"Bueno, ya sabes, la reputación de
Casandra es bastante conocida. No es tan malo luchar hasta el final para contar
una verdad desagradable". Esta frase, que Tony Judt estampa en las últimas
páginas, ayuda a entender el sentido de este libro improbable pero fantástico.
En efecto, Pensar el siglo XX, es un
libro extraño, difícil de catalogar. Mezcla "de historia, una biografía y
un tratado de ética" –sí, esa cosa de la que ya pocos hablan–, discurre en
forma de diálogo entre dos historiadores, Tony Judt y Timothy Snyder, académico
de Yale especialista en Europa del Este. Probablemente hoy en día Tony Judt –un
calvo de gafas que en la foto de la solapa se lo ve de lo más sonriente–, deba
su fama más a la enfermedad neurológica degenerativa que lo paralizó hasta
causarle la muerte, que a Postguerra,
su obra monumental y definitiva.
Y es que en el breve lapso de dos años,
desde su diagnóstico hasta su muerte, Judt escribe tres libros de una lucidez
que acaso solo la proximidad de la muerte logra aportar. Pensar el siglo XX, el último en publicarse, profita de esa sensibilidad.
Elaborado en ese formato particular de una larga conversación, los mejores
momentos del libro son los retazos autobiográficos con los que Judt nos
introduce al relato histórico. Esas pequeñas piezas biográficas, que van desde
la infancia londinense del autor hasta sus años de consagración intelectual en
Nueva York, son las que nos permiten adentrarnos en el siglo XX. Para Judt, no
se trata solo del siglo de los desastres y extremos, sino también de una época
en que se "asistió a importantes mejoras en la condición humana en
general".
Es ahí, en esa narrativa que conjuga el
horror con la esperanza, que nos lanza sus verdades
desagradables.
¿Cuáles son esas verdades que esta
Casandra del siglo XX cantó? En un libro como este, enjundioso y lleno de
intuiciones, no encontramos un único argumento que lo atraviesa de principio a
fin. Las verdades desagradables de Judt son múltiples. En la primera mitad del
libro cobra relevancia el problema judío –tanto en la revisión del holocausto
como en su experiencia sionista en un kibutz– y el marxismo; a ambos adscribió
en su juventud, y a ambos, en su vida adulta, los criticó agudamente. Lo
notable de su crítica es que es la de un insider
que por criticar, se convierte en outsider,
rol en el que "siempre se ha encontrado seguro, hasta cómodo".
Sin embargo, la verdad más molesta con la
que nos enfrenta tiene que ver con la de nuestro tiempo. Cierto que su crítica
al marxismo, de tan fina y aguda, es una delicia leerla. Pero también es cierto
que esta ideología, no obstante los esfuerzos del reputado Hobsbawm por
vendernos un marxismo para el siglo XXI, hace rato que huele a cadáver.
De
ahí, entonces, que haya que poner el ojo en la crítica a la suficiencia
neoliberal de nuestros días y a lo que el autor describe como "nuestro
culto actual a la privatización: la impresión de que lo privado, lo que se
paga, es de alguna manera mejor precisamente por esta razón". Para Judt,
esta lógica que impera desde los años 80 representa una inversión de un
supuesto que dominó durante casi toda la centuria pasada: "el de que
ciertos bienes solo podían suministrares adecuadamente a través de un sistema
colectivo o público y eso precisamente los hacía mejores". Durante este
largo período, que incluye el boom de
la socialdemocracia de la postguerra, el dilema que por entonces se enfrentaba
decía relación con el cuándo era correcto a un gobierno determinar que un bien
o servicio debía ser público. Hoy, la pregunta es la inversa: "¿por qué
deberían existir monopolios públicos? Este es el recelo visceral con el que
vivimos, o llevamos viviendo, los últimos veinticinco años".
A contracorriente, Judt rescata incansablemente
una ética liberal que aboga por lo público; por cierto, una ética que se
contrapone a la privatización desatada de hoy y que "le quita al Estado la
capacidad y la responsabilidad para reparar las deficiencias de la vida de la
gente" y que lo reemplaza por "un impulso caritativo derivado de un
sentimiento individual de culpa hacia las personas que sufren". El
problema de este juego de privatizaciones, no obstante pueda ser exitosa
económicamente –cosa de la que Judt duda–, es que "sigue constituyendo una
catástrofe moral en potencia".
Tony Judt vuelve una y otra vez, casi
como una obsesión, a la socialdemocracia. Y es que algo de razón tiene cuando
apunta que estas "se encuentran entre las sociedades más ricas del mundo,
y ni una de ellas ha tomado ni remotamente una dirección que suponga una vuelta
al autoritarismo alemán que Hayek consideraba el precio que había que pagar por
entregarle la iniciativa al Estado". Dicho de otro modo, los dos
argumentos con que se pretende descartar un Estado de bienestar –que son
disfuncionales económicamente y que conducen a dictaduras– "son,
sencillamente, erróneos", sentencia Judt.
De ahí que su incómoda verdad nos pone en
guardia y nos llama a ver el siglo XX desde otra perspectiva. Cierto, en la
versión de Judt no se reduce solo a la batalla dialéctica entre democracia y
fascismo, libertad contra totalitarismo. No, su percepción va por otro lado.
Para el autor, lo que atraviesa el siglo es el debate en torno a la pregunta de
qué tipo de Estado se quería. Y es, desde este ángulo, que para Judt "los grandes vencedores del
siglo XX fueron los liberales del XIX, cuyos sucesores crearon el Estado del bienestar
en todas sus posibles formas". Se trata de Estados que forjaron mecanismos
democráticos y constitucionales que permitían "abarcar a sociedades de
masas complejas sin necesidad de recurrir a la violencia". Por eso, ya hacia
el final, nos advierte: "seríamos unos insensatos si renunciáramos
alegremente a este legado". En esto, Tony Judt, al parecer las hace de
Casandra.
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