mundo del mito, lentamente, a veces a tirones y refriegas, el pensamiento filosófico también buscaba su espacio, su propia expurgación. Como bien reconoció Jacob Burckhardt en su magnífico estudio sobre la cultura griega, “la filosofía estaba desde el principio violentamente impedida, precisamente por el mito [...]. A este rival y mortal enemigo se le querría siempre explicar, forzar y dar la vuelta, pero siempre permanece; se le quería derribar para que surgiera el pensamiento y el saber libre, pero la ruptura con él sólo se pudo realizar despacio, y nunca completamente”[6]. Ciertamente fue un proceso largo, y si bien suele achacársele a Sócrates y al platonismo el cese del mito, en estricto rigor implicó a una gran variedad de filósofos: Pitágoras, Heráclito, Parménides, por mencionar a algunos, que contribuyeron a su ruptura, a su develamiento como tal.
En medio de estas ambivalencias y reacomodos, la atención que dio Platón a la memoria resulta ejemplar, pues llevó la conciencia mítica y a Mnemosyne a su quiebre. Y es que, fue con Platón y luego con Aristóteles que la memoria alcanzó la dimensión aporética, que hasta el día de hoy nos aflige, al introducir la pregunta por el qué se recuerda. Para el discípulo de Sócrates, la memoria estaba implicada y envuelta en la problemática de la imaginación, de la eikon, que “habla de representación de una cosa ausente” [7]. Esta idea la encontramos en el diálogo “Teeteto” (163d y ss.) donde Sócrates intentaba establecer una base para poder reconocer el error que estriba en tomar una cosa por otra. Como solución nos presenta la metáfora del bloque de cera:
Concédeme [...] que hay en nuestras almas un bloque de cera [...], pues bien, digamos que es un don de Memoria, la madre de todas las musas: aquello de que queremos acordarnos de entre lo que vimos, oímos o pensamos, lo imprimimos en este bloque como si imprimiéramos el cuño de un anillo. Y lo que se imprimió lo recordamos y lo sabemos en tanto su imagen permanezca ahí; pero lo que se borre o no se pudo imprimir, lo olvidamos, es decir, no lo conocemos (191d).
Memoria y olvido se unen así en una misma problemática de mayor rango que guarda relación con las posibilidades de un conocimiento verdadero que pueda ser sustraído de la falsedad. De este modo, y medio al paso, la memoria quedó estrechamente vinculada a las problemáticas de la imagen. Supuestamente corresponde a la huella dejada en el bloque de cera dirimir en última instancia la veracidad de la imagen y de la memoria, es decir, responder a la esquiva pregunta del cómo distinguir entre una imagen real o una meramente ficticia. Paul Ricoeur, siguiendo el argumento platónico, reconocerá que es posible una imagen “verídica o mentirosa porque hay entre la eikon y la impronta una dialéctica de acomodación, de armonización, de ajuste que puede salir bien o mal”[8].
Sin embargo, la teoría de la eikon al resaltar el fenómeno de la presencia de una cosa ausente tendió a dejar a trasmano el reconocimiento de la función propia de la memoria, siendo difícil contrastar a ésta con la imaginación. ¿Cuál será entonces el elemento que, más allá de las innegables similitudes, logre diferenciar a la una de la otra? Una respuesta la da Aristóteles en “De la memoria y de la reminiscencia”, un breve texto que lo encontramos en los Parva Naturalia.
De entrada, el breve escrito introduce una distinción fundamental; recuerdo (mneme) y rememoración (anamnesis) no son la misma cosa. Mientras esta última alude a la búsqueda activa de lo recordado, el primero, mneme, supone la simple presencia del recuerdo ante la mente, caracterizando a la memoria como un pathos, como una afección. Sobre esta base primordial de la memoria, Aristóteles se cuestionará en torno al qué, la cosa de la que uno se acuerda, declarando que “la memoria es del pasado”[9].
Declaración de una sencillez deslumbrante que marca el quiebre definitivo con las corrientes y concepciones míticas que nos preceden en el sentido de que ya no se trata de evadir el tiempo. Es decir, la memoria, lejos de liberarnos del flujo temporal, lo que permite ahora es el recuerdo, situándonos de bruces en las complejidades de la percepción del tiempo. Tras largos siglos de reinado absoluto, la antigua Mnemosyne asistía a su lánguido decaer. Esta vez sí pasó a un segundo plano.
