Para mi generación, que es producto de la educación universitaria mexicana del medio siglo y de la etapa crítica de nuestra revolución, lo que está ocurriendo en el mundo hoy es algo que para nosotros fue siempre deseable, aunque casi nunca posible. Al finalizar la segunda Guerra Mundial, cuando mi generación entraba en la adolescencia, se creó un mundo políticamente artificial, dividido en dos bandos rivales. Había que pertenecer a uno u otro de estos bandos, escoger entre las dos ideologías, los dos sistemas, presentados con perfecta dualidad maniquea; mundo de buenos y malos absolutos.
La guerra fría sacrificó muchas posibilidades políticas, movimientos de reforma e independencia en una u otra esfera de influencia, abortados porque, si sucedían en la esfera norteamericana eran descalificados como comunistas y si sucedían en la esfera soviética eran denunciados como capitalistas. A lo largo de cuatro décadas nos quedamos sin las aportaciones políticas de muchas naciones pero también de muchas culturas que no correspondían, en su esencia, ni a la tipificación norteamericana ni a la tipificación soviética, sino que en sí mismas -del Río Bravo al Río de la Plata, del Báltico al Mediterráneo y del Sahara al Gobi- eran portadoras de valores propios, de tradiciones pacientemente urdidas a lo largo de los siglos y de renovaciones sólo compatibles con estas tradiciones, pero capaces, al mismo tiempo, de contribuir a la acción común de la humanidad.
Hoy pasamos con velocidad del mundo bipolar de la guerra fría a un mundo multipolar. Pasamos de sólo dos polos a varios, de sólo dos rostros a muchos y de sólo dos soluciones a tantas como existen problemas variados, plurales y culturalmente determinados por los nuevos polos de la vida internacional y que son, al lado de los Estados Unidos de América y la Unión Soviética, Europa, la casa común de Europa, ahora sí, Este y Oeste, Japón y China, la India, el Islam. Quizá mañana el Africa Negra.
Hoy pasamos con velocidad del mundo bipolar de la guerra fría a un mundo multipolar. Pasamos de sólo dos polos a varios, de sólo dos rostros a muchos y de sólo dos soluciones a tantas como existen problemas variados, plurales y culturalmente determinados por los nuevos polos de la vida internacional y que son, al lado de los Estados Unidos de América y la Unión Soviética, Europa, la casa común de Europa, ahora sí, Este y Oeste, Japón y China, la India, el Islam. Quizá mañana el Africa Negra.
¿Formaremos los iberoamericanos parte de la constelación multipolar del siglo XXI o nos quedaremos rezagados a la vera del camino? El gran cambio mundial favorece nuestra posibilidad de actuar en el ancho mundo político y económico del siglo venidero sin ataduras indeseadas a un solo centro de poder, sino multiplicando nuestra presencia en la Europa integrada y en la Cuenca del Pacífico. Sólo que la Comunidad y la Cuenca cada vez miran menos a Iberoamérica y nosotros mismos padecemos hiperinflación, desempleo, índices crecientes de pobreza y desnutrición, índices descendentes de productividad y nivel de vida, y nos gobiernan frágiles sistemas democráticos amenazados por la explosión social, el golpe militar, la violencia del narcotráfico y la carga excesiva de la deuda externa. En estas condiciones, ¿llegaremos tarde, una vez más, como dijo Alfonso Reyes, a los banquetes de la civilización, o tendremos, más bien, nuestro propio banquete, quizá no un banquete de paté de foie, suchi y helados, Hagen-Däsz, sino de arepas, enchiladas y cascos de guayaba?
Por el momento, llamemos como llamemos al evento del Quinto Centenario, lo recibimos como antesala de un nuevo siglo y de un tercer milenio, y lo recibimos viajando nuevamente en el furgón de cola de la modernidad que tanto hemos anhelado, debatido o rechazado en cada etapa de los últimos cinco siglos. La pareja de este debate de la modernidad, es el debate sobre la tradición. Ambos se funden en nuestras preguntas actuales.
Significa fatalidad la tradición e imitación la modernidad? Lo cierto es que la imitación extralógica, como la llamase Antonio Caso citando a Gabriel Tarde, nos ha marcado tanto como las más fatales herencias de los mundos indígenas e hispánicos. Sólo hemos superado la imitación o la fatalidad mediante la crítica, y la crítica ha trascendido las opciones enemigas mediante la continuidad, convirtiendo las opciones exclusivas -de Santo Tomás a Carlos Marx- en elecciones inclusivas, es decir, asimiladas. Entonces nos damos cuenta de que desde el principio, en las alturas del Machu Pichu y en las profundidades de Palenque, en las iglesias barrocas de Guanajuato y Potosí, en las estatuas del Aleijadinho en Ouro Preto, en la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz y en las crónicas del Indio Garcilaso, en la manera de caminar y saludar, en el sexo, en la comida, en el mobiliario y la oración, en las piedras y en las manos de ayer y de hoy; de los poemas épicos y las crónicas de la conquista a la poesía de Pablo Neruda y las novelas de Alejo Carpentier, de las tradiciones múltiples de la España medieval, árabe, judía y cristiana, a su recuperación en las fábulas de Jorge Luis Borges; de las tradiciones míticas orales de la selva y la montaña a las manifestaciones actuales en todos los órdenes, el cine y la música, la pintura, la novela, el ensayo y la poesía, la cultura de la América india, africana e ibérica, revela una continuidad asombrosa.
