Durante los siglos XVIII y XIX París fue una de las ciudades
europeas que acogió a un gran número de artistas y científicos extranjeros.
Esta época, caracterizada por la realización de extensos viajes formativos en
Europa -más conocidos como Grand
Tour-, mantuvo una circulación permanente de turistas aristócratas y
burgueses provenientes de todas las latitudes del globo. Durante el siglo XX,
esta tendencia aumentó a causa de las guerras que asolaron al Viejo Continente
y que desplazaron de sus países de origen a miles de intelectuales, políticos,
músicos, pintores y estudiantes que encontraron en París un espacio para
desarrollarse.
Más allá de la bohemia y los aparentes desenfrenos que
caracterizaban a la estimulante ciudad de las luces retratada por Hemingway en A Moveable Feast, la fascinación por el
influjo cultural que ejercía París en las elites progresistas no cesó de atraer
a jóvenes estudiantes norteamericanos ansiosos de cruzar el Atlántico para
aprender la lengua de Montaigne y Baudelaire, profundizar los estudios universitarios
y caminar sin destino por algún quartier, boulevard o parque como lo hacen
lo(a)s flâneurs que componen el paisaje de ese modus vivendi llamado la vie parisienne.
Tal como lo musicalizó Gershwin a fines de 1928 en su obra
sinfónica An american in Paris,
los años de postguerra en París fueron el escenario perfecto para estimular la
creación artística, desarrollar el pensamiento crítico, experimentar la
libertad y una forma de vida acorde al ritmo impuesto por una ciudad que vivía
su edad de oro. A través del cine se recuerda fácilmente el papel de Audrey
Hepburn en la película Sabrina de
Howard Hawks, donde tras un fallido intento de suicidio la hija del chófer de
una familia de clase alta era enviada a estudiar a París y regresaba a los
Estados Unidos convertida en una joven elegante y refinada.
Este es el contexto que la profesora de la Universidad de
Yale, Alice Kaplan, utiliza para reconstruir en un apasionante relato las
estadías en París de una ex Primera Dama, una ensayista y escritora y una
defensora de los derechos civiles. Estas tres mujeres legendarias no son otras
sino Jacqueline Kennedy, Susan Sontag y Angela Davis, jóvenes estudiantes que
vivieron una temporada en la capital francesa y que transformadas por el
espíritu parisino encarnan aún hoy el genio femenino americano, genio que debe
mucho al clisé del sueño francés instalado en la sociedad estadounidense a
través del imaginario hollywoodense.
Jacqueline Bouvier Kennedy aprovechó el programa del Smith
College para aprender la lengua y la cultura francesa entre 1949 y 1950. Su
origen francés, orgullosamente reivindicado, le ha permitido alardear de esa
diferencia frente al medio americano-irlandés del clan Kennedy, que la
consideró durante largo tiempo como una extraña cuya sofisticación resultaba
chocante. Susan Sontag, por su parte, vivió en París durante los años 1957 y
1958, allí encontró una forma de liberación sexual que pronto adoptó al mismo
tiempo que descubría los encantos de la Nouvelle Vague y el Nouveau
Roman, que luego contribuyó a introducir en los Estados Unidos. Si el viaje
transatlántico era bien visto para una joven de la alta burguesía como
Jacqueline Bouvier, este no dejó la misma percepción en el caso de Susan
Sontag, que dejó a su marido y a su pequeño hijo para inscribirse en la
Sorbonne, lugar donde jamás puso sus pies pues prefirió seguir un derrotero
afectivo e intelectual libre de compromisos. En el caso de Angela Davis, París
era el centro de todas la vanguardias y el vivero de los grupos políticos más
radicales. De esta manera, la estudiante mundana, la intelectual bohemia y la
militante contestataria encontraban en Paris una capital para la vida
intelectual más que un enorme museo.
Trois Américaines à
Paris no es un capítulo más de la ya conocida historia de los
(auto)exiliados en París. Su punto de partida, un simple año de intercambio o
una breve residencia, permite redescubrir tres tiempos de la vida social y
cultural francesa, retratados a través de las repercusiones de esas estadías en
la vida de tres mujeres iconos de la historia política e intelectual
estadounidense. Precisamente, la celebridad de estas tres mujeres llega después
de su paso por París. Jackie Kennedy se convierte en primera dama en 1961, a
mediados de la década de 1960 Susan Sontag deviene la más célebre representante
de la denominada French Theory en los círculos académicos estadounidenses y
Angela Davis alcanza fama mundial cuando el entonces gobernador de California,
Ronald Reagan, solicitaba que ella no diera clases en ninguna universidad
estatal por sus supuestas acciones subversivas y radical militancia política.