De este modo, y a diferencia de Platón, Aristóteles une memoria a la experiencia temporal. El asunto que nos puede parecer de una obviedad suprema representa en realidad un giro de proporciones que, precisamente, marcará nuestra imposibilidad de remitirnos a la memoria sin contemplar la experiencia temporal.
Empero, tal como aventuramos, Aristóteles no se queda en este punto crucial sino que va directo al meollo abierto por Platón relativo a las ambivalentes relaciones entre memoria e imaginación: “Se podría uno preguntar cómo (we might be puzzled how), cuando la afección está presente y la cosa ausente, uno se acuerda de lo que no está presente”[10]. A esta aporía responde de forma similar a como lo hizo Sócrates, es decir, planteando la metáfora del sello y la cera, aunque reformulada en pintura “de la que afirmamos que es la memoria”, con lo cual se abre de lleno la carga aporética de la memoria: “¿De qué se acuerda uno entonces? Si es de la afección, no es de una cosa ausente de la que uno se acuerda; si es de la cosa, ¿cómo, percibiendo la impresión, podríamos acordarnos de la cosa ausente que no estamos percibiendo? Con otras palabras: ¿cómo, al percibir una imagen, puede uno acordarse de algo distinto de ella?”[11]. Será en la reformulación de la metáfora de la cera en pintura, en inscripción, donde se puede rastrear una solución, puesto que la noción de dibujo introduce la categoría de alteridad que implica “una referencia al otro; el otro distinto de la afección como tal. ¡La ausencia, como el otro de la presencia!”[12]. Así, por ejemplo, la pintura de un objeto cualquiera puede comprenderse como ella en sí misma, como pintura, pero también como una eikon, es decir la representación de algo.
Pues bien, tras un primer balance nos vemos arrojados, por uno u otro lado, a una notable paradoja. Y es que el tránsito de Mnemosyne a la memoria humana, temporal, está atravesado de cabo a cabo por sendas aporías que refieren, fundamentalmente, a la condición de veracidad de la memoria. Volvamos con Vernant:
"No teniendo ya por objeto al ser, sino las determinaciones del tiempo, la memoria se encuentra de este modo desplazada del puesto que ocupaba en la cima de la jerarquía de las facultades. Ya no es sino un pathos del alma que, por su unión con el cuerpo, está sumergida en el flujo temporal [...]. En Aristóteles ya nada recuerda a la Mnemosyne mítica [...], la memoria aparece ahora incluida en el tiempo, pero en un tiempo que todavía permanece, para Aristóteles, rebelde a la inteligibilidad. Función del tiempo, la memoria ya no puede pretender revelar el ser y lo verdadero; pero tampoco puede asegurar, en lo que respecta al pasado, un verdadero conocimiento; en nosotros es menos la fuente de un saber auténtico que el signo de nuestra deficiencia: refleja las insuficiencias de la condición mortal, nuestra incapacidad para ser inteligencia pura”[13].
Digno colofón, la coda precisa para la diosa de la memoria que extrañamente acaba por sumergirse en las aguas de Leteo. El punto para nosotros es casi irrisorio, mas hay que reconocer que con Mnemosyne se fueron nuestras posibilidades de sortear el tiempo. Sé que el asunto suena un tanto ridículo, difícil que sea de otro modo, y sin embargo no puedo dejar de comparar nuestra atribulada facultad de la memoria con los poderes expurgadores de la diosa. En efecto, ¿qué puede hacer nuestra memoria ante la brutalidad del pasado, del así fue que tantos desvelos sacó a Nietzsche, sino conformarse a rechinar los dientes llenos de impotencia ante lo pasado? Culmino esta primera parte con las palabras del propio Nietzsche:
“Fue": así se llama el rechinar de dientes y la más solitaria tribulación de la voluntad. Impotente frente a lo ya hecho, la voluntad es un mal espectador frente a todo lo pretérito. La voluntad no puede querer hacia atrás: que no pueda tampoco quebrantar el tiempo y la sed de tiempo -ésa es su más solitaria aflicción […] que el tiempo no camine hacia atrás es su secreta rabia: la piedra a la que no puede remover, se llama “así fue”[14].