Semejante continuidad, de pie y resistente en medio de la crisis de nuestros modelos de desarrollo, contrasta con la fragmentación de nuestra vida política y nos propone esta cuestión: ¿podemos trasladar a la vida política la fuerza de la vida cultural, y entre ambas, crear modelos de desarrollo más consonantes con nuestra experiencia, con nuestro ser, con nuestra proyección probable en el mundo por venir? Y esta otra pregunta también, ¿por qué han tenido tanta imaginación nuestros escritores y artistas y tan poca imaginación nuestros hombres políticos? Pues vamos a necesitar mucha imaginación para dar respuesta a los nuevos desafíos de la nueva modernidad, la que se manifiesta ya como interdependencia económica, comunicaciones instantáneas, avances tecnológicos. Esta modernidad, como todas las anteriores, ¿también nos rebasará? Creo que la respuesta depende de nuestra capacidad o incapacidad para pasar toda la dramática complejidad de nuestra sociedad, economía y política actuales, por la crítica de la cultura. Por eso nos urge hacer patente que la continuidad de la América Latina no se ha perdido, o que esta continuidad es la que alimenta a la sociedad civil, y que la sociedad civil -portadora de la cultura- se está convirtiendo en la verdadera protagonista de la historia latinoamericana en este fin de siglo. Liberándose de ideologías rígidas, para encontrar, en nuestra propia experiencia, fórmulas de desarrollo más cercanas a lo que hemos sido y a lo que queremos ser. Es la crítica cultura la que nos permite al cabo ver con claridad la aparición de sociedades civiles cada vez más diversificadas y activas en medio de la crisis, a pesar de (o gracias a) la crisis, y comprende también su posición frente a los Estados nacionales iberoamericanos.
A partir del siglo XIX los iberoamericanos hemos desarrollado un gran esfuerzo para crear, con grados disímiles éxito, Estados nacionales viables. Hoy vemos claramente que para mantener sus valores, nuestros Estados nacionales tiene que dar cabida a la sociedad civil, que gana espacios cada vez más grandes en nuestros países. Este es, en cierto modo, resultado que legitima al Estado pero que le propone, desde abajo, desde la periferia, lo que el Estado tradicionalmente ofrecido desde arriba y desde el centro: renovación económica y renovación política, o más bien, una dependiendo de otra. Pues no habrá modernización económica sin modernización política. Y no la habrá porque un modelo de desarrollo auténtico requiere una voluntad política mayoritaria, es decir democrática, que lo sostenga para que tenga éxito. Tanto el capitalismo como el socialismo en sus versiones latinoamericanas se han demostrado incapaces de sacar de la miseria a la mayoría de nuestros conciudadanos. No menosprecio, claro está, el factor deformante y agresivo de la potencia norteamericana contra los regímenes de izquierda latinoamericanos, mediante la subversión, la invasión, el embargo económico o el uso de fuerzas mercenarias. Pero aun en condiciones óptimas, la crítica es insoslayable: en la izquierda se ha esperado que la prosperidad llegue por decreto estatal y centralizante. Sin embargo es la izquierda, antes que nadie, mejor que nadie, la que tiene que abrirse hoy a las lecciones de nuestras sociedades civiles emergentes y que son: socialización de la política mediante el desarrollo desde abajo, desde la pluralidad social y desde la realidad cultural, abandonando la imitación extralógica de un modelo burocrático asfixiante.
En la derecha, se ha esperado la prosperidad desde arriba, gracias a la acumulación de riqueza en la cima, y la esperanza de que, tarde o temprano, el goteo llegue hasta bajo. Imitación extralógica, también, de los estilos de consumo europeo y norteamericano, pero no de sus estilos de producción. ¿Cuándo descenderá la gota de la riqueza al hoyo de la callampa, de la favela, de la ciudad perdida? La experiencia nos dice: nunca, o muy tarde... Y la pregunta cultural entonces es ésta: ¿tenemos otra solución, una solución nuestra? ¿No poseemos tradición, imaginación, reservas intelectuales y organizativas suficientes para elaborar nuestros propios modelos de desarrollo, consonantes de verdad con lo que hemos sido, con lo que somos y con lo que queremos ser, responsables ante las sociedades civiles que se han venido gestando en nuestros países desde abajo y desde la periferia?
La respuesta está en manos de estas sociedades civiles, trabajadores del campo, empresarios, obreros, tecnócratas, administradores, profesionistas, estudiantes, mujeres, la comunidad científica; cooperativas agrícolas, sindicatos, organizaciones empresariales, asociaciones vecinales, partidos políticos, medios de información, universidades y escuelas, grupos religiosos y escritores. Todos ellos constituyen la sociedad civil y se manifiestan de mil maneras cotidianas, en acciones para acabar con la contaminación de una ciudad o para lograr crédito barato para una costurería provinciana o una granja andina (pagando puntualmente, además); en organizarse para retener e invertir las propias ganancias en una empresa cooperativa; en potenciar nuestra inmensamente rica tradición artesanal para alimentar las modernas industrias del diseño para la exportación; o en responder activa y eficazmente a una emergencia, como sucedió en la ciudad de México durante el terremoto de 1985.
