El escenario: un salón de clases en Harvard. La ocasión: el examen oral de un estudiante de historia en riesgo de rajarse en el examen final. La pregunta: “¿Podría por favor comparar la experiencia de los italianos en la Primera Guerra Mundial con su experiencia en la Segunda?”. El estudiante es presa del pánico; aparecen gotas de sudor sobre su frente. Su respuesta nerviosa: “¿Quiere decir que hubo dos?”.
¿Qué ha fallado en la educación histórica? Consideremos el panorama. Hoy existen más historiadores profesionales —aquellos que se ganan el pan de cada día haciendo eso exclusivamente— que los que han existido desde que Heródoto comenzó su crónica. Los programas de postgrado de las grandes universidades producen legiones de PhD, que a su turno producen más PhD que proliferan en un sinnúmero de conferencias y en cada vez más instituciones. Los recintos antes espaciosos de la casa de la historia se han ido subdividiendo en compartimentos especializados crecientemente más pequeños. Cada vez sabemos más sobre menos cosas. Artículos como “Las relaciones laborales en la industria danesa de la margarina de 1870 a 1934” (History Workshop Journal, 1990) encuentran quién los publique sin dificultad.
La situación no es mejor en las escuelas de secundaria, donde los estudiantes se sientan estupefactos frente a libros de texto de historia mundial del tamaño de directorios telefónicos y casi igual de interesantes de leer. Hay millones de dólares amarrados a una industria editorial en la cual la regla sagrada es “No ofenderás”, especialmente a los comités de aprobación elegidos sobre la base de criterios políticos, de cuya aceptación o rechazo depende una publicación. Reacios a tomar demasiados riesgos, muchos de estos libros son hechos por una cadena de producción de diseñadores gráficos, comités editoriales y correctores aburridos, que luego reciben el sello aprobatorio de académicos pagados por taparse las narices y mirar para otro lado. En estas producciones brillan por su ausencia las grandes narraciones históricas, escritas por una sola mano o a lo sumo dos (como el Nevins y Commager de mi época escolar), capaces de encender la imaginación, de alimentar la voracidad por el drama histórico latente en casi todas las mentes jóvenes.
Relegada en gran parte a una rama menor de la cívica, Clío, la Musa que no se atreve a pronunciar su nombre, está aun así bajo amenaza. Por un lado, se le pide que dé un paso adelante y presente las Verdades Eternas de la Tradición Occidental; por otro, se le dice que es una malvada buena para nada, a menos que se convierta al “multiculturalismo”.
Luego surgen batallas encendidas alrededor de sutilezas que resultarían de una ridiculez cómica —como la diferencia entre “personas esclavizadas” y “esclavos”— si no fuera porque dejan un desierto de polémicas amargas. Decir “eurocéntrico” o “afrocéntrico” es no entender en absoluto el problema: principalmente, que mientras que en los colegios y universidades la historia adopte la forma de álbum de fragmentos documentales y sugerencias morales, su capacidad de capturar la imaginación está perdida. Una historia multicultural que no hace nada distinto de ofrecer guías taquigráficas fáciles de usar sobre la civilización mundial (dos páginas sobre Benín, dos sobre los mughales) tiene tantas probabilidades de aburrir con sus evangelios de santidad ancestral como lo tenían de distorsionar las historias más antiguas que hacían énfasis en el inofensivo dinamismo europeo.
Y mientras que la historia en nuestras escuelas puede estar genuinamente amenazada por una suerte de extinción, los académicos, como la formidable Gertrude Himmelfarb, se inquietan y se enfurecen ante la perspectiva de que las notas de pie de página corran una suerte parecida. (Yo mismo recibí un fuerte regaño de ella en el New York Times Book Review por omitir las notas de pie de página en Ciudadanos, mi libro sobre la Revolución Francesa, escrito específicamente para una audiencia popular.) Otros de los que se han nombrado a sí mismos policías de Clío oprimen el botón de pánico al menor signo de coqueteo literario. Sobre todo, los historiadores reciben advertencias y reprimendas: absténgase de lo subjetivo, de lo interpretativo. El camino hacia la verdad es la ruta dura y pedregosa de la acumulación empírica; la objetividad límpida y fría es el santo grial al final del sendero. El rostro del historiador no debe traicionar la vivacidad del narrador; tiene que ser una máscara desapasionada.