De este modo, y a diferencia de Platón, Aristóteles une memoria a la experiencia temporal. El asunto que nos puede parecer de una obviedad suprema representa en realidad un giro de proporciones que, precisamente, marcará nuestra imposibilidad de remitirnos a la memoria sin contemplar la experiencia temporal.
Empero, tal como aventuramos, Aristóteles no se queda en este punto crucial sino que va directo al meollo abierto por Platón relativo a las ambivalentes relaciones entre memoria e imaginación: “Se podría uno preguntar cómo (we might be puzzled how), cuando la afección está presente y la cosa ausente, uno se acuerda de lo que no está presente”[10]. A esta aporía responde de forma similar a como lo hizo Sócrates, es decir, planteando la metáfora del sello y la cera, aunque reformulada en pintura “de la que afirmamos que es la memoria”, con lo cual se abre de lleno la carga aporética de la memoria: “¿De qué se acuerda uno entonces? Si es de la afección, no es de una cosa ausente de la que uno se acuerda; si es de la cosa, ¿cómo, percibiendo la impresión, podríamos acordarnos de la cosa ausente que no estamos percibiendo? Con otras palabras: ¿cómo, al percibir una imagen, puede uno acordarse de algo distinto de ella?”[11]. Será en la reformulación de la metáfora de la cera en pintura, en inscripción, donde se puede rastrear una solución, puesto que la noción de dibujo introduce la categoría de alteridad que implica “una referencia al otro; el otro distinto de la afección como tal. ¡La ausencia, como el otro de la presencia!”[12]. Así, por ejemplo, la pintura de un objeto cualquiera puede comprenderse como ella en sí misma, como pintura, pero también como una eikon, es decir la representación de algo.
Pues bien, tras un primer balance nos vemos arrojados, por uno u otro lado, a una notable paradoja. Y es que el tránsito de Mnemosyne a la memoria humana, temporal, está atravesado de cabo a cabo por sendas aporías que refieren, fundamentalmente, a la condición de veracidad de la memoria. Volvamos con Vernant:
"No teniendo ya por objeto al ser, sino las determinaciones del tiempo, la memoria se encuentra de este modo desplazada del puesto que ocupaba en la cima de la jerarquía de las facultades. Ya no es sino un pathos del alma que, por su unión con el cuerpo, está sumergida en el flujo temporal [...]. En Aristóteles ya nada recuerda a la Mnemosyne mítica [...], la memoria aparece ahora incluida en el tiempo, pero en un tiempo que todavía permanece, para Aristóteles, rebelde a la inteligibilidad. Función del tiempo, la memoria ya no puede pretender revelar el ser y lo verdadero; pero tampoco puede asegurar, en lo que respecta al pasado, un verdadero conocimiento; en nosotros es menos la fuente de un saber auténtico que el signo de nuestra deficiencia: refleja las insuficiencias de la condición mortal, nuestra incapacidad para ser inteligencia pura”[13].
Digno colofón, la coda precisa para la diosa de la memoria que extrañamente acaba por sumergirse en las aguas de Leteo. El punto para nosotros es casi irrisorio, mas hay que reconocer que con Mnemosyne se fueron nuestras posibilidades de sortear el tiempo. Sé que el asunto suena un tanto ridículo, difícil que sea de otro modo, y sin embargo no puedo dejar de comparar nuestra atribulada facultad de la memoria con los poderes expurgadores de la diosa. En efecto, ¿qué puede hacer nuestra memoria ante la brutalidad del pasado, del así fue que tantos desvelos sacó a Nietzsche, sino conformarse a rechinar los dientes llenos de impotencia ante lo pasado? Culmino esta primera parte con las palabras del propio Nietzsche:
“Fue": así se llama el rechinar de dientes y la más solitaria tribulación de la voluntad. Impotente frente a lo ya hecho, la voluntad es un mal espectador frente a todo lo pretérito. La voluntad no puede querer hacia atrás: que no pueda tampoco quebrantar el tiempo y la sed de tiempo -ésa es su más solitaria aflicción […] que el tiempo no camine hacia atrás es su secreta rabia: la piedra a la que no puede remover, se llama “así fue”[14].
