14 may 2012

Una historia violenta: la biografía de Jerusalén, la Ciudad Santa | Pablo Riquelme Richeda


En Jerusalén al interior del muro, uno de sus óleos más conocidos, el checoslovaco Ludwig Blum compuso hacia 1930 una vista del casco antiguo de la ciudad. Destacan tres templos: la sinagoga Hurva, en el corazón del barrio judío; la iglesia del Santo Sepulcro, en el lugar donde habría resucitado Jesucristo, y en el Monte del Templo, la islámica Cúpula de la Roca, edificada sobre la piedra fundadora del Templo de David. En una imagen, el pintor sintetizó la crónica de Jerusalén. 

Precisamente a la historia de Jerusalén -“casa de un solo Dios, capital de dos pueblos y templo de tres religiones”- dedica el historiador londinense Simon Sebag Montefiore su último trabajo, Jerusalén: la biografía, incluido por The Economist en su lista de mejores publicaciones de 2011. El biógrafo -autor de dos elogiadas obras sobre Stalin y otra sobre Potemkin- despliega un ágil y pormenorizado relato de 700 páginas que cubre los tres milenios de historia de una ciudad que, a pesar de su carácter sagrado para judíos, cristianos y musulmanes, ha sido siempre “un antro de superstición, intolerancia y charlatanería”.

¿Cómo es que una “mísera ciudad provincial entre las colinas de Judea”, alejada de las rutas comerciales, se convirtió con los siglos en el lugar donde “Dios se encuentra con los hombres en la Tierra”, codiciada por las grandes potencias históricas y, actualmente, en el “estratégico campo de batalla del choque de las civilizaciones”? Montefiore muestra que el carácter sagrado de Jerusalén (la única ciudad que “existe dos veces, en el cielo y en la Tierra”) evolucionó con los tiempos, dotándose de legitimidad y tradición con la competencia milenaria de los monoteísmos por adueñarse del “centro del mundo”. La Ciudad Santa, siempre disputada, fue durante mil años exclusivamente judía, durante 400 años cristiana y durante 1.300 años musulmana, y como apunta Montefiore, siempre ha sido “conquistada por la espada”.
La biografía comienza in medias res, en el año 70 después de Cristo, con la destrucción de Jerusalén por parte de 60 mil legionarios romanos a las órdenes del general y futuro emperador Tito, y termina en 1967, con la captura total de la ciudad por parte de Israel durante la Guerra de los Seis Días, que confrontó al joven Estado israelí con una coalición de estados árabes. Los extremos del relato no son casuales: grafican los momentos históricos en que los judíos perdieron y recuperaron (20 siglos después) el control político de la localidad.
Entremedio, Montefiore aborda cronológicamente las distintas épocas político-religiosas que vivió la urbe: los reinados de David y Salomón, las invasiones babilónicas y persas, el paganismo romano y la cristiandad bizantina, la irrupción del Islam y las cruzadas católicas, la conquista mameluca y el imperio otomano, el protectorado británico y los nacionalismos árabe y judío del siglo XX. El autor se sumerge en las fuentes como un arqueólogo en las capas geológicas del terreno, encontrando personajes fascinantes (como Flavio Josefo o Ben-Gurión), restos de templos cubiertos por el mito (como el de Herodes), pinturas y fotografías, diarios de vida, memorias de peregrinos venidos de ultramar y cadáveres, muchos cadáveres.
Como el libro consigna hasta la saciedad, prácticamente no existe rincón de Jerusalén donde no se haya respirado la sangre y la descomposición. Como piezas de dominó desfilan las batallas y matanzas y los asedios ejecutados en nombre de un dios particular. Visitada por ilustres políticos -Alejandro Magno, Napoleón, Churchill- y profetas religiosos -Abraham, Jesús y Mahoma habrían pisado sus calles-, la ciudad también alojó a escritores de renombre que no tardaron en registrar sus impresiones sobre ella. Un desilusionado Flaubert la retrató como un “cementerio rodeado de murallas”; Herman Melville la asemejó a una “calavera” sitiada por “un ejército de muertos”; Amos Oz la comparó a una “ninfomaníaca viuda negra que devora a sus amantes”, y Aldous Huxley la llamó “el matadero de las religiones”.
No obstante la violencia, la tesis del autor se desliza más allá, derribando el mito de la guerra permanente. Montefiore demuestra con hechos que Jerusalén gozó de largos períodos de paz y prosperidad y que las continuidades y coexistencias históricas del lugar -la hibridez y complejidad de sus edificios y habitantes- desafían las sesgadas categorizaciones religiosas o las interesadas narrativas chovinistas del último tiempo.
En línea con esto último, sorprende la faceta de comentarista político de Montefiore en el epílogo, donde esboza una lúcida lectura de la situación de Jerusalén desde 1967 hasta hoy. El autor, judío y descendiente de uno de los mayores filántropos de la ciudad, lanza duras críticas al proceso de paz, los políticos palestinos y, en particular, al camino que tomaron los gobiernos israelíes luego de la Guerra de los Seis Días. La posesión de Jerusalén los intoxicó, dice el autor, y mudó el espíritu secular del Estado judío de 1948 por un planteamiento que fundió las esferas política y religiosa, preparando a la nación para pagar cualquier precio por mantener (y extender) la conquista.
Dijo Amos Oz, nacido y criado en la Ciudad Santa: “Deberíamos sacar cada piedra de los sitios sagrados y trasladarlas a Escandinavia por cien años, y no volver hasta que todos hayamos aprendido a vivir juntos en Jerusalén”. Tras leer este libro, no parecerá una mala solución.

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