Una vez convertida en First Lady, Jacqueline Kennedy -que
leía a Saint-Simon y a Proust en francés- no dudó en hacer de la cultura
francesa un arma diplomática. Su visita oficial a París en junio de 1961, menos
de seis meses después de que JFK asumiera el poder, o el envío a los Estados
Unidos de exposiciones artísticas y actividades literarias patrocinadas por
André Malraux, son ejemplos de su ferviente francofilia y su afrancesado gusto
por la moda pese a las críticas de sus compatriotas que juzgaban su postura
elitista.
Encontrando en la ciudad de las luces las condiciones de una
libertad sexual y de una autoexploración sistemática, Susan Sontag se convirtió
–de acuerdo a su propio testimonio- en una “americana autoeuropeizada”. Lo que
a ella importaba no era exclusivamente el universo de referencias académicas
que allí descubrió (el existencialismo de Sartre, el pensamiento feminista de
Simone de Beauvoir, la presencia del absurdo en la dramaturgia de Ionesco, el
vanguardismo de Godard, y la crítica de Barthes), sino más bien una cierta
concepción del intelectual que mezclaba formalismo teórico, intervenciones
políticas y defensa de un modo de vida inconformista, que pronto se plasmaron
en su obra ensayística.
El breve paso de Angela Davis por París en el verano de 1962
refleja de manera más sorprendente una historia de las afinidades electivas
entre Francia y los Estados Unidos. Luego de una brillante carrera universitaria
cruzada por la lectura de Sartre y Camus en Brandeis, Davis partió a Europa a
profundizar sus estudios de filosofía. Mientras expandía su cultura literaria y
filosófica, reafirmó en esta ciudad su compromiso político, al cual sus
orígenes afroamericanos sin duda la predestinaban. El ataque cometido en 1963
contra una Iglesia Bautista negra en Birmingham (Alabama) -su ciudad de origen-
y el racismo antimagrebí que observó en Francia justo en una época en que las
brasas de la guerra de Argelia, recientemente acabada, aún no se apagaban,
alimentaron aún más su determinación como activa defensora de los derechos
civiles de los afroamericanos. A su regreso a los Estados Unidos, su ascendente
carrera académica en la UCLA se vio truncada por la vigilancia a la que fue
sometida por su filiación al Partido Comunista y su proximidad a los Black
Panthers, el ala más radical del movimiento de liberación afroamericano. En
1970 fue inculpada de cómplice en una toma de rehenes que buscaba liberar a
tres prisioneros políticos negros y el FBI presionó con éxito a sus jefes para
expulsarla de la universidad. Estos acontecimientos suscitaron en el mundo
entero, y particularmente en Francia, muestras de solidaridad y simpatía por su
activismo político. En 1971, el viejo Louis Aragon encabezó una marcha de
60.000 personas que desfilaron protestando por su causa luego del llamado que
hiciera el Partido Comunista francés y algunos integrantes de la intelligentsia como Foucault y
Genet.
Así, estas tres mujeres lograron traducir en términos
políticos y culturales, y cada una a su modo, lo que las calles parisinas le
ofrecían. Esta fusión de lo político, la literatura, el arte y la estética, que
produjo tantos debates y confusiones en el siglo XX, demuestran los cruces e
intersticios de una época de profundos cambios socioculturales que tendrían eco
más allá de las fronteras de esa nueva Atenas llamada París.
París respondía así a las expectativas contrastantes de la
esteta Jacqueline Kennedy, de la “bobo” Susan Sontag y de la militante Angela
Davis. Las tres encontrarían una ciudad que las hizo vivir un espíritu de
libertad que no reinaba en la puritana América. Ellas descubrirían una cultura
que, en la etapa más fructífera del existencialismo, de la nouvelle vague y del
estructuralismo, cambiaría los dogmas y los códigos sociales establecidos, no
sin palpar realidades menos agradables: para algunas la falta de confort y
estrechez del hábitat parisino y de sus chambres de bonne y para otra el
racismo de las familias que la acogieron. A través de tres momentos
biográficos, Alice Kaplan invita a reflexionar sobre las transferencias
culturales entre las dos orillas del Atlántico, ofreciendo una bella historia
en espejo de la segunda mitad del siglo XX, época de la cual estas tres mujeres
fueron sino las musas al menos símbolos incuestionables.
1 comentario:
Al ver los comentarios de Paris y teniendo en cuenta que nunca he ido, quisiera poder obtener Pasajes Baratos para poder disfrutar de ese maravilloso país. Ojala que próximamente pueda viajar a algun país Europeo
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