In illo tempore éste fue un país siempre proporcionado. De haber desmesuras corrían por cuenta de la naturaleza. Lo que son las ciudades y demás poblamientos, es decir, la arquitectura pública y la rural vernácula, nunca fueron monumentales o excesivos. Basta fijarse, además, en nuestra afición criolla por los diminutivos ("un tecito", "un pancito"), señal incluso de apocamiento, como de perro apaleado, pero al menos no prepotente. Por tanto, no es raro que intentos de "agigantarse" en Chile -como hacer alardes de tener platas (en un país donde no las hubo), o inteligencia (signo de tonto grave), o poder (ni siquiera hemos tenido caudillos)- hayan sido tan mal vistos tradicionalmente; solían producir la impresión, ya no tanto, de que se estaba llegando tarde y, para peor, a empujones, al reparto de lo poco que había por estos lados.
Eramos un país realista, a la medida de nuestras carencias y fatalidades, dirán algunos. Hasta hace poco, nadie pretendía que en Santiago hubiese rascacielos, para qué decir que Castro tuviera mall y menos a escalas santiaguinas. Ello no obstó que iglesias de tejuelas chilotas, o casonas de adobe, cal y teja cocida hayan sido lo bastante decentes, originales o mediterráneo clásicas como para figurar en historias de la arquitectura, si no universal, al menos de Hispanoamérica. La moderación discreta no es sólo una virtud, es también finura y arte, de los cuales hemos tenido suficientes muestras como para suponer que las puede seguir habiendo.
El problema con que nos estamos topando es que ya no se estila exigir nada que no sea gigante, vivimos en tiempos colosales, la mesura dejó de importar. A cada rato lo constatamos, por ejemplo: las demandas estudiantiles, abultadas e histriónicas, al punto de que la Alameda se les hace chica para tanto gritar; las revueltas regionales, igualmente radicales e hiperventiladas, otro tanto. Y, ahora, desde Castro, esta nueva reivindicación del repertorio provinciano: que el mall aquel es "lo que la gente pide", y qué cuento, no hay nada de qué escandalizarse, los veraneantes santiaguinos son unos histéricos. Argumento absurdo, porque este mall es justo lo que muchos santiaguinos esperan encontrar en sus vacaciones recorriendo Chile. Sienten que si es de marca internacional es "progreso" y, de hecho, tanto el arquitecto del mall como César Pelli del Costanera Center, otra mole grandilocuente y desproporcionada, son argentinos, trabajan desde muy lejos, y se les nota.
Digamos que me cuento entre quienes lamentan lo que ven, y esto porque existen estándares exigentes y están a la vuelta de la esquina. Sin ir más lejos, Emile Duhart demostró con sus hosterías de Castro y Ancud que se puede hacer gran arquitectura "proporcionando", conciliando el lugar, los materiales de la zona y el vanguardismo arquitectónico más de punta. Contemporáneamente, Sergio Larraín convertiría el Museo Guggenheim de F. L. Wright en modelo para su "caracol" de Los Leones y Providencia, el primero de una larga serie de centros comerciales.
De modo que con un poco de imaginación y menos prepotencia se hubiese podido asegurar algo más de proporción que lo que tenemos a la vista. Pero no. Se optó por "aplanar" (Thomas Friedman), por globalizar, y salió un monstruo.
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