Que en el “fondo” de lo humano no haya otra cosa que una imposibilidad de ver:
tal es la Gorgona, cuya visión ha transformado al hombre en no-hombre.
Giorgio Agamben
tal es la Gorgona, cuya visión ha transformado al hombre en no-hombre.
Giorgio Agamben
El siglo XX que acaba de morir –aunque nunca demasiado– impone a nuestra reflexión en torno a la memoria escollos difíciles de sortear, pues, cual crisol de los tiempos viene a fundir y condensar la doble vertiente de problemas que hemos arrastrado hasta este punto. Y es que a lo largo y ancho del veinte, el así fue se nos revela con una brutalidad desnuda, sin tapujos ni amortizaciones posibles. Sin más, un trago amargo que tan pronto nos interpela, nos esquiva una y otra vez. Creo, quizás como nunca antes, que Mnemosyne aparece en una equidistancia sideral.
Pero su sustituta, la memoria del pasado, de la representación, aparece atravesada por sus propias aporías; ¿cómo alcanzar una memoria verdadera, buena, que no pase del uso al abuso? En el extenso abanico de autores que han tratado esta disyuntiva resalta Tzvetan Todorov, incansable crítico de esta poco espontánea compulsión por el pasado que afecta a las sociedades occidentales[15]. ¿Por qué el afán de memoria y conmemoración? ¿Qué nos esconde este fenómeno?
Como bien ha mostrado este autor, el actual uso de la memoria parece envuelto en un aire de ambivalencia, de contradicciones, que a la vez que presta sus influjos benéficos deviene en reflujo abusivo. Es lo que se ha podido experimentar con los variados regímenes totalitarios del siglo XX que “revelaron la existencia de un peligro antes insospechado: el de un completo dominio sobre la memoria”[16], intentando manipularla hasta sus raíces más íntimas, con formas variadas que van desde la desaparición de las huellas hasta la mentira, pasando por la intimidación y el uso de eufemismos que anulan o encubren la existencia de realidades que por lo general esconden un hórrido fondo.
En contraposición a estos abusos, por todos bien conocidos, surge una memoria aureolada de un inusual prestigio ya que “cualquier acto de reminiscencia, por humilde que fuese, pudo ser asimilado a la resistencia antitotalitaria”[17]. El acto de recordar se convierte así en una especie de épica capaz de arrebatar, y por tanto también de negar, las manipulaciones de estos tipos de regímenes. La rememoración de Aristóteles, la praxis del recuerdo, expresa aquí con una claridad máxima la “memoria feliz”. En efecto, es la reminiscencia del pasado, la búsqueda intensa del recuerdo, la que se sacia una y otra vez.
Sin embargo, Todorov nos advertirá que esta “memoria feliz” rápidamente puede derivar en otras formas de abusos, como la sacralización del pasado que, a decir verdad, no está muy distante de la manipulación. De hecho, en tanto pretende resaltar una selección de hechos por sobre otros, de instaurar una memoria oficial y común, en estricto rigor lo que se hace es manipular la memoria, sea individual o colectiva. Desde luego, no deja de sorprender la facilidad con que se puede pasar de una actitud de lucha contra las manipulaciones del recuerdo, a otra que termina por clausurar y congelar una idea de recuerdo que generalmente se presenta como final y holista.
Ciertamente, varios son los autores que han llamado la atención tanto contra los candados de la memoria como contra la compulsión insaciable del recuerdo, reconociendo, en cambio, la necesidad del olvido. Nietzsche en su Segunda intempestiva hizo un tanto, mas fue Jorge Luis Borges con su personaje Funes, el que restituyó plenamente los méritos enajenados al olvido.
Entonces, abría que reconocer una especie de punto medio en el que la memoria parece tornarse justa, en la que frágilmente oscila entre los despeñaderos del abuso del recuerdo total, de la amnesia absoluta, de la manipulación descarada. El mismo Todorov intentará dar con el esquivo justo medio, y sin embargo hay que admitir que, al margen de dichos intentos, brota una nota que no calza, que se fuga o viene a pique. En efecto, si volvemos sobre nuestros pasos, recordaremos que la filosofía griega nos legó una formulación de la memoria que, al ser despojada de su aura mítica, fue concebida como la facultad por la que podemos representar lo ausente, es decir que nos permite imaginar el pasado. Recordar en este sentido supone esencialmente un acto de representar aquello existido, aquello que fue. Desde luego, esta teoría carga una serie de dificultades que nos llegan incluso hasta hoy y que, por sobre todo, tienden a poner en duda la capacidad verídica del común acto de recordar. Los abusos de la memoria que he referido son, justamente, el reflejo de esta problemática de la representación.
