Los escenarios norteafricanos de la II Guerra Mundial están llenos de gente interesante: Rommel y Montgomery, sin ir más lejos, por no hablar de Von Stauffenberg, que se dejó allí medio cuerpo; Ramcke, el jefe de los paracaidistas de la brigada Afrika; el alado as Hans Marseille, Stirling, creador de los comandos del SAS; Bagnold, el rey de las dunas y las patrullas del desierto, o, claro, el conde Almásy, el escurridizo y romántico merodeador de las arenas. Pero ninguno de ellos escribía como Keith Douglas.
Dotado de un enorme talento literario y gran poeta, alabado por T. S Eliot y Lawrence Durrell, Douglas luchó como oficial de blindados al mando de un carro Crusader Mk. III del Real Cuerpo de Tanques (RCT) en la batalla de El Alamein y luego siguió la campaña del Octavo Ejército hasta Túnez. Portaba una edición de Penguin de los Sonetos de Shakespeare, un ejemplar de Así habló Zaratustra recogido del enemigo cuyo propietario había subrayado las frases aplicables al ideario nazi, y una petaca de whisky. Tenerle a él allí, en África, fue como tener a Jenofonte en la retirada de los diez mil o a Tucídides batiéndose el cobre (más bien el bronce) contra los espartanos en los primeros compases de la guerra del Peloponeso.
Equivalente en la segunda contienda mundial de los grandes poetas de guerra de la primera -Sassoon, Owen, Edward Thomas-, culto, sensible, observador, curioso y dotado de una alegre socarronería digna de mejor marco ("mis sentidos de la proporción y del humor expulsaron al poeta trágico"), Keith Douglas nos ha dejado en su crónica De El Alamein a Zem Zem (1946), uno de los mejores, más esclarecedores y conmovedores libros sobre la guerra, sobre cualquier guerra, jamás escritos. Reino de Redonda acaba de publicarlo ahora con traducción y notas de Antonio Iriarte y un entusiasta prólogo del cineasta Agustín Díaz Yanes. En la pluma de Douglas, los carros semejan sapos agazapados en la penumbra, los soldados saliendo de las trincheras recuerdan a los guerreros sembrados por Cadmo, y unos bersaglieri caídos, con sus cascos emplumados agitándose en la brisa de la mañana, están desparramados "como excursionistas que se hubiesen puesto enfermos". En el fragor del tanque, el mundo exterior parece misteriosamente silencioso y el territorio en que se adentra, punteado de carcasas humeantes de pánzers del enemigo, "una tierra de ilimitada extrañeza".
Obra sobre la camaradería, el miedo, el valor y la piedad, pleno de valor histórico y literario, lleno de aventuras, De El Alamein a Zem Zem (Zem Zem es el nombre de un wadi tunecino) nos mete en la guerra de las arenas y nos hace vivir episodios dignos de Tobruk o Las ratas del desierto con toda la intensidad del combatiente. Una vez el tanque de Douglas avanza junto a una columna alemana sin que ni unos ni otros se aperciban, inicialmente. Otra, el Crusader se enzarza en un mortal juego del ratón y el gato con pánzers y 88 mm entre las dunas, dejando en el interín Douglas una frase de leyenda: "Y en el mismo momento en que desde lo alto de la torreta veo doce tanques enemigos a cincuenta metros, alguien me alcanza un sándwich de queso".
En muchas páginas testimonia la prosa del poeta el inmenso horror de la batalla. "Se distinguía que era un ser humano solo por la ropa. No tenía cara: en su lugar había una enorme leguminosa amarilla en la que unos ojos sin pestañas parpadeaban". En una ocasión, al averiarse su Crusader y proporcionarle el mando otro cuya tripulación había sido abatida, el poeta chapotea literalmente en sangre. Ante un soldado muerto: "Su expresión de agonía parecía tan viva y apremiante, su mirada fija tan salvaje y desesperada... Me llenó de inútil compasión". Una mosca en el ojo seco de otro cadáver le hace pensar en Rimbaud, un Sherman ardiendo en el crepúsculo, en Ambrose Bierce. Al meterse en un averiado carro M 13 italiano, del que surge un olor dulzón, para inspeccionarlo, apunta: "La tripulación estaba, por así decir, distribuida alrededor de la torreta. Al principio me resultó entender cómo estaban colocados sus miembros. Yacían en un torpe abrazo, sus blancas caras aún más blancas, como siempre estaban las de los muertos en el desierto, por la ligera capa de polvo que las recubría. Uno tenía un gran agujero en la cabeza, con todo el cráneo hundido por detrás de lo que quedaba de una oreja".
Son muchas las escenas atroces en las dunas. Pero también hay lugar para la cotidianeidad de las raciones y las lecturas, la mecánica y la búsqueda de souvenirs del enemigo: las pistolas Luger y Beretta. Y para la exultante sensación de haber vencido y seguir con vida entre tantas cruces que jalonan el camino: "Nos repartimos el botín con el júbilo inmemorial de los conquistadores y, bajo la vieja manta del cielo comida por las estrellas nos acostamos a soñar con la victoria". No hay en Douglas sin embargo ni pizca de crueldad y sí una enorme dosis de humanidad hacia los vencidos, al cabo la de África del Norte una Krieg ohne Hass, una guerra sin odio, en palabras del zorro mariscal. Hay algún episodio con una chica (Milana Gutiérrez) en Alejandría que hace pensar en el durrelliano Cuarteto.
Es fácil entender qué fibra sensible del editor Javier Marías han tocado estas memorias bélicas: Douglas muestra un carácter deliciosamente inglés y su relato está lleno de descripciones, apreciaciones y comentarios sobre la curiosa y hasta excéntrica -a veces ridícula- vida británica en campaña para chuparse los dedos. Por ejemplo, el uso de alusiones a los caballos y al cricket como clave en las comunicaciones entre tanques que en absoluto confundía a los alemanes. O las arengas del coronel Picadilly Jim a sus estirados oficiales. Como escribe el propio Douglas en uno de sus poemas (que figuran en todas la antologías de poesía de guerra: mi favorito es Vergissmeinnicht, sobre la visión del cadáver de un tanquista alemán y la foto de su chica, Stefi), "¿cómo puedes vivir entre esta amable, / obsolescente raza de héroes, y no llorar?".
Nacido en 1920 en Tunbridge Wells, Kent, hijo de un capitán del ejército, Douglas tuvo una infancia infeliz por la enfermedad crónica de su madre, el abandono de su padre y las estrecheces económicas. Imaginativo y sensible, estudió Historia en Oxford. Individualista, algo anárquico y contradictorio, pese a ser declaradamente antimilitarista se enroló al empezar la II Guerra Mundial y recibió formación de oficial en Sandhurst. Enviado al cuartel general en El Cairo como teniente especialista en camuflaje, se escapó y se unió en octubre de 1942 a su regimiento (los Sherwood Rangers, que ya es nombre sugerente) en primera línea a tiempo de participar en la batalla de El Alamein, donde fue herido al pisar una mina de la clase denominada Bety la saltarina. Tras la victoria en África y ya como capitán, desembarcó en Normandía el día D y murió al ser alcanzado por fuego de mortero tres días más tarde cerca de Bayeaux. Lo enterraron bajo un seto. Tenía 24 años y siempre supo que no sobreviviría a la guerra.
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