Sin embargo, la capacidad de pasar inadvertido —la pretensión de distancia— no solía ser la cualidad más notoria de los historiadores que leí en la escuela, y la verdad tampoco lo es de ninguno de los grandes textos históricos que han perdurado a lo largo del tiempo. Los académicos que yo admiraba —David Knowles, que enseñó y escribió sobre la disolución de los monasterios en la época Tudor como un momento trágico y no como un triunfo de la construcción del Estado inglés; el escocés Denis Brogan, que analizó con ojos sarcásticos la política de las repúblicas francesa y americana; Richard Cobb, cuyo seminario sobre la Revolución Francesa constituyó una de las caóticas glorias de Oxford en los sesenta y los setenta— compartían una habilidad instintiva para habitar mundos separados del nuestro por el tiempo, y para traernos la cercanía de esa experiencia de “el otro” a sus obras, dándole voz, color y textura.
Tal vez el más excéntrico de estos viajeros involuntarios del tiempo fue Walter Ullmann, el gran historiador del papado a cuyo altillo en Nevile’s Court, en Trinity College, Cambridge, fui enviado en el verano de 1965 a estudiar historia medieval. El día estaba inusualmente tormentoso, una mañana gris y oscura alumbrada por rayos repentinos. En su celda de filósofo se encontraba la figura sombría y jorobada de Ullmann, con lentes a lo Pío XII engarzados con precariedad sobre la nariz, y una bata verdusca con esa iridiscencia mohosa que adquieren las togas muy usadas de los académicos en el húmedo oriente inglés. Fumador empedernido de cigarrillos baratos, que sacudía la ceniza de la bota de sus pantalones, era un personaje de excentricidad sobrecogedora, incluso para los estándares de Cambridge. Procedí a dar juiciosa lectura a mi torpe ensayo sobre la conversión al cristianismo del emperador Constantino, con la ópera de fondo de la tormenta cada vez más violenta. En un momento dado, justo cuando conducía al emperador hacia una decisión conveniente, hubo un golpe de trueno ensordecedor. Ullmann saltó de su asiento, corrió hacia la ventana y exclamó: “¡Estoy oyendo la sentencia de muerte de Bizancio!”.
Imagino entonces que la oyó. ¿Quiere decir que la historia de Ullmann —ese sorprendente sentido de inmediatez que transmitía— era menos buena por eso? ¿Acaso era un académico más dudoso, un analista más débil, debido a esta reducción psicológica de los siglos? Lo dudo mucho, tanto como dudo que a Macaulay lo haya perjudicado su ferviente convicción en la religión del progreso Whig, o a Jules Michelet su fe inquebrantable en el destino democrático de Francia.
La tensión entre los historiadores populares y los árbitros del decoro profesional es en sí misma historia antigua. Muchos de los historiadores que han perdurado —Voltaire, Gibbon, Macaulay, Carlyle y Trevelyan— escribieron no sólo por fuera de la academia sino desafiándola de manera consciente. Un padre encolerizado sacó abruptamente a Gibbon de Oxford por sus coqueteos con el catolicismo y lo despachó rumbo a Lausana, donde su intelecto florecería. Sin embargo, sus recuerdos autobiográficos sobre “la manera profunda y aburrida de dar de beber de los profesores de Oxford” es una de las versiones más críticas de la calidad soñolienta de la vida académica.
G. M. Trevelyan, que escribió con tanta elocuencia sobre los “autoelogios escleróticos de los académicos”, abandonó su cargo en Cambridge justo porque creía que los historiadores analíticos lo intimidarían en la creación de la historia literaria que estaba fermentando en su maravillosa imaginación. Francis Parkman, el gran historiador americano del siglo XIX, se convirtió al final en profesor de Harvard, pero su cátedra era en horticultura.
Para todos estos escritores la historia no era un lugar remoto y fúnebre. Era un mundo que hablaba en voz alta y con apremio sobre nuestras preocupaciones. ¿Cómo revivir su sentido de inmediatez dramática? En primer lugar, la historia necesita liberarse de su cautiverio en el currículo escolar, donde está como rehén de esa gran disciplina amorfa y utilitaria llamada estudios sociales. La historia necesita declarar sin sentimiento de culpa lo que realmente es: el estudio del pasado en todo su esplendoroso desorden. Debe deleitarse en lo pasado del pasado, en esa música extraña de su dicción.
Las peores herramientas educativas utilizadas para interesar a los niños en la historia son, en mi opinión, esos “periódicos históricos” que reducen la experiencia de los siglos pasados a titulares modernos con entrevistas de preguntas y respuestas a Thomas Jefferson o Frederick Douglass, privando a estos personajes de su propia voz y de las cualidades que precisamente hacen que la historia sea tan interesante. El poder narrativo de la historia no depende de que sea regurgitada a la manera de las noticias televisivas del día. En realidad, es justamente lo contrario: en las manos adecuadas, adquiere más poder precisamente en la medida en que se diferencia, y no en que se asemeja, del pábulo insípido de la información desechable de nuestro mundo.