Con todo, el siglo xx dio un giro harto más radical a esta aporía al tender la balanza a uno de los extremos, enseñándonos la impotencia de nuestra memoria para representar ciertos acontecimientos. Existe un inusual acuerdo en señalar que la problemática de la memoria, del cómo representar aquello que está ausente, se acrecienta con Auschwitz hasta lo irrisorio puesto que habría una especie de imposibilidad de hablar y representarlo, un vacío en el testimonio mismo, la fuente de todo recuerdo.
Nuevamente nos situamos en los abusos de la memoria, y sin embargo la situación se revierte pues lo que antes se advertía, a partir del ejemplo de Funes, como la necesidad de trazar el camino que conjugara la memoria épica, la del tiempo recobrado, con el olvido, ahora, la historia de Auschwitz, enseña en cambio el olvido radical. Ante esto, la metáfora de Funes, el de la memoria absoluta, se nos revela en su honda ficción, como un personaje enteramente ficticio cuyo epígrafe lo marca como tal: “…ut nihil non iisdem verbis reddetur auditum.”[18]. Es decir, por muy memorioso que sea, no logra restituir al pasado en su integridad, jamás lo volverá a ser presente. Pero, ¿qué sucede cuando el antagónico, el olvido total se vuelve tangible, cuando el gran temor que experimentaba San Agustín resulta insorteable, cuando se impone el olvido radical, una laguna en nuestra mente?
Se nos advierte por uno u otro lado sobre la necesidad de memorizar, de combatir de este modo los abusos del totalitarismo, los abusos de la memoria. Con todo, volvamos a preguntar, ¿qué pasa cuando el mismo remedio se torna inservible pues simplemente la memoria ya no tiene lugar, cuando fue sepultada por la pesadilla agustiniana del olvido? Emerge un nuevo horizonte preñado de un algo que obliga a callar y que Primo Levi ha mentado como la Gorgona, la diosa de nuestros días:
Lo repito, no somos nosotros, los supervivientes, los verdaderos testigos…Los que hemos sobrevivido somos una minoría anómala, además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones, o su habilidad, o su suerte, no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos, los “musulmanes”, los hundidos, los testigos integrales, aquellos cuya declaración habría podido tener un significado general[19].
Musulmán, palabra extraña que en el lenguaje de los campos de concentración, designaba al prisionero totalmente abandonado, cadáver ambulante, o muerto viviente que deambulaba como si fuese un fantasma, falto de toda razón y fuerza física. Era, como señala Levi, el individuo que ha tocado fondo, que estando vivo, ha experimentado la muerte. Por lo mismo, era por sobre todo, “el nervio del campo, el umbral fatal que todos los deportados están a punto de atravesar en cualquier momento […] el musulmán es unánimemente evitado en el campo porque todos se reconocen en su rostro abolido”[20].
Y justamente este nervio, esta cifra condensada, es el testigo integral, el verdadero, puesto que él es el que ha visto a la Gorgona. Pero, ¿qué significa aquí esta nueva figura mítica, ese esperpento de cabeza femenina enmarcada de víboras que parece condenarnos al silencio, incluso al mismo sobreviviente?
Si seguimos a Agamben, la Gorgona griega sería una especie de “cara prohibida, imposible de mirar porque ocasiona la muerte”, una visión imposible que, a la vez, es “absolutamente inevitable”. Desde aquí, el autor concluye que “la Gorgona no nombra algo que está en el campo o acontece en él, algo que el musulmán habría visto, a diferencia del superviviente. Designa más bien la imposibilidad de ver de quien está en el campo, de quien en el campo ‘ha tocado fondo’ y se ha convertido en no-hombre. El musulmán no ha visto nada, no ha conocido nada, salvo la imposibilidad de conocer y ver”[21].