De esta manera se dan respuestas concretas a las crisis, ocupando el terreno cultural y socializando la política. Estas son cosas que podemos hacer nosotros mismos. Se trata simplemente a veces, de construir la primera escuela, la primera biblioteca, el primer camino, el primer hospital y también de escribir un libro, un poema, una novela, un ensayo, para que en su difícil parto en medio de la crisis, la sociedad civil de Hispanoamérica tenga también -no deje de tener- un lenguaje.
En estas nuevas circunstancias la palabra, a la vez que mantiene una tradición, crea una nueva realidad y contribuye a fortalecer a la sociedad entera. Sólo sobre este fondo puede plantearse hoy una discusión acerca de literatura, sociedad y la novela de América.
Nuestro aquí y nuestro ahora, entonces, son los de la crisis. Las ilusiones perdidas de la clase media, el agotamiento de la clase campesina tradicional, la angustia de la masa de trabajadores urbanos nos ofrecen un retrato proliferante o perdido de lo anónimo: ciudades, individuos, esperanzas. Nuestras frágiles democracias mal pueden resistir estos embates, pero sólo el fortalecimiento de la democracia puede reunir cultura y política y permitir que al cabo salgamos de la crisis. Sin embargo, cualquier nueva democracia tiene que proponerse una meta que hasta ahora sólo las revoluciones se han propuesto seriamente: el crecimiento con justicia.
Una democracia, que revolucionariamente se determine a romper la fatalidad de la injusticia, tiene que fundarse en dos pactos. Uno económico, que es el mismo que permitió al mundo industrial su enorme desarrollo: asegurar ante todo un nivel de vida en aumento para las mayorías. Ningún sistema moderno puede ser viable sin una masa creciente de consumidores bien alimentados y bien educados. Esto no se obtiene esperando que la riqueza acumulada en la cima descienda un buen día, espontáneamente, hasta la base. Tampoco se obtiene por decreto populista, sino mediante políticas de justicia social, que acompañen cada paso del desarrollo económico: políticas del Estado nacional sujeto a la vigilancia y al debate democrático en partidos, prensa y parlamentos.
El otro, el pacto de civilización, consiste en reconocer que somos un área multirracial y policultural, dueña de una enorme variedad de tradiciones, de donde escoger elementos para un nuevo modelo de desarrollo y sin razones para estar casados con una sola solución. De este modo la base para una cultura democrática en Iberoamérica es la continuidad cultural, de la cual tanto la democracia como la literatura son manifestaciones. Ambas crean la dimensión de la sociedad civil.
Vivimos, nos dice el escritor mexicano Héctor Aguilar Camín, "después del milagro", es decir, después del milagro económico de los años 1940 a 1980. El tiempo de los milagros despreció la continuidad cultural, porque ella impone la obligación de conjugar la memoria con el deseo, radicando ambos, pasado y futuro, en el presente. La impaciencia del tiempo de los milagros" resultó ser un capítulo más de la historia de rupturas políticas y económicas de la América Latina. La paciencia cultural insistió, en cambio, en que la imaginación del pasado era inseparable de la imaginación del futuro. Vivimos hoy, mañana tendremos una imagen de lo que fue el presente. No podemos ignorar esto como no podemos ignorar que el pasado fue vivido, que el origen del presente fue el pasado. Recordamos aquí, hoy, pero también imaginamos aquí, hoy, y no debemos separar lo que somos capaces de imaginar de lo que somos capaces de recordar. Imaginar el pasado, recordar el futuro: un escritor conjuga los espacios, los tiempos y las tensiones de la vida humana con medios verbales.
Desde la época colonial, la América española ha vivido la doble realidad de leyes humanistas, progresistas y democráticas -las leyes de Indias, las Constituciones de las Repúblicas independientes-, en contradicción con una realidad inhumana, retrógrada y autoritaria. Habitamos simultáneamente un país legal y un país real, ocultado por la fachada del primero. La otra nación, más allá de los espacios urbanos, el mundo arcaico, paciente, poblado por quienes aún no alcanzan la modernidad sino que continúan sufriendo sus explotaciones, estaba ahí para comentar, con ironía a veces, con rabia otras, sobre nuestro limitado progreso en las ficciones míticas de Miguel Angel Asturias en Guatemala, en el encuentro con la naturaleza primigenia del venezolano Rómulo Gallegos, en las construcciones barrocas del cubano Alejo Carpentier, y en los desnudos mitos rurales del mexicano Juan Rulfo. Ellos han imaginado nuestro pasado. Con Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, lo que sucedió fue que el vasto espacio natural del Nuevo Mundo fue finalmente conquistado por un tiempo humano, es decir imaginativo, igualmente vasto. García Márquez logra combinar el asombro de los primeros descubridores con la ironía de los últimos, es decir: nosotros mismos. La maravilla de esta gran novela es que hace presente los tiempos personales e históricos de la América india, negra y española en el espacio intemporal del inmenso continente. Nos hace darnos cuenta del hambre de historia que nuestro inmenso espacio sigue teniendo; pero esta historia, cuando se manifiesta, lo hace con una fuerza épica que avasalla y sojuzga a la naturaleza y a los hombres. Entre la naturaleza y la historia, García Márquez fabrica la respuesta del mito, de la narración, del arte. Al recordarlo todo, García Márquez lo desea todo. La condición es escribirlo todo para obtener algo, la parcela de realidad que nos corresponde vivir.
