La correspondencia que durante cerca de treinta años (desde 1961 a 1988) mantuvieron el editor alemán Sigfried Unseld (Suhrkampf) y el escritor austriaco Thomas Bernhard (el autor de Trastorno) contiene un resumen atosigante del infierno en que se puede convertir la parte de atrás de los libros, lo que no se ve de los autores, lo que no se conoce de los editores. La propia editorial Surkampf, años después de la muerte de editor y autor (Unseld murió en octubre de 2002, Bernhard falleció en febrero de 1989), decidió publicar esas cartas (y telegramas, el último es de Unseld: “No puedo más”) junto con notas del propio editor en las que en algún momento resume su impresión de Bernhard: es “un chantajista”.
¿Son así autores y editores? La relación Unseld-Bernhard es extrema en todos los órdenes. Miguel Sáenz, traductor de Berhnard al español (y de Günter Grass y de grandes autores anglosajones), y traductor también de esta crucial correspondencia que ha publicado Cómplices Editorial en España, concede que Berhnard “era extraordinariamente irritable”, tenía enfrente a un editor “paciente y muy inteligente” y mantuvo ese pulso (primero por dinero anticipado; después por sus reacciones extemporáneas ante hechos en los que participó; posteriormente, por los títulos de sus libros, por ejemplo) por su carácter “difícil, muy complejo”. Unseld llegó a conocerlo muy bien, lo admiraba y creía, desde antes de que Berhnard cumpliera los cuarenta años, que ese autor que tanta migraña le causaba estaba entre los escritores más importantes de lengua alemana del siglo XX.
Creía tanto Unseld en Bernhard que le soportó todo. Hasta que el 24 de noviembre de 1988 le escribió este telegrama: “Para mí no solo se ha alcanzado un límite doloroso sino que se ha traspasado, después de todo lo que, durante decenios y especialmente en los últimos años, hemos tenido en común. Me repudia, repudia a mis colaboradores que se han dedicado a usted y repudia a la editorial. No puedo más”. Un día después, el autor le escribe a su editor: “Si, como dice su telegrama, no puede más, bórreme de su editorial y de su memoria. Sin duda he sido uno de los autores menos complicados que ha tenido nunca”. Se encontraron luego, el 28 de enero de 1989; Bernhard estaba muy enfermo. Murió poco después. Y Unseld escribió: “La vida de ese hombre encantador fue un caminar por la cuerda floja, aspiraba a lo total y lo perfecto, sabiendo que lo total y lo perfecto no pueden alcanzarse”.
Bernhard aplicó el amor-odio a todas las cosas, y en función de ello desesperó tanto a Unseld que éste, en efecto, ya no pudo más. ¿Es un caso extremo? Probablemente. ¿Y por qué aguantó Unseld casi tres décadas de presión y de desplantes? “Porque era un editor muy inteligente”, dice Miguel Sáenz. “Tuvo la habilidad de descubrir en él a un gran autor. Bernhard no hubiera llegado a ser lo que fue sin Unseld, y éste hizo el oficio, la forma de actuar de un editor inteligente”.
Unseld le hacía sugerencias (sobre sus títulos, sobre sus actitudes, sobre su vida personal, pues le pedía préstamos para comprarse casas) y Bernhard se las rechazaba sistemáticamente, a veces con muy malos modos.
Mario Muchnik, veteranísimo editor que ha dirigido varias editoriales, algunas suyas y con su nombre, lleva más de medio siglo en el oficio y probablemente hubiera actuado como Unseld. Lo ha hecho. Él cree, y lo ha dejado por escrito, que “lo peor no son los autores”. Pero la relación editor-autor es muy complicada, dice Muchnik. “Un día le dije a Carmen Balcells, la agente, que yo era amigo de todos mis autores. Ella me dijo que eso es mentira, nadie es amigo de todos sus autores. Es más, hay intereses, no amistades. Posiblemente ella tiene razón: no se puede ser amigo de todos los autores, o al menos no se puede ser amigo de la misma manera. Tuve diferencias con un autor francés que no tenía ni idea de español, y que quiso intervenir en la traducción. Rompimos. No rompí con Kenizé Mourad, la autora de De parte de la princesa muerta,porque la discusión era simpática. ¡Ella se empeñaba en poner pues por todas partes! ¡Pero dónde demonios quiere que ponga pues, Kenizé, decíme!”.