Así, aquel que ha tocado fondo haya nada, sólo un vacío, una laguna que torna al testimonio en silencio. De ahí que Auschwitz envuelva en un oscuro manto de incertidumbre a cuanta tentativa a habido por aprehenderlo, manteniéndose lejano, acaso intestimoniable, pues, ¿cómo testimoniar donde la palabra ha desaparecido, donde se impone el silencio, donde falta el testimonio del testigo integral?[22]
Sin embargo, paralelamente a este vacío, Agamben muestra que el musulmán esconde otra dimensión: “Es verdaderamente la larva que nuestra memoria no consigue sepultar, eso a lo que no podemos decir adiós y con lo que hemos de confrontarnos de forma obligada”[23]. ¿Una contradicción? Por cierto que si. Y es que el musulmán, a la vez que imposible de borrarse de nuestra memoria, tampoco puede ser recordado puesto que no hay testimonio de él (en términos platónicos, el cuño no se habría impreso en el bloque de cera). En este sentido, la memoria queda entrampada y sumergida en sus propias aporías, jaqueada por su propio imperativo de verdad del bloque de cera que, en tanto acomodación de la imagen al recuerdo, resulta inviable en un caso extremo como el de Auschwitz. De hecho, si se sigue la lógica, la conclusión acaba siendo del todo funesta: puesto que el testigo integral no puede testimoniar, tampoco hablar, entonces, ¿el crimen de Auschwitz habría de ser negado o si quiera puesto en duda?
De este modo, la memoria, nuestra querida facultad que nos permite representar el pasado ausente, al consagrarse de lleno a su precepto de veracidad, de acomodación, sólo ha conseguido, acaso sin si quiera pretenderlo, el mayor de los abusos[24], revelándonos de paso la impotencia de su genio representador. Así, abandonados de Mnemosyne nos queda hundirnos en la decepcionada paradoja de la Gorgona, aquella imposible de mirar pero que tampoco no podemos dejar de hurgar.
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[2] Ibíd., p. 92.
[3] Ibíd., p. 95.
[4] Ibíd., p. 97.
[5] Nietzsche, Friedrich, El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2002, p. 237.
[6] Burckhardt, Jacob, Historia de la cultura griega, Barcelona, Iberia, vol. III, p. 402.
[7] Ricoeur, Paul, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003, p. 23.
[8] Ibíd., p. 30. Considero que esta discusión cabe contextualizarla en los problemas de la mimesis que Platón señaló en La República. En efecto, es bien conocida la expulsión de los poetas de la república del filósofo por ser unos meros imitadores de realidad y por tanto unos engañadores. En palabras de Óscar Velásquez, “el imitador produce apariencias pero no realidades [...]. Poeta y pintor tratan y expresan fantasmas de cosas que ellos no conocen, puesto que no tienen habilidad ni experiencia en lo que a ellas concierne [...]. El problema real con el poeta está en su capacidad para engañar” (Oscar Velásquez, Politeia, un estudio sobre La República de Platón, Santiago, Universidad Católica de Chile, 1997, pp. 129-131 y 143-145). Según esto, toda imitación, toda imagen de la realidad estaría marcada por la falsedad. Sin embargo, concorde al “Teeteto” pareciera existir un grado de verdad de la imagen, siendo posible distinguir entre imágenes reales y ficticias, veracidad que está dada por la acomodación, el ajuste de la imagen a la impronta.
[9] Ricoeur, Paul, La memoria…, ob. cit., p. 34. Para el texto de Aristóteles, véase 449b 15. Existe traducción al castellano de los Parva Naturalia en Alianza.
[10] Citado en Ricoeur, Memoria…, ob. cit., p. 35. El texto de Aristóteles corresponde a 450a 26-27 en “De la memoria y de la reminiscencia”.
[11] Ibíd.
[12] Ibíd. Para Ricoeur, la solución, si bien resulta notablemente hábil, presenta sus propios problemas que dicen relación con el cómo vincular el movimiento externo que provoca la impronta con el desdoblamiento interno frente a la imagen mental: “Esta unión entre estímulo (externo) y semejanza (íntima) seguirá siendo para nosotros la cruz de toda la problemática de la memoria”. De hecho, este autor reconocerá que Aristóteles “al asumir a su vez como marco de discusión la categoría de la eikon corre el riesgo de haber mantenido la aporía en un callejón sin salida [...] las paradojas de la impronta no dejarán de resurgir más tarde”.