Lo mismo hace el gran narrador argentino Julio Cortázar, que desde el extremo opuesto, el de una contra naturaleza urbana, a la que dota de mitos contemporáneos, pone en duda nuestra capacidad de comunicarnos, escribir y hablar de las maneras acostumbradas. Cortázar se propone dotar a nuestra conflictiva modernidad más que de un lenguaje, de un contralenguaje inventado por la colaboración entre el escritor y el lector a fin de colmar todas las lagunas e insuficiencias de los lenguajes habituales.
La empresa modernísima de Julio Cortázar se suma, sin embargo, a la empresa constante de lo que su amigo José Lezama Lima llamó la contraconquista. A la conquista Nuevo Mundo siguió, nos dice Lezama, la creación de continente de civilización multirracial y policultural, europeo, indio y africano, dueño de un estilo de vida, un gusto que se comprueba prueba lo mismo en la cocina que en el sincretismo religioso y en el amor, que en la arquitectura barroca mundo de fe y sensualidad de Lezama Lima en su gran novela Paradiso da su más alta expresión literaria en los conflicto nuestra tradición católica, vista como tradición erótica y moral conflictiva; más que como obligación de escoger entre el bien y el mal; como opción entre valores: la fe cristiana sexualidad pagana, la historia visible y la invisible, el saber el sentir, lo natural y lo sobrenatural. Ellos han recordado futuro. Cortázar y Lezama nos propusieron vivir en la fe da tensión entre cambio y continuidad.
Con sus libros en el bolsillo, llegamos a las puerta tercer milenio y del Quinto Centenario con una población que en veinte años se ha duplicado de 200 a 400 millones de habitantes y que en el año 2000 doblará a la población de los Estados Unidos de América. Es una población joven: la mitad de los iberoamericanos tiene 15 años o menos. Es una población inteligente, trabajadora, ávida de empleo, educación, y servicios sociales. Y es una población urbana: por primera vez en nuestra historia, la mayoría, iberoamericanos viven hoy en ciudades. Y la riqueza moderna novelística urbana de Iberoamérica la enuncia México de Gustavo Sáinz, purgatorio que es a la vez centro ceremonial y expendio de hamburguesas; La Habana de Severo Sarduy, cabaret y carnaval barrocos; el Santiago de Chile de José Donoso, fantasmas al mediodía; o la Lima de Alfredo Bryce Echenique, desear más de lo que se vive o escribe. Pero es también el exilio del chileno Antonio Skarmeta, la integración de cine y narrativa del argentino Manuel Puig, y de novela y música popular del puertorriqueño Luis Rafael Sánchez. Y vigilándolo todo, las ciudades inalcanzables Juan Carlos Onetti y su lúcida conciencia de la distancia realidad y deseo.
La clave profunda de nuestra modernidad narrativa urbana encuentra, a mi parecer, en Jorge Luis Borges, el argentino que debió inventar todo lo que no estaba allí, el "Aleph" donde se encuentran sin confundirse todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos; "El jardín de senderos que se bifurcan", donde el tiempo es una serie infinita de tiempos, es una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. El autor de Ficciones alcanzó una suprema síntesis narrativa, en la cual la imaginación literaria se apropia de todas las tradiciones culturales a fin de darnos un retrato más completo de lo que somos, gracias a la memoria actualizada de todo lo que hemos sido. Borges trascendió las ataduras del psicologismo para vislumbrar un nuevo horizonte de figuras probables, ya no de personajes veristas. Más allá del psicologismo realista le dio categoría protagónica al jardín y al laberinto, al libro y al espejo, a los tiempos y a los espacios. Nos recordó que nuestra cultura es más ancha que cualquier definición reductivista de la misma, literaria o política. Borges nos liberó verdaderamente, redefiniendo lo real en términos literarios, es decir, imaginativos. Todo eso es lo que he llamado, en otra parte, la construcción borgeana, confusión de todos los géneros, rescate de todas las tradiciones, creando un terreno nuevo sobre el cual pueden levantarse la ironía, el humor, el juego, pero también una profunda revolución que equipara la libertad con la imaginación y con ambas constituye un nuevo lenguaje. Estos son los signos de la narrativa urbana moderna de Iberoamérica.
