"La muerte es un maestro venido de Alemania sus ojos son azules”, escribió Paul Celan en “Fuga de muerte”, poema publicado en 1952, siete años después de la Segunda Guerra Mundial. Superviviente de los campos nazis de concentración (no así sus padres), Celan forma parte de un grupo de poetas y escritores judíos (Stefan Zweig, Primo Levi, Marina Tsvetáyeva, entre otros) que sobrevivieron a los totalitarismos del siglo XX para más tarde optar por el suicidio, oprimidos tal vez por aquello que Tony Judt llamó “el peso de la responsabilidad”. ¿Responsabilidad de qué? En estos casos, de haber sobrevivido.
Precisamente de un maestro de la muerte -de ojos azules y venido de Alemania, como el del poema de Celan- se ocupa A la caza de Eichmann, de Neal Bascomb, la investigación más reciente sobre la compleja operación realizada en 1960 por el Mossad -el principal servicio de inteligencia del entonces joven Estado israelí- para ubicar, secuestrar y llevar a juicio en Israel al teniente coronel de las SS nazis Adolf Eichmann, alias “El Maestro”, jefe de operaciones del genocidio hitleriano y responsable de una enorme maquinaria logística y burocrática, extendida por todos los países ocupados por la Alemania nazi, para el asesinato masivo, programado y sistemático de seis millones de judíos “enemigos del Tercer Reich”.
Escrito como si fuera “una novela de Tom Clancy” -capítulos cortos, estilo ágil y suspenso a raudales-, el libro comienza in medias res la noche del 11 de mayo de 1960, en un suburbio de Buenos Aires. Allí, cinco agentes del Mossad -todos sobrevivientes del exterminio nazi, con al menos un familiar asesinado por el régimen- están a punto de secuestrar al ciudadano argentino Ricardo Klement (“un hombre de rutinas y horarios precisos”, cuya predictibilidad “le hacía vulnerable”), a quien han identificado como Eichmann. El texto finaliza en Israel dos años después, en 1962, tras el juicio que declaró a Eichmann culpable de crímenes contra el pueblo judío y le condenó a morir en la horca, materializando la primera y hasta ahora única sentencia de muerte dictada por un tribunal israelí.
En medio, Bascomb examina el grado de implicación de Eichmann en la maquinaria exterminadora nazi; su huida de Alemania a la llegada de los rusos a Berlín, mientras el Reich se desintegraba; su vida de forajido por Europa durante los años posteriores a la guerra y su renacimiento, bajo el nombre de Ricardo Klement, en Buenos Aires, donde se radicó en 1947 ayudado por las redes del gobierno de Perón destinadas a proteger a los expatriados nazis y a la colonia de 300 mil alemanes que vivía en la capital argentina (ellos financiaron parte de la campaña presidencial del general).
Paralelamente, la narración también aborda las extenuantes pesquisas realizadas por los primeros cazadores de nazis (Tuviah Friedman y Simon Wiesenthal) y la Agencia Judía para Palestina (precursora del gobierno israelí) para rastrear las huellas de Eichmann hasta Sudamérica, y cómo finalmente el Mossad, siguiendo órdenes expresas del primer ministro israelí David Ben-Gurión, le dio caza al fugitivo.
Según Bascomb, la arriesgada y costosa captura de Eichmann fue precipitada por dos factores. El primero, una serie de ataques y manifestaciones realizados por grupos nazis a lo largo de Alemania Occidental en contra de sinagogas y otros símbolos judíos hacia finales de 1959. Estos hechos, en modo alguno casos aislados, vinieron a recordar a Europa e Israel que, lejos de haberse sofocado, el nazismo estaba siendo reactivado desde la clandestinidad en la que se había sumergido tras la guerra, tal cual estaba ocurriendo con el fascismo en Italia, donde movimientos de ultraderecha, como el de Ordine Nuovo de Pino Rauti, comenzaban a prefigurar los “años de plomo” que asaltarían la península una década después.
El segundo factor fue que el gobierno de Ben-Gurión, no conforme con los resultados de los juicios de Núremberg (que condenaron sólo a 185 acusados) y viendo que la Guerra Fría había instalado otras amenazas en las agendas de seguridad occidentales (el comunismo soviético y los estallidos revolucionarios), decidió hacer justicia por su cuenta. Las autoridades israelíes miraban con desazón que el mundo, e incluso su propia gente, hubiera intentado olvidar lo ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial, mientras prominentes figuras nazis, como el Dr. Mengele o Eichmann, rehacían sus vidas en Medio Oriente, Sudamérica o en cualquier lugar del planeta. Ben-Gurión pensaba que Israel no había ganado una guerra de independencia en 1948 solamente para darles hogar a los suyos. Creía que el Estado judío tenía un “deber histórico” con sus muertos y que juzgar a Eichmann sería “moralmente muy importante para las jóvenes generaciones de Israel”, porque “le recordaría al mundo sus responsabilidades”.
Cuando el 11 de mayo de 1960 Eichmann fue secuestrado por los agentes del Mossad, apenas opuso resistencia. “Si se resiste, le dispararemos. ¿Lo ha entendido?”, le dijo el agente a cargo de reducirlo en la maleta de un Buick arrendado. “Ya me he resignado a mi destino”, fue la respuesta de Eichmann, quien esa misma noche lamentaría que “ningún hombre puede estar alerta quince años” y argumentaría que durante la guerra había “cumplido órdenes”. Sus captores no podían creer que aquel hombre patético y avejentado hubiera tenido en sus manos el destino de los judíos europeos.
El juicio en Israel acaparó las cámaras y los titulares del mundo y siguió los designios de Ben-Gurión: se trataba de juzgar a un hombre, pero también de exponer ante el mundo el exterminio de los judíos. El proceso, según Bascomb, tuvo un profundo impacto en Israel, uniendo al país de un modo que no había ocurrido desde la guerra de 1948 y reforzando definitivamente la idea de que el Estado era esencial para la supervivencia de los judíos.
De cara a su muerte, el 31 de mayo de 1962, sólo 17 años después del derrumbe final del Tercer Reich, Eichmann miró a los testigos presentes en la sala (cuatro periodistas incluidos) y dijo: “Larga vida a Alemania. Larga vida a Argentina. Larga vida a Austria... Tuve que obedecer las leyes de la guerra y a mi bandera. Estoy preparado”. Luego esbozó una sonrisa y sentenció: “Caballeros, nos volveremos a encontrar pronto. Es el destino de todos los hombres”.
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