G. M. Trevelyan lo dijo de mejor manera: “La poesía de la historia reside en el hecho casi milagroso de que alguna vez, sobre este planeta, sobre este pedazo de tierra que nos es familiar, caminaron otros hombres y mujeres tan reales como nosotros, que pensaron sus propios pensamientos, que fueron dominados por sus propias pasiones, y que ya no están; se desvanecieron uno tras otro, se fueron de la misma manera definitiva en que desapareceremos nosotros como fantasmas al amanecer”.
Pero, ¿por qué nos tenemos que espantar?, se pueden preguntar con razón los estudiantes. ¿Para qué deambular entre tumbas sombrías? La respuesta debe ser clara: la historia no es un manual de instrucciones lleno de analogías para explicar cualquier crisis de la semana —Saddam como Hitler, Kuwait como Munich—, y ciertamente tampoco es una especie de tónico preparado con cuidado para la autoestima étnica. Como lo expresó alguna vez un historiador irreprochable, R. G. Collingwood, estudiamos lo que ha hecho el hombre, para descubrir qué es el hombre. La historia es una forma indispensable de autoconocimiento humano. Las naciones y las comunidades no pueden ignorar esa comprensión especial que se deriva del estudio de su pasado, de la misma forma en que los individuos no se pueden entender a sí mismos sin conocer las acciones y las creencias de sus propias familias, de sus ancestros.
Fue, creo, el poeta romano Horacio el que escribió que un pueblo sin historia permanece encadenado en la mentalidad de un niño que no sabe de dónde viene ni hacia dónde va. Conocer nuestro pasado significa crecer. La misión de la historia, por lo tanto, es iluminar la condición humana desde el testimonio de la memoria. Sin embargo, es probable que las verdades que arrojan esas historias estén siempre más cerca de las que se revelan en las grandes novelas o poemas, que de las leyes generales abstractas que buscan los científicos sociales.
En este sentido, la institución de protocolos de objetividad, vigilados por los guardianes de Clío que responden ante una especie de Corte Suprema Histórica designada por la Asociación Histórica Americana, parece ser una tarea menos urgente que la de restablecer la historia a las formas que le permitan captar la imaginación pública. Esa forma, como quedó demostrado por la impresionante serie de Ken Burns para la televisión pública sobre la Guerra Civil Americana, tiene que ser narrativa; sin desechar la argumentación y el análisis, pero confiriéndoles un adecuado poder dramático y poético. No obstante, la única materia que no se enseña en los departamentos universitarios de historia es la narrativa. Incluso cuando es admitida con cautela en el currículo, aparece brevemente y casi siempre limitada por la vestidura de plomo de la teoría narrativa. Quizá deberíamos entrenar a nuestros historiadores académicos no frente a una clase de estudiantes de postgrado que ya alcanzaron respetabilidad profesional, sino frente a una clase de estudiantes de segundo grado de secundaria, para quienes la importancia de la historia no es en sí misma evidente.
Sospecho que no es probable que este tipo de recomendaciones sean recibidas con aplausos encendidos por parte de muchos de mis colegas, aunque en las páginas del boletín de la Academia Americana de Historia, Perspectivas, se está dando al fin un debate fascinante sobre los libros de texto. La historia siempre ha sido un “terreno debatible”, como anotó Macaulay. “Está en la frontera de dos territorios, bajo la jurisdicción de dos poderes hostiles; y así como pasa en otros distritos situados de manera similar, está mal definida, mal cultivada y mal regulada. En vez de ser compartida de manera equitativa por sus dos gobernantes, la Razón y la Imaginación, cae alternativamente bajo el dominio exclusivo y absoluto de uno de ellos. A veces es ficción. A veces es teoría...”.
Cuando Macaulay escribió esto, tenía la temeridad y la confianza de sus 28 años. Había nacido exactamente con el siglo en cuyo progreso creía con tanto fervor. En 1828, las grandes obras de los historiadores narrativos —Carlyle, Bancroft, Michelet, Prescott, Mommsen y el mismo Macaulay— estaban por venir. Resulta aún más significativo que gran parte de la mejor escritura imaginativa del siglo interpelaba directamente a la historia: Los novios de Manzoni, Guerra y paz de Tolstoi, Felix Holt el Radical de George Eliot, Los miserables de Victor Hugo, Educación sentimental de Flaubert. En 1874, Alejandro Dumas pudo felicitar a Lamartine (medio en broma) por haber elevado la historia al nivel de la novela.