Y donde la historia urbana tiene un grado narrativo más intenso, es obvia, pero paradójicamente, en Argentina. Obviamente porque Buenos Aires ha sido el conglomerado urbano más acabado y consciente de su urbanidad de toda Iberoamérica, la ciudad más ciudad de todas, y a partir de 1900, la más moderna. Sin embargo la evidencia de una arquitectura narrativa urbana tan clásica como la de Adán Buenos Aires de Leopoldo Marechal, me parece menos indicativa de la relación ciudad-historia en obras de una ausencia radical, visiones de civilización ausente capaces de evocar un presente estremecedor, una suerte de fantasma paralelo que sólo da cuenta de la ciudad a través de su espectro y su no ser, de su contrariedad. Buenos Aires, cabeza de Goliat, Argentina cuerpo de David. Esta es la paradoja indicada por Ezequiel Martínez Estrada. Mucha ciudad, poca historia, pero cuánta ausencia. El grado de ausencia se convierte en la medida de la ficción rioplatense. Así, la ausencia que Borges llena con sus construcciones fabulosas de bibliotecas, alephs y ciudades existentes sólo en la memoria de otras ciudades, permanece como ausencia pura en otras más recientes ficciones que no se atreven a suplantar la nada con otra presencia que no sea la de las palabras. Sin embargo, muchas de estas ficciones van a la raíz misma de las ausencias argentinas: el descubrimiento, la colonización, el destino de los indios. En Cavernícolas, por ejemplo, Héctor Libertella lanza al mar como una botella la mirada de Pigafeta, armada con la única prueba del viaje de Magallanes, un puñado de hojas escritas. Juan José Saer, en El entenado, radicaliza aún más la ausencia de los indios, o mejor dicho, del universo tribal hermético y aislado que constituye la otra civilización americana. César Aira demuestra, en fin, que todos estos temas son mejor tratados como ausencias que como presencias. Los indios, escribe, "bien mirados eran pura ausencia, pero hecha de una calidad exclusiva de presencia, de ahí el miedo que provocaban".
En sus espléndidas narraciones, "Morería", "Canto castrato", "Ema la cautiva", Aira emprende periplos que no llevan a ninguna parte, porque en el fondo ocurren en un solo lugar, el mismo desde donde Cortázar se preguntó: ¿encontraría a la Maga?
Más que una pampa verbal, ese lugar es un puente literario y moral indeciso entre dos orillas: ¿en cuál de ellas vamos a fundar la ciudad e iniciar la historia? No en balde fue fundada dos veces Buenos Aires, y nacer dos veces es tener dos destinos. La historia como fundación de la palabra y la ausencia son el gran tema de la narrativa argentina, y a veces también del tango. Gardel se lamenta de estar "anclado en París" y si Aira, Libertella y Saer nos inquietan tanto, sus antepasados inmediatos, Adolfo Bioy Casares y José Bianco, no nos perturban menos sólo porque sus paisajes son más inmediatamente urbanos o, en apariencia, menos solitarios. La invención de Morel de Bioy y Sombras suele vestir de Bianco, son obras maestras de la mejor imaginación, que es la imaginación del detalle. Pero esa precisión en el detalle, que es el sustento del gran éxito estilístico de Bioy y de Bianco, nos conduce a algo tan terrible como la pampa vacía de Aira o las tribus perdidas de Saer. Es la ausencia por medio de un engranaje mental y científico implacable en Bioy o como realidad paralela, espectral y turbadora, sin la finitud reconfortante de la muerte siquiera, en Bianco. En ambos casos la presencia resulta una ficción y la historia debe recomenzar a partir de una nueva ausencia. ¿Ha sido otra cosa tan desconcertante la historia de la Argentina? Daniel Moyano, Luisa Valenzuela, Elvira Orphée y Osvaldo Soriano, nos hablan de una ausencia aún más terrible, la de una nación que desaparece, porque desaparecen sus habitantes.
La narrativa argentina en su conjunto es la más rica de la América española, por algo hago especial hincapié en ella. Esto se debe quizás a que ningún otro país exige con más desesperación que se le verbalice. Al hacerlo, los escritores del Río de la Plata cumplen, precisamente, la función que aquí vengo señalando, la de crear una segunda historia, tan válida o más que la primera, en función de la ausencia, reclamando sus palabras, sus novelas, sus historias. Porque para fundar la ciudad de la sociedad civil, vamos a necesitar más que nunca una sabiduría imaginativa acerca de nuestro pasado. De ahí que se destaque hoy la vocación histórica de la más nueva novela hispanoamericana. Reflexión sobre el pasado, como un signo de la narrativa para el futuro. En esta tendencia, yo veo una afirmación del poder de la ficción para decir que el pasado no ha concluido, que el pasado tiene que ser reinventado a cada momento para que el presente no se nos muera entre las manos. Sugiero que nuestras novelas históricas sean leídas en este espíritu, trátese de la minuciosa reconstrucción del breve reino mexicano de Maximiliano y Carlota, en Noticias del Imperio de Fernando del Paso; de la estremecedora mutación del descubrimiento en encubrimiento de América de las grandes novelas de Abel Posse, revelación de un ocultamiento que nos impone la obligación de descubrir verdaderamente a través de la imaginación literaria; o de las secretas relaciones entre la historia pública y la historia privada de Ansay, de Martín Caparrós, situado en la revolución de independencia argentina. El tamiz del humor nos revela también la verdadera y posible historia en el relato picaresco de Reinaldo Arenas acerca del más picaresco personaje de la independencia, Fray Servando Teresa de Mier en El mundo alucinado, y la caricatura literaria se revela como más realista en los retratos y en los Relámpagos de agosto de Jorge Ibargüengoitia. Pero gracias al humor, un día el pasado inmediato de Tomás Eloy Martínez, identificado en La novela de Perón, será un pasado humanamente presente y maleable.
