Algún tiempo después de su paso por Chile -donde tuvo              que soportar la persecución de su admirador y enamorado el              gran historiador liberal Miguel Luis Amunátegui-, Sara Bernhardt              presentó en Milan, Tosca, pero no la de Puccini, sino              justamente la que inspiraría al joven Giacomo a componer una              versión para la ópera: Tosca, de Victorien Sardou.              Folletín del llamado naturalismo francés, sobre acontecimientos              italianos. Una anécdota decimonónica.
 El tiempo en que ocurre el drama de Tosca es análogo              al nuestro. Los ideales republicanos de Revolución Francesa              caídos en desgracia en Francia, tienen todavía contumaces              dispuestos a sacrificarse por ellos en Italia. Y Napoleón,              el vehículo de la posibilidad efectiva de llevarlos a cabo              en Roma. El de la república es un movimiento local que ha conocido              los excesos del tiempo y el giro moderado que a aquél sigue              como un desgraciado pero irremediable consuelo. Cuando Napoleón,              después de invadir Italia y habiendo instaurado la República              Romana y también la Cisalpina, salió en busca de otros              enemigos a Egipto, quedó allí el niño salvado,              la primera víctima del Quijote, a merced de otros victimarios              menos bien intencionados. Estos eran los amigos del Príncipe              de Metternich, del Papado y de la instauración del régimen              policiaco que Scarpia preside. Son los feligreses. Hacia el final              del primer acto, entonando un Te Deum por la derrota de Napoleón              en Marengo, exhiben su satanismo aristocrático y eclesiástico.              Aquí la Iglesia, los privilegiados y Scapia se reúnen              a celebrar no sólo aquella, sino también el haber escapado              ilesos del pasaje más difícil de la pequeña historia.              La historia la tienen como un desperfecto cuya causa son los desperfectos              de Francia.
Como síntomas o redentores de ese mundillo, están Mario              Cavaradossi, Floria Tosca y Cesare Angelotti, el último desde              un principio más comprometido que el primero en la causa revolucionaria,              y la segunda la más celosa de los tres. En Floria Tosca se              encarna la feminidad preferida del fino espíritu masculino:              la cantante cuya pasión no distingue los ambientes aparentemente              tan disímiles. el teatro -donde oficia de diva-, y el interior              de la iglesia -adonde acude a solicitar el perdón de la diosa              Virgen María (La Madonna)- son su mismo y único              escenario, el preferido de sus rituales de celos y disculpas por los              mismos.
Scarpia acumula por dos, los respectivos vicios de la religión              y el erotismo, esto es: la beatería y la lascivia. Porque es              un dictador completamente vulgar no puede otorgar dignidad a su causa              sino por el temor que provoca. Soluciona su bajeza moral siendo todavía              más malo. Hay otros personajes similares en otras óperas.              Pizarro en Fidelio, de Beethoven, por ejemplo, aunque luce              un ascetismo que en cierto grado lo disculpa.
No sólo posee Tosca un sentido trágico en su              inesperado final -que bien podría entenderse extendido por              la comparecencia de Floria y Scarpia ante Dios (O Scarpia, avanti              a Dio!)- sino que más bien, resulta poco feliz encantarse              con un proceso político que de antemano tiene garantizado su              fracaso, por su propia abstención o la derrota que procede              del exterior. Como se adelantó, no es casual que la revolución              pasada (la francesa) desacralice la intención revolucionaria              de Angelotti. Por ello, esta no es una pieza "subversiva"              como sostiene René Leibowitz. Aquí Angelotti no es el              héroe. Sus héroes son Tosca y Cavaradossi, pues lo son              de un sentido romántico y pesimista ajeno a la ideología              iluminista que en Angelotti pareciera un mal entendido, producto de              su incapacidad de apercibirse de las direcciones tomadas por la historia.              Es una tragedia restringida exclusivamente a ellos dos. No hay Iglesia              ni tampoco Dios en el sentido trascendental que los inspiren y que              puedan salvarlos en otro lugar. 
Cavaradossi pinta a María Magdalena              por un encargo que se le ha hecho, cuestión muy propia del              artista mercenario; Tosca pide explicaciones por la desgracia sufrida              a Dios en su Vissi d'Arte, pero en realidad la palabra Signore              toma el lugar de las providencias sagradas de cualquier superstición.              Ni el republicanismo ni la religión sirven de explicación,              pues el uno ha sido doblegado cuando no por sus propios enemigos en              Marengo (ya que la noticia de la derrota de Napoleón por el              General Melas resulta falsa, haciendo posible el grito Victoria!,              de Caravadossi) al menos por su propia naturaleza subversiva; y la              otra, la religión, tiene el rostro de Scarpia acompañado              del cardenal en celebración.
           El tiempo en que transcurre Tosca es análogo a la inesperada              dirección que tomó para el pensamiento revolucionario,              la historia, en Chile, después de 1973. La razón llevada              a su coherente extremo explica muy poco, y la Iglesia es el refugio,              como para Angelotti, provisorio del vencido, pero no podría              llegar a ser su casa. Pues bien, Tosca y Mario no pueden existir,              necesitan morir, para no hacernos creer que los héroes tienen              un lugar posible aquí.
Joaquín Trujillo
Poeta
Abogado de la Universidad de Chile

 
 
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