Es posible la amistad con el autor, dice Muchnik, “pero hay que quererla”. ¿Y cómo se quiere? “Tolerando”. Lo que hizo Unseld. “El editor tiene que ser lo más tolerante posible con los extremismos tópicos de los autores. El editor no siempre tiene la razón, pero actúa como si él fuera dueño de la verdad. En el medio está la virtud: el autor también tiene alguna verdad, y el editor ha de estar dispuesto a entender”.
Una relación difícil incluye la palabra no. “Una negativa es también una respuesta”, suele decir el editor norteamericano Peter Mayer. “Y yo estoy de acuerdo con ese colega. Decir no es también una respuesta ante un manuscrito que no te satisface. Yo no soy partidario de enviar cartas diciendo que la obra es genial pero que no hay sitio. Primero, porque suele ser mentira. Es mejor decir que no me interesa a aguardar a que el asunto se pudra en el cajón y agote la paciencia del editor y del autor”.
¿Y una vez aceptado, si se acepta, cómo bregar con el autor? “Con paciencia”, dice Muchnik. “Con discreción”, dice Enrique Murillo. Este editor, que trabajó, entre otras, para empresas editoriales de Plaza y Janés y ahora dirige su propia editorial pequeña, Libros del Lince, ha trabajado con autores, ha hecho lo que los anglosajones hacen con los textos que reciben: tratan de editarlos, mejorándolos. “A ciertos niveles lo debes hacer si te lo piden, no es lógico que entres por la puerta diciéndoles a los autores: aquí vengo yo con la verdad revelada”.
Así mejoró la versión española de alguna obra de John Le Carré, de acuerdo con el autor británico, “pero sobre todo lo situé, de cara al mercado español, en el renglón literario que merecía, gracias a una muy buena entrevista que conseguimos que le hiciera Maruja Torres para EL PAÍS”. Descubrió una noche, en una recepción para escritores convocada por el Rey, a Dulce Chacón, publicó su Algún amor que no mate y después le ayudó con sus siguientes manuscritos… Le dio forma a algunos capítulos de la conversación de José Luis de Vilallonga con el Rey. “Nos habían pedido de La Zarzuela algunos cambios en lo que decía Juan Carlos, al autor le daba pereza, y con mi francés de entonces (porque el libro se escribió en francés) acometí yo mismo la tarea…”
¿Y cómo reacciona el autor cuando se le corrige, cuando se le dice que la obra necesita retoques? “La primera reacción suele ser bastante mala, casi de persona que se siente ofendida. Por eso tienes que ser extraordinariamente delicado y educado. Tú no eres el autor, tú eres el lector, y sólo tienes el derecho que te da el autor para hacer sugerencias sobre su obra. Él escribe, tú lees, y ese es tu papel, decirle cómo lo has leído… Este verano he hecho eso con dos autores que me suelen pedir esa ayuda. Para mí es un honor extraordinario. Es como ser invitado a un ensayo en primera fila”.
A veces (como dice Michael Korda, el autor de Editar la vida, editado aquí por Debate, sobre su larga aventura editorial en Simon & Schuster) lo necesitan como necesitarían los ojos… Jesús Marchamalo, escritor que ha investigado en esas relaciones, dice que eso que sucede con naturalidad en el mundo anglosajón aquí es recibido de uñas. Pero, por ejemplo, Malcolm Lowry reaccionó con una larguísima carta (está en El viaje que nunca termina, Tusquets), indignado por las correcciones que el editor de Jonathan Cape sugirió al manuscrito de Bajo el volcán: “Me atrevo a sugerir que el libro es mejor, bastante más denso, más profundo y más cuidadosamente planeado y elaborado de lo que sospecha quien hizo el informe…”.