El general en su laberinto de Gabriel García Márquez, logró cerrar, con la cicatriz histórica, las heridas manantes del llamado realismo mágico, que se ha aplicado indiscriminadamente como etiqueta a demasiados novelistas hispanoamericanos, aunque de verdad se convirtió en el sello personal de uno solo: Gabriel García Márquez. Lo primero que sorprende, al iniciar la lectura de El general en su laberinto es precisamente la ausencia de los elementos asociados con el realismo mágico. La narrativa de García Márquez esta vez es directa, históricamente localizada, pero la iniciación lineal no tarda en florecer hacia arriba, hacia abajo y lateralmente, como una planta histórica, como una especie de mandala triste y vibrante de la ilusión del poder y la traición, por el cuerpo, de la inteligencia y de la impaciente voluntad que este cuerpo arrastra hasta la tumba.
Esta manera de ficcionalizar la historia llena, además, una necesidad muy precisa en el mundo moderno, en el mundo más bien de la llamada postmodernidad. Baudrillard asegura que "el futuro ha llegado, todo ha llegado, todo está ya aquí". Por ello se han agotado lo que Jean François Lyotard llama los metarrelatos de liberación de la modernidad ilustrada. Con el fin del metarrelato, por definición abstracto y absolutista, años promete la multiplicación de los metarrelatos del mundo policultural, más acá del dominio exclusivo de la modernidad occidental. La incredulidad hacia las metas narrativas puede ser sustituida por la credulidad hacia las polinarrativas que nos hablan de proyectos de liberación múltiples, no sólo occidentales. El occidente de la incredulidad puede recibir desde su otra mitad indoafroiberoamericana un mensaje que tanto Baudrillard como Lyotard quizás aceptarían, el de activar las diferencias, como dice Lyotard. Las novelas históricas de Posse, de Caparrós, de Del Paso, García Márquez, Roa Bastos y otros autores contemporáneos nuestros, cumplen ejemplarmente esta función. Son una forma de vigilar históricamente la continuidad cultural del continente.
En este sentido, la novela histórica en Hispanoamérica no es ni una novela más, ni una tradición agotable, sino una presencia constante del multirrelato opuesto al metarrelato y que modernizadamente abarca tanto la fundación del género por Arturo Uslar Pietri en las Lanzas coloradas de 1931 como la actualidad más directa evocada por Héctor Aguilar Camín con Morir en el golfo de 1987. Uslar Pietri puede tratar la historia de los llaneros de la guerra de independencia venezolana, Aguilar Camín dar noticias de los manejos del sindicato petrolero mexicano, pero las Lanzas coloradas es un relato tan actual como éste, y Morir en el Golfo una promesa histórica de que, ahora, no careceremos del testimonio presente capaz de convertirse en pasado vivo.
Italo Calvino dice algo que une la experiencia universal de la literatura a la experiencia particular del Nuevo Mundo americano. Hablando de los usos correctos de la literatura política, Calvino escribe que la literatura es necesaria a la política cuando da voz a lo que carece de ella, o da nombre a lo que aún es anónimo.
Nombre y voz. No hay nada que identifique mejor a la escritura propia del continente iberoamericano. Nombre y voz, eso es lo que nuestra literatura ha sabido dar mejor que cualquier otro sistema de información, porque sus dos proyecciones han sido la memoria y el deseo, la certidumbre de que no hay presente vivo con pasado muerto, o futuro vivo que no dependa de la fuerza de nuestro deseo, hoy.
Todo escritor nombra al mundo, pero el escritor latinoamericano ha estado poseído de la urgencia del descubridor. Si yo no nombro, nadie nombrará. Si yo no escribo todo será olvidado. Si todo es olvidado dejaremos de ser. Este temor ha llevado al escritor de nuestros países a obedecer a menudo el llamado de actuar como legislador, dirigente obrero, estadista, periodista, portador y hasta redentor de su sociedad. Esto ha sido así debido a la ausencia constante o periódica de todas las funciones mencionadas en nuestras tradicionalmente débiles sociedades civiles. Semejante exigencia dio origen a mucha mala literatura social en la América hispana. Demasiadas novelas escritas para salvar al minero o al campesino no los salvaron ni a ellos ni a la literatura. La salvación era y será política. La literatura, en cambio, entendió que su función política no sería efectiva en términos puramente políticos, sino en la medida en que el escritor pueda afectar los valores sociales al nivel de la comunicabilidad, de la imaginación y del fortalecimiento del lenguaje.
De esta manera, nuestra literatura moderna creó una tradición, la de unir en vez de separar los componentes estéticos y políticos, la de ocuparse simultáneamente del estado del arte y del estado de la ciudad. Al estado crítico de la polis el escritor no puede contestar supliendo funciones que la sociedad -cada vez más diversificada- se ha encargado de llenar. El escritor aparece entonces como un ciudadano con opciones ciudadanas, ni más ni menos que otros profesionistas o trabajadores de la sociedad. La distinción del escritor latinoamericano es que su trabajo atañe directamente a la imaginación verbal y en esta esfera su tarea no es distinta a la de los escritores en otras culturas.
