Decir Hobsbawm, para alguien interesado por la historia que se escribía hace medio siglo, era decir Grupo de historiadores marxistas británicos, una identificación que hoy puede sonar como un oxímoron elevado al cubo, pero que hacia 1950 marcó con su poderoso aliento la mejor, más ambiciosa y más fructífera, dirección de los estudios históricos. Y fue así, porque interesados en los grandes procesos de la historia, nadie en ese grupo sucumbió a la práctica de forzar la realidad para hacerla encajar en la teoría. Los historiadores marxistas británicos fueron, ante todo, herederos del empirical idiom, más que de la ortodoxia de la base y la superestructura; y por serlo, fueron magníficos escritores, gentes que sabían contar una historia.
Al situarse en una tradición de estudios empíricos, Eric Hobsbawm, como Edward Thompson, Christopher Hill o Rodney Hilton, continuaron con sus trabajos la historiografía radical británica, para la que reivindicaban un origen en el mismo Karl Marx, con su estudio de El capital, o de Friedrich Engels con La situación de la clase obrera en Inglaterra. De la tradición radical heredó el grupo la mirada desde abajo, con el estudio de las formas de vida, de las costumbres y las creencias, indagando en las vidas, las experiencias, las organizaciones y las luchas de las clases oprimidas. Hobsbawm llamó a todo eso worlds of labour, mundos (significativamente en plural) del trabajo, de los que ofreció algunas piezas memorables, como la dedicada a la aristocracia obrera, que habrían de alimentar fecundos debates historiográficos pero también políticos.
Porque aparte de esa mirada desde abajo, la historiografía del marxismo británica demostró toda su potencia en lo que más adelante la sociología histórica definirá como grandes procesos y enormes estructuras. Una ambición omnicomprensiva que movió a un impresionante esfuerzo de interpretación de los procesos históricos y que ha dejado obras imprescindibles sobre la transición del feudalismo al capitalismo y sobre el desarrollo del mismo capitalismo. Aupado en esos trabajos, Hobsbawm, que lo fagocitaba todo y que de todo podía escribir, acometió la tarea de explicar el proceso histórico de su propio mundo dividiéndolo en tres grandes eras, la de la revolución, la del capitalismo y la del imperio, tres volúmenes que abarcaban lo que luego entendió como “largo siglo XIX”, con su alborada en la Revolución francesa y su ocaso en la Gran Guerra que puso fin a la era del Imperio.
Nacido el mismo año de la revolución rusa, testigo de la conquista del poder por los nazis, incorporado muy joven al partido comunista, para Hobsbawm el proceso histórico iniciado con la revolución francesa o, más allá en el tiempo, con la transición del feudalismo al capitalismo, habría de continuar con la segunda y definitiva revolución, la socialista, comadrona de una nueva era histórica que, según escribía en los años setenta, ya se había abierto con la revolución soviética, senda que antes o después, habría de recorrer toda la humanidad. Eminente historiador pero pésimo profeta, Hobsbawm vivió convencido de que la revolución rusa era el futuro de la humanidad prácticamente hasta la mismísima caída del muro del Berlín, cuando de aquel grupo de historiadores marxistas británicos solo quedaba el recuerdo.
El recuerdo, y Hobsbawm, que, a diferencia de sus camaradas, no apagó la luz tras la invasión de Hungría por los tanques soviéticos. En realidad, nunca la apagó, porque cuando se decidió a escribir la historia del corto siglo XX, el siglo que comenzaba según sus cuentas con la Gran Guerra y terminaba con el hundimiento del comunismo en la Unión Soviética, su mirada siguió fascinada no por el futuro sino por un pasado que pudo haber sido y no fue, por todo lo que en sus años de juventud soñó como futuro de la humanidad. Romance del comunismo, como tituló Tony Judt una reseña de su Era de los extremos, Hobsbawm nunca quiso reflexionar sobre el hecho, evidente por lo demás, de que el comunismo, desde el poder, había liquidado aquel lenguaje empírico, aquella mirada desde abajo, aquella herencia radical y aquel impulso marxista a los que debió, por partes iguales, su grandeza como historiador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario