Uno de los desafíos que enfrentan quienes observan los levantamientos que se extienden en el norte de Africa y Medio Oriente es leerlos no tanto como repeticiones del pasado, sino como experimentos originales que abren nuevas posibilidades políticas relevantes, mucho más allá de la región, para la libertad y la democracia. De hecho, nuestra esperanza es que a través de ese ciclo de luchas el mundo árabe se convierta en los próximos diez años en lo que fue América Latina en la década pasada: un laboratorio de experimentación política entre movimientos sociales poderosos y gobiernos progresistas, de Argentina a Venezuela y de Brasil a Bolivia. Esas revueltas han realizado de inmediato una suerte de limpieza ideológica que barrió con las concepciones racistas de un choque de civilizaciones que relegan la política árabe al pasado. Las multitudes de Túnez, El Cairo y Bengazi demuelen los estereotipos políticos de que los árabes se ven limitados a la opción entre dictaduras laicas y teocracias fanáticas, o de que los musulmanes de algún modo son incapaces de libertad y democracia. Hasta el hecho de que se llame “revoluciones” a esas luchas parece engañar a los comentaristas, que asumen que el avance de los acontecimientos debe obedecer la lógica de 1789, de 1917 o de alguna otra rebelión europea del pasado.
Las actuales revoluciones árabes estallaron en relación con el tema del desempleo, y su núcleo está formado por jóvenes de alto nivel de educación con ambiciones frustradas, un sector de la población que tiene mucho en común con los estudiantes que protestan en Londres y Roma.
Si bien la principal exigencia en el mundo árabe se centra en el fin de la tiranía y los gobiernos autoritarios, detrás de esa demanda hay una serie de reivindicaciones sociales que no sólo suponen el fin de la dependencia y la pobreza, sino también una transferencia del poder a una población inteligente y muy capacitada. El abandono del poder por parte de Zine al-Avidine Ben Alí y Hosni Mubarak o Muammar Kadafi no es más que el primer paso. La organización de las revueltas recuerda lo que venimos viendo desde hace más de diez años desde Seattle hasta Buenos Aires, Génova y Cochabamba, Bolivia: una red horizontal que no tiene un solo líder central. Los órganos opositores tradicionales pueden participar en esa red, pero no pueden dirigirla. Los observadores externos han tratado de designar a un líder de las revueltas egipcias desde sus comienzos: tal vez Mohamed El Baradei, quizás el gerente de marketing de Google, Wael Ghonim. Temen que la Hermandad Musulmana u otra organización tome el control de los acontecimientos. Lo que no entienden es que la multitud puede organizarse sin un centro, que la imposición de un líder o la asimilación a una organización tradicional socavarían su poder. El predominio en las revueltas de herramientas de redes sociales, tales como Facebook, YouTube y Twitter, es síntoma, y no causa, de esa estructura. Esas son las formas de expresión de una población inteligente capaz de organizarse de forma autónoma.
Si bien esos movimientos rechazan la dirección central, deben consolidar sus demandas para vincular los segmentos más activos de la rebelión con las necesidades de la gran mayoría de la población. Las insurrecciones de los jóvenes árabes sin duda no apuntan a una constitución liberal tradicional que se limite a garantizar una dinámica electoral regular, sino más bien a una forma de democracia adecuada a las nuevas formas de expresión y las necesidades de la multitud. Eso debe comprender, ante todo, un reconocimiento constitucional de la libertad de expresión.
Por otra parte, dado que lo que desencadenó los levantamientos no fue sólo el desempleo y la pobreza, sino también la capacidad productiva y de expresión frustrada, sobre todo entre los jóvenes, una respuesta constitucional radical tiene que idear un plan común para administrar los recursos naturales y la producción social. Se trata de un umbral que el neoliberalismo no puede pasar y que cuestiona el capitalismo. Un gobierno islámico es por completo inadecuado para abordar esas necesidades. Aquí la insurrección no pasa sólo por los equilibrios del norte de Africa y Medio Oriente sino también por el sistema global de dirección económica.
De ahí nuestra esperanza de que el mundo árabe se convierta en algo como América Latina, que inspire movimientos políticos y aumente la aspiración de libertad y democracia en toda la región. Toda revuelta, por supuesto, puede fracasar: los tiranos pueden desatar una represión sangrienta; las juntas militares pueden tratar de permanecer en el poder; los grupos opositores tradicionales pueden intentar absorber los movimientos; y las jerarquías religiosas pueden esforzarse por tomar el control. Sin embargo, lo que no morirá serán las exigencias y deseos políticos que se desencadenaron, las aspiraciones de una generación joven inteligente a una vida diferente en la que pueda dar cauce a su capacidad.
Mientras esos deseos y exigencias sigan vivos, el ciclo de la lucha continuará. La pregunta es qué le enseñarán al mundo esos nuevos experimentos de libertad y democracia en los próximos diez años.
© The Guardian, 2011.
Traduccion de Joaquin Ibarburu.
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