Sin duda, la crisis ha creado condiciones materiales precisas, difíciles para el escritor y el libro en Iberoamérica. Los lectores de la literatura iberoamericana son sobre todo jóvenes entre los 15 y 20 años, que se asoman a la cultura por primera vez leyendo a Darío, Neruda o Borges. La carestía y la inaccesibilidad actuales de los libros amenazan con romper esta liga fundamental de nuestra cultura que es parte de un círculo creado con grandes esfuerzos durante los pasados cincuenta años, el círculo que va del escritor al editor, al librero, al lector y de regreso al autor mismo. Los lectores están allí crecientes y hambrientos de identificación y de estímulo. No se les puede abandonar.
Pero al igual que en el resto del mundo, el escritor iberoamericano está sujeto también a la competencia de los medios de entretenimiento y de la información que han arrebatado a la literatura muchas de sus antiguas provincias. Este es un problema universal de la literatura. Pero una cultura de la crisis, como la nuestra, puede potenciar el desafío, preguntándose precisamente qué puede decir la literatura que no puede decirse de ninguna otra manera, y qué aporta la literatura que ningún otro medio puede aportar. En el mundo indoafroiberoamericano, la novela ha competido con una historia más fantástica que cualquier cuento de Borges. Los hijos de Don Quijote nos convertimos realmente en los hijos de La Mancha, vástagos de un mundo impuro, sincrético, barroco, excrecente. Divididos entre la nación legal y la nación real, entre Sarmiento el intelectual y Facundo el caudillo bárbaro, y tratando de llenar todos esos vacíos históricos no con la figura del poder, El señor presidente de Asturias o Yo el Supremo de Roa Bastos, sino con la figura verbal. Tratando de crear otra realidad, una realidad mejor, un Nuevo Mundo en una nueva novela, por lo menos mediante las ideas y el lenguaje, lado a lado con la acción política y otorgando una función específica al arte de nombrar y al arte de dar voz, dándole un nombre y una voz a nuestro continente.
Gracias a todo esto, en el Nuevo Mundo la literatura se convierte en un hecho vital y urgente, factor de vida y factor de cultura, verbo denominador, nombre y voz. ¿Cómo te llamas? ¿Quiénes fueron tu padre y tu madre? ¿Cómo se llamó antes esta montaña? ¿Y cómo se llama ahora este río? ¿Cuáles son tus palabras? ¿Cómo hablas? ¿Quién habla por ti? ¿Para quién trabajas? ¿Qué recuerdas? ¿Qué deseas? ¿Qué sueñas?
Todas estas preguntas actualísimas de la realidad iberoamericana son también las preguntas del pasado y serán las del porvenir mientras nuestros más antiguos problemas no encuentren solución. La literatura iberoamericana le da a estas preguntas formulación verbal y proyección imaginativa, agudizando la comprensión de nuestra crisis actual e iluminando la continuidad de nuestro quehacer cultural.
Con todos esos trabajos, fiel a su continuidad cultural, consciente de su fragmentación política, inmersa en la cultura de la crisis, la literatura iberoamericana intenta ampliar el horizonte de nuestra posibilidad humana en la historia. Lo hace con fidelidad histórica profunda, porque sabe, en primer lugar, que la historia es memoria e imaginación más que registro empolvado. Es menos acto registrable que evento continuo. Hace de lo no contemporáneo, contemporáneo. Y es sólo fiel tanto al lector como a la historia cuando transgrede las formas estéticas aceptadas y promueve nuevas formas en las que quizá no nos reconozcamos inmediatamente hoy, pero en las que mañana veremos la aparición de un nuevo rostro, el de nuestra capacidad creadora inagotable.
A fin de sostener toda una experiencia histórica, la literatura iberoamericana ha debido devorar grandes trozos de historia, saltar a grandes trancos, consumar gigantescas síntesis llamadas Rayuela, Paradiso, Cien años de soledad, La guerra del fin del mundo, El siglo de las luces, El obsceno pájaro de la noche, Yo el Supremo, Gran sertâo, veredas, Viva o povo brasileiro y una novela de Nelida Piñón cuyo título podría ser el título general de nuestra literatura, La réplica de los sueños.
Esta experiencia nos sitúa, a un tiempo, en la conciencia del pasado y en el desafío del porvenir, es decir, vuelve a colocarnos en este presente donde recordarnos el pasado y deseamos el futuro. Nuestra literatura por venir en el siglo XXI, habrá aprendido las lecciones del pasado, actualizándolas. La literatura no se agota en su contexto político o histórico, sino que abre constantemente nuevos horizontes de lectura para lectores inexistentes en el momento en que la obra se escribió. De este modo la literatura se escribe no sólo para el futuro sino también para el pasado, al que revela hoy como una novedad distinta a la que tuvo ayer. Sin privilegios y sin cargas que corresponden a la sociedad civil entera, los escritores iberoamericanos, como parte de esta sociedad, intentan darle expresión verbal y fuerza de imaginación a todo lo no escrito, zona inmensamente más vasta que lo escrito. En ella, encontramos finalmente al mundo, al Occidente y sobre todo a Europa, a España. Pero ya sin la carga utópica que informó nuestras relaciones y percepciones en el siglo XVI, cuando América fue la utopía de Europa, o en el siglo XIX cuando Europa fue la utopía de América.
Todo, las comunicaciones, la economía, la idea que nos hacemos del tiempo y del espacio, las revoluciones en la ciencia y la tecnología, nos indica que la variedad y no la monotonía, la diversidad más que la unidad, definirán la cultura del siglo venidero.