Luego, en el tercer cuarto del siglo XIX, a medida que la historia se convertía en una disciplina académica, los recién fundados departamentos universitarios comenzaron a considerar que la libre camaradería entre literatura e historia era poco seria. Los narradores fueron hechos a un lado y se acogieron los intentos de los científicos de reconstruir, a partir de fragmentos y pistas, lo que según ellos sería una versión de un evento empíricamente verificable y objetivamente fundada, con sus causas y consecuencias delineadas con precisión. Hasta que otro historiador, trabajando a partir de las mismas fuentes, llegaba a la conclusión exactamente opuesta, estableciendo así el carácter del “debate histórico”, un juego de diferenciación que tenía lugar en casi todas las revistas sobre historia.
La forma convencional es algo de este estilo: La esclavitud en la Fredonia barroca: una revisión por John J. Juggins: “En 1968, Wendy F. Muggins publicó su artículo seminal sobre la estructura social feudal en la Fredonia del siglo XVII. Una década más tarde, Cuthbert C. Buggins corrigió de manera sustancial esta ortodoxia, con base en la lectura de los registros tributarios de Fredonia. Incomprensiblemente, ni Muggins ni Buggins consultaron los registros feudales locales del norte de Sylvania. Si lo hubieran hecho, se habrían dado cuenta de que era necesario hacer una revisión radical de la visión prevaleciente. En las páginas que siguen, espero dar alguna luz sobre...”
A medida que las instituciones académicas de historia crecieron en fuerza y en número, el síndrome Juggins-Buggins-Muggins se convirtió en la forma predominante de argumento histórico. El análisis era seguido de ásperas correcciones; y era inevitable que el académico temporalmente victorioso se convirtiera luego en un asno corregido con ignominia. El tema de la historia llegó a ser los otros historiadores. Y las narraciones que una vez fueron el gran motor intelectual de las obras de Motley, el celebrado historiador de la sublevación danesa, o de Michelet, fueron degradadas a simple entretenimiento. El poder de hacer que el lector viva esos momentos desaparecidos, que sienta por un instante que el pasado es más real, más urgente que el presente, fue dejado para los novelistas históricos, mientras que los “profesionales” siguieron haciendo “trabajos serios”, produciendo la Explicación Definitiva de los Eventos Importantes.
Los narradores no sólo perdieron terreno, sino que empezaron a ser despreciados con agresividad: Michelet fue reemplazado por Marx; Carlyle y Macaulay, por sir John Seeley y Bishop Stubbs, cancerberos de la historia imperial y constitucional británica. La prosa bella y emocionante de los bostonianos —Bancroft, Prescott y Parkman— comenzó a acumular polvo en las estanterías de las librerías de viejo, donde con seguridad todavía se consiguen estos gigantes olvidados que duermen dentro de sus cubiertas verdes de tela y cuero.
Emular, por supuesto, no es lo mismo que imitar. No podemos volver a escribir en su estilo ni con la misma confianza retórica; tampoco lo debemos intentar. La generación actual de historiadores debe encontrar una voz propia, así como lo hizo la generación que la precedió. La tradición narrativa no se ha extinguido. Sigue presente con brillo y vivacidad en las obras de historiadores y académicos “profesionales” intachables como Bernard Bailyn, Jonathan Spence, Eric Foner, James McPherson, William Cronon, Peter Gay. Hay escritores de no ficción que no pertenecen a la academia —como Richard Rhodes, J. Anthony Lukas y Taylor Branch—, que han creado obras poderosas y creativas, incluso épicas, sobre la historia de nuestro siglo, y que cuentan por lo tanto con un gran número de lectores.
Y también están las conmemoraciones significativas como 1776, 1789, o incluso 1492 —fechas que no se pueden desestimar con ligereza, como sucede con nuestros aniversarios privados—, que en sus mejores narraciones nos permiten una comunicación viva y directa entre las vidas presentes y pasadas.
Estamos en el umbral del próximo milenio. No es muy aventurado predecir que los estrategas del mundo editorial (para no mencionar a los medios visuales) tienen planeado recibirlo con proyectos de magnitud épica como enciclopedias, series de películas con varias partes, camisetas y calcomanías que proclamen: “Soy un sobreviviente del segundo milenio”, historias estilo Nintendo en las cuales es posible dar un vistazo a épocas enteras y a imperios y juzgarlos con una imparcialidad políticamente aceptable.
¿Es mucho esperar que entre los batallones que están en la contienda y que luchan por acumular culpas o elogios en el registro de la humanidad imperfecta, el patetismo del pasado vuelva a encontrar a su historiador? ¿Descubriremos acaso, como en 2001: odisea del espacio, de Arthur C. Clark, nuestros orígenes mientras buscamos el futuro? Con más modestia podemos, quizás, esperar alguna gran narración que recuerde los tiempos descritos por Macaulay, cuando la aparición de una nueva historia era tan emocionante que había “turbas en las bibliotecas; conmoción en los clubes literarios; la nueva novela espera a su lector”.
Simon Schama
Historiador
Professor of Art History and History, Columbia University.
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