“No existe una relación ideal entre el autor y el editor”, dice Juan Casamayor, el director de Páginas de Espuma, que publica cuentos. “No existe una, porque existen tantas como autores. Tienes que actuar con profesionalidad, es decir, tienes que procurar que sus libros sean hermosos, pero pasado ese tramo en el que interviene el oficio es lícito ser amigo”. Puede ocurrir que si se pierde al autor se pierda al amigo. “Eso puede pasar, pero de tu paciencia y de tu comprensión depende que no suceda. Hay que ser abiertos de espíritu y de inteligencia, y habilidosos. Primero, para que no se vaya, y después para que, si se va, se vaya solo el autor, no el amigo. Si las cosas se hacen bien, la amistad no se tiene por qué resentir”. ¿Y si le dice al autor cómo ha de hacerlo, cómo reacciona? “No hay que imponer ni hay que aceptar; lo que tienes que hacer es buscar argumentos, a veces filológicos, para que entienda que lo que quieres hacer con su libro es mejorarlo, y a él hacerlo crecer como autor. Si no se deja tienes que persuadirlo de que el libro se puede ahogar si no te hace caso”.
A Enrique Murillo le llegó un texto de Larry Collins cuando su editorial lo necesitaba, pero no en las condiciones en que parecían satisfacer al autor. “Y Larry tenía a su editor, que era Korda, de vacaciones. Él sabía que algo fallaba, y me preguntó, qué falla. Lo leí, le dije que el personaje femenino no tenía cuerpo. ‘Eso es, siempre me lo dice Korda: ¡tus personajes femeninos no tienen cuerpo!’. Trabajamos por ahí, por el cuerpo del personaje femenino, y salvamos una campaña de Navidad”. ¿El autor qué dice luego? Generalmente está agradecido, dice Murillo. Un día le pregunté a Jaime Salinas, mítico editor de Alianza Editorial y de Alfaguara, hasta cuándo quiere un autor a un editor. “Hasta que te necesita”, respondió Salinas. “Mientras le haces bien el trabajo”, dice Murillo.
Pere Sureda, editor que fue de varios sellos, y que últimamente trabajó para Norma, prepara ahora un libro sobre esa relación en la que el editor un día dice, como Unseld, que ya no puede más, o que afirma, como Muchnick, que “lo peor no son los autores”. Entre las historias que han encontrado para ese volumen está el intercambio difícil que Gaston Gallimard, el mítico editor francés, tuvo con Louis Ferdinand Cèline, el gran autor que fue cómplice de los nazis. Lo cuenta Pierre Assouline en su monumental biografía del editor (Península, 2003). Cèline y Gallimard se encuentran, seis años después de la guerra; el escritor está libre de ataduras editoriales, y después de una tensa negociación acepta publicar en la mejor editorial europea del momento…
La correspondencia que sigue parece un calco de esa que ahora ha traducido Miguel Sáenz entre Bernhard y Unseld. Cuenta Assouline: “Cèline es muy duro con su editor: lo trata de ‘desastroso tendero’ y de ‘Shylock’, le reprocha su tacañería y el mal funcionamiento de su editorial, tratándolo siempre como un patrón, un hombre de negocios profundamente pasado de moda. ‘¡Siempre será usted desesperadamente 1900! ¡Sonrisas! ¡Modestia! ¡Incluso medias negras!’, le escribe en 1955… Chivo expiatorio ideal para un escritor que necesita ese tipo de salidas, acostumbrado a soportar los repentes de más de un autor, de Gide a Simenon, pasando por Aragon y Genet, el editor acepta desempeñar ese papel en la mente e incluso en la obra de Cèline, pues tiene la convicción de que ataca su función, no a su persona. Se necesita más para intimidar a Gaston. En julio de 1961, acude a Meudon con un cura y se inclina ante los restos de Cèline”.
No extraña ahora que aquel austriaco atrabiliario que escribió tantas obras maestras y el francés más repudiado (y tan genial) de Viaje al final de la noche hubieran desatado, tras la muerte, después de agrios intercambios, la misma reacción de rendida amistad. Eran editores, y por tanto sabían con qué materia prima tenían que trabajar. “También era un editor inteligente”, dice Saénz sobre Unseld, “por eso lo aguantó como se aguantan las destemplanzas de un amigo”.
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