Esto significa que los iberoamericanos, al tiempo que preservamos nuestras entidades nacionales y regionales, habremos de ponerlas a prueba constantemente en el encuentro con el otro, en el desafío de lo que no somos nosotros. Una identidad aislada termina pereciendo: la cultura aislada puede convertirse pronto en folclor, manía o teatro especular. Peor, puede debilitarnos por falta de competencia y puntos de comparación. Estamos en el mundo, vivimos con otros, vivimos en la historia y habremos de responder a todo esto en nombre de la continuidad de la vida. No podemos vivir más del capital exiguo del subdesarrollo nostálgico, sino que debemos enfrentar los desafíos de un desarrollo cultural más pleno. Con todos los riesgos que, ciertamente, eso implica, pero con la inteligencia de que a través del politeísmo de valores, como los llamó Max Weber, los valores de la sociedad civil, que son centrífugos, descentralizantes y creativos, serán fortalecidos por, a la vez que fortalecerán a, la creación cultural.
El conocimiento de la literatura hace más probable la oportunidad de reconocemos en los demás. La imaginación, la lengua, la memoria y el deseo son los lugares de encuentro de nuestra humanidad incompleta. La literatura nos enseña que los más grandes valores son compartidos y que nos reconocemos a nosotros mismos cuando reconocemos al otro y sus valores. Pero que nos negamos y nos aislamos cuando negamos o aislamos los valores ajenos. Todo eso exige que la literatura se formule a sí misma como conflicto incesante, a fin de descubrir lo que aún no ha sido descubierto, nombrar lo anónimo, recordar lo olvidado, dar voz al silencio y desear lo vedado por la injusticia, la indiferencia, el prejuicio, la ignorancia o el odio. Exige vernos a nosotros mismos y ver al mundo como hechos inacabados, como personalidades perpetuamente incompletas, como voces que aún no han dicho su última palabra. Exige articular constantemente una tradición y ampliar constantemente la posibilidad de ser humanos en la historia.
Son éstas las respuestas constantes, también, de la literatura a la crisis. Iberoamérica, nuestra Iberoamérica en transformación, no propone otra cosa sino esta definición de sus hombres y sus mujeres como problemas, acaso como enigmas, pero nunca como respuestas dogmáticas o realidades concluidas. Pero ¿no es eso, por otra parte, lo propio de la literatura moderna y en particular la novela? La literatura gana el derecho de criticar al mundo demostrando primero su capacidad de criticarse a sí misma. Es el cuestionamiento de la obra literaria por la obra literaria misma lo que nos entrega tanto la obra de arte como sus dimensiones sociales. La literatura propone la posibilidad de la imaginación verbal como una realidad no menos real que la narrativa histórica. De esta manera la literatura constantemente se renueva, anunciando un mundo nuevo, un mundo inminente.
Después de las terribles incertidumbres y violencias de nuestro siglo, nos advierte Milan Kundera, la historia se ha convertido sólo en posibilidad, en vez de certeza. Lo mismo ha ocurrido en la literatura, con la historia, dentro de la historia, contra la historia, la literatura con contra-tiempo y segunda lectura de lo histórico. Esto es especialmente cierto en el Nuevo Mundo ibérico, violación narrativa de la certeza realista y sus códigos mediante la hipérbole, el delirio y el sueño. La novela iberoamericana es la creación de otra historia que se manifiesta a través de la escritura individual pero que también propone la memoria y el proyecto de nuestras comunidades. En eso estriba la modernidad de nuestra escritura, pero también nuestra respuesta a dos realidades paralelas: la crisis actual de nuestras sociedades y nuestra presencia potencial en el mundo del siglo XXI.
Vuelvo así, para concluir, a mi punto de arranque. La pluralidad de las culturas del mundo, organizadas como presencias válidas en un mundo multipolar, son la mejor garantía de que tendremos un futuro. La América indoafroibérica será una de las voces de este coro multipolar. Su cultura es antigua, articulada, pluralista, moderna. Iberoamérica es un área policultural cuya misión es completar el mundo, como lo previó en el siglo XVI Juan Bodino. Nacido como una hazaña de la imaginación renacentista, el Nuevo Mundo debe imaginar de nuevo el mundo, desearlo, inventarlo y reinventarlo. Imaginar América, decir el Nuevo Mundo, decir que el mundo no ha terminado porque no es sólo un espacio inmenso, pero al cabo limitado, sino también un tiempo ilimitado.
Nombre y voz, estado del arte y estado de la ciudad, la literatura iberoamericana es hoy una literatura inmersa en un continente en crisis, pero una crisis que señala la aparición de sociedades críticas, política y culturalmente. Sociedades en crisis debido a un crecimiento excesivo, desordenado, a causa de reformas a veces precipitadas y a veces pospuestas, pero sociedades reteniendo en la crisis su energía, creando una nueva economía, una nueva política, nuevas instituciones fraguadas en la revolución y en la evolución. Todo eso marca la realidad presente de nuestros países y los escritores, cualesquiera que sean sus puntos de vista, están participando una vez más en este movimiento que habrá de definir nuestro lugar en el siglo venidero.
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