[13] Vernant, Jean-Pierre, Mito y pensamiento…, ob. cit., p. 118.
[14] Nietzsche, Friedrich, Así habló Zarathustra, Ed. Planeta, España, 2001. Segunda parte, pág., 151
[15] A este respecto, señala el autor, “en este momento, que señala el paso del tiempo, fin de un siglo y comienzo de otro, los europeos parecen obsesionados por un culto: el de la memoria”, en: Todorov, Tzvetan, Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo xx, Barcelona, Península, 2002, p. 139. Además puede consultarse su breve obra Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós, 2000. Asimismo, Paul Ricoeur en la obra que hemos citado da una triple tipología de los abusos de la memoria que al menos corresponde mencionar: el nivel patológico de la memoria impedida; el nivel práctico de la memoria manipulada; y el nivel ético-político de la memoria obligada.
[16] Ibíd., p. 139.
[17] Ibíd., p. 144.
[18] Ninguna palabra que alguna vez fue dicha vuelve a ser oída de la misma manera. Esto corresponde a la primera frase que Funes, el memorioso, formula en su oscura celda y que a través de Borges nos fue posible acercarnos y oírla.
[19] Levi, Primo, Los hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik, 1989, pp. 72-73. Citado por Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo, España, Pre-Textos, 2005, pp. 33-34. Por cierto, el punto al que alude Levi no es menor, sino que ha marcado las principales discusiones teóricas en torno a los límites y posibilidades que poseen las humanidades en general y en especial la disciplina de la historia para representar acontecimientos extremos como el de los campos de concentración. Ejemplo de ello, es la citada obra de Paul Ricoeur, o más concretamente, la discusión entre Dominick La Capra y Giorgio Agamben respecto a los límites de la representación. Pero por sobre todo, cabe mencionar la llamada Controversia de los historiadores que enfrentó en Alemania, entre 1986 y 1988, ha distintos historiadores y filósofos sobre las posibilidades de hacer la historia del régimen nazi y de Auschwitz.
[20] Ibid., pp. 52-53.
[21] Ibid., p. 55.
[22] A partir de esto, Agamben refiere que “la shoá es un acontecimiento sin testigos en el doble sentido de que sobre ella es imposible dar testimonio, tanto desde el interior -porque no se puede testimoniar desde el interior de la muerte, no hay voz para la extinción de la voz- como desde el exterior, porque el outsider queda excluido por definición del acontecimiento”, p. 35.
[23] Ibid., p. 84-85.
[24] ¿Cómo revertirla, cómo salir de esta cruel aporía? Es el mismo Agamben quien se encargará de refutar este argumento negacionista, y si bien resulta imposible reproducir la extensa y compleja argumentación en esta nota, puedo referir, al menos, un punto que resulta esencial para lo que he venido diciendo. Señala el citado autor: “Es justamente el hecho de que [el testimonio] sea inherente a la lengua como tal, porque atestigua el manifestarse de una potencia de decir solamente por medio de una impotencia, lo que hace que su autoridad no dependa de una verdad factual, de la conformidad entre lo dicho y los hechos, entre la memoria y lo acaecido, sino en la relación inmemorial entre lo indecible y lo decible, entre el dentro y el fuera de la lengua” (165). Así, Agamben sale al paso de la aporía de la memoria renunciando al criterio de verdad en tanto acomodación lo cual le permitirá sentenciar hacia el final de la obra: “Sea, en efecto, Auschwitz, aquello de lo que no es posible testimoniar; y sea, a la vez, el musulmán como absoluta imposibilidad de testimoniar. Si el testigo testimonia por el musulmán, si consigue llevar a la palabra la imposibilidad de hablar -es decir, si el musulmán se constituye como testigo integral- el negacionismo queda refutado en su propio fundamento. En el musulmán, la imposibilidad de testimoniar no es ya, en rigor, una simple privación, sino que se ha convertido en real, existe como tal. Si el superviviente da testimonio no de las cámaras de gas o de Auschwitz, sino por el musulmán; si habla sólo a partir de una imposibilidad de hablar, en ese caso su testimonio no puede ser negado. Auschwitz -aquello de lo que no es posible testimoniar- queda probado de forma irrefutable y absoluta” (172).
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