8 oct 2012

El Presidente que volvió del frío | Pablo Riquelme Richeda



Fue su último mensaje: “Tumbado aquí, puedo sentir claramente la presencia del ángel de la muerte”. El 22 de noviembre de 2006, un día antes de entrar en coma y morir envenenado en un hospital londinense producto de una sustancia radiactiva llamada polonio 210 (sólo fabricada en Rusia), el disidente ruso y ex agente del KGB Alexánder Litvinenko –calvo, cadavérico e inmovilizado– acusó a quien consideraba responsable de su situación: “Puede que consiga callar a un hombre, pero el rumor de las protestas en todo el mundo reverberará en sus oídos, señor Putin, hasta el final de su vida. Que Dios le perdone lo que ha hecho, no sólo a mí sino a mi querida Rusia y a su pueblo”.

Sobre la persona a la que iba dirigido ese mensaje y lo que ha hecho con Rusia durante los últimos 12 años trata El hombre sin rostro. El sorprendente ascenso de Vladímir Putin, de la periodista Masha Gessen. El libro –en parte unas memorias personales, en parte una crónica política de la Rusia contemporánea– narra cómo un anodino y gris burócrata del KGB –la agencia de seguridad e inteligencia del Estado soviético– llamado Vladímir Putin pasó, en pocos meses, de dirigir el FSB (el Servicio Federal de Seguridad, continuador del KGB tras su disolución en 1991) a ser Presidente de Rusia. Y cómo, una vez en el Kremlin, se hizo con el poder total, desmanteló la frágil democracia rusa y montó un Estado mafioso y corrupto que devolvió al país a los tiempos soviéticos.

El hombre sin rostro comienza en 1999, en el ocaso del gobierno de Borís Yeltsin (“el único líder en la historia de Rusia elegido libremente”), cuando “La Familia” y los “oligarcas” –los poderes fácticos que sostenían su segundo mandato– buscaban desesperadamente a alguien que se hiciera cargo del país. El elegido fue Putin, entonces director del FSB, porque “parecía carecer de personalidad y ambición personal” y sería “fácilmente manejable”. Dado que no tenía pasado político (era un “hombre sin rostro”), iba a ser fácil proyectar sobre él la imagen de un político joven y vigoroso.

Putin juró como primer ministro de Yeltsin en agosto de 1999 y cuatro meses después, el 31 de diciembre de 1999, asumió la Presidencia interina cuando Yeltsin, apremiado por una popularidad inferior al 10% y en medio de una serie de atentados terroristas (supuestamente causados por separatistas chechenos) que dejaron cientos de muertos y regaron el pánico por el país, renunció. Así, Putin fue posicionado como el nuevo líder –duro, implacable– que Rusia “necesitaba”, dejándolo, de paso, con la primera opción para triunfar en los comicios presidenciales de marzo de 2000. (Las investigaciones posteriores indicarían que los atentados chechenos en realidad fueron un “trabajo interno” del FSB, con el objetivo de instalar un clima de terror que potenciara al sucesor de Yeltsin. En otras palabras, el FSB le allanó el camino a la Presidencia al ex director del FSB).

¿Quién es este hombre que de la nada asumió las riendas del país más extenso del mundo y con las mayores reservas planetarias de gas y petróleo?

Gessen lo retrata como un hijo del Leningrado de posguerra (“un lugar mezquino, hambriento y pobre que engendró niños mezquinos, hambrientos y feroces”), matón y desadaptado, que ante la menor provocación reaccionaba dando palizas y que soñaba con ser agente del KGB (de niño atesoraba un retrato de Yan Berzin, padre del espionaje soviético).

Tras una mediocre carrera de burócrata en el KGB (el pico de su carrera fue una destinación a Dresde entre 1985 y 1990 –los años de la apertura de Gorbachov–, donde rellenaba informes tras un escritorio), Putin “renunció” al organismo y pasó a servir a Anatoli Sóbchak, político “bisagra” de la transición democrática, en el primer consejo municipal elegido en la historia de Leningrado (el primer organismo democrático de la URSS). Juntos, Sóbchak y Putin mantuvieron posiciones ambiguas en agosto de 1991 cuando el KGB le dio un golpe de Estado al recién asumido Presidente Yeltsin. El golpe falló y precipitó el final de la URSS. Según Gessen, Putin apoyó el golpe, pero al permanecer junto a Sóbchak (que jugó a dos barajas, por si el golpe triunfaba) mantuvo su trabajo en el municipio de Leningrado –luego rebautizada como San Petersburgo– y comenzó a armar las redes clientelísticas que lo llevarían a ascender en la burocracia rusa y a ser director del FSB. La tesis de Gessen es que el KGB jugó un rol continuista en la transición al sistema democrático, infiltrando cientos de agentes como Putin en las nuevas instituciones civiles, y que Putin nunca dejó el KGB, sino que “congeló” su carrera y pasó a formar parte de la “reserva activa”.

Luego Gessen muestra paso a paso cómo, tras ganar las elecciones presidenciales de marzo de 2000 (52% de los votos), Putin rápidamente comenzó a perseguir a los oligarcas que lo habían puesto en el Kremlin, estatizó los principales medios de comunicación –incluidos los tres canales de televisión federales– y las fortunas petroleras, y fortaleció el “poder vertical”, desmantelando la estructura federal rusa y los mecanismos democráticos heredados de Yeltsin. Reelegido en 2004 con el 71% de los votos (“resultado característico de un régimen autoritario”), Putin ha usado el terror y el asesinato político de periodistas y disidentes (como Litvinenko, entre varios) para convertirse en el “padrino de un clan mafioso” que gobierna sin políticas ni separación de poderes y que no distingue entre intereses públicos y privados (la fortuna de la red personal de Putin se calcula en 40.000 millones de dólares).

Sin poder optar a un tercer período, en 2008 Putin hizo elegir a Dimitri Medvédev (71% de los votos). Este nombró a Putin primer ministro y luego cambió la Constitución para alargar los mandatos presidenciales a 6 años. Según Gessen, cuando en septiembre de 2011 Rusia Unida –el partido títere de Putin– aclamó al primer ministro como candidato para 2012 (ganó con el 63% de los votos), Putin terminó por devolver a Rusia a los tiempos de la Unión Soviética. Si la salud y las circunstancias lo acompañan, Putin podría gobernar hasta 2024, tras casi un cuarto de siglo en el poder. Sólo siete años menos que Stalin).

Pero según Gessen, el régimen de Putin tiene los días contados. El libro finaliza con las masivas protestas de diciembre de 2011 (anunciadas por Litvinenko al comienzo de esta reseña), cuando los rusos ocuparon las calles para oponerse al fraude de las elecciones legislativas realizado por Rusia Unida. Según la autora, hay similitudes entre la caída del sistema soviético y el momento actual. Aunque en Rusia no existen mecanismos que obliguen a Putin a rendir cuentas ante la ciudadanía, el proceso ya se ha iniciado y “puede que tarde meses o quizás años, pero la burbuja de Putin estallará”. La pregunta, entonces, no es si Putin gobernará hasta 2024. La pregunta es si Putin será capaz de terminar su mandato actual.

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