El verano de 2012, como el de 2011, ha estado sembrado de ecos de guerra, aunque en esta ocasión en un país árabe distinto, Siria, en vez de Libia. Y no son las fuerzas occidentales (las nuestras) las que aplastan al infame enemigo, sino que se trata de una guerra civil de la que, al menos en teoría, no somos más que meros espectadores. La impresión general que saco de mis aproximaciones veraniegas a los medios de comunicación es la de la fascinación ante el espectáculo bélico. Hay una frase que capta y, al mismo tiempo, encarna el estado de ánimo que caracteriza esos reportajes militares; es una frase de la prestigiosa periodista Florence Aubenas. Después de describir un convoy que se disponía a ponerse en marcha para combatir, añadía: “A los lados, los niños forman un pasillo de honor, deslumbrados, tan sobrecogidos de admiración que no osan acercarse a esos hombres”. Dado que la autora no se atreve a hacer ningún comentario sobre ese deslumbramiento infantil, que es una trágica consecuencia del conflicto, el resultado es que se nos está invitando a nosotros —tanto periodistas como lectores— a compartir esa experiencia de asombro.
En la prensa, la fascinación se traduce en una sobreabundancia de imágenes: la guerra es fotogénica. Página tras página, contemplamos las ruinas humeantes de los edificios, los cadáveres expuestos en la calle, los malos a los que llevan a interrogar, con un probable uso de la fuerza, jóvenes hermosos que llevan un kalashnikov en las manos o en bandolera. Las fotos, ya se sabe, provocan una gran emoción, pero, aisladas, no emiten ningún juicio, y su significado es imposible de saber exactamente. La misma complacencia llena los textos que las acompañan: nos alegramos de ver los efectos de un atentado audaz, de descubrir un ejército dispuesto a tomar el poder. “La batalla galvaniza a los rebeldes”, pero es evidente que también a los periodistas. Las fotos muestran los rostros inquietos de los prisioneros y los pies les identifican con sobriedad: “un hombre sospechoso de ser informador”, “un policía acusado de espionaje”; ¿Están todavía vivos en el momento de la publicación? Se hace sin pestañear el retrato de un joven “modesto” cuya especialidad es “suprimir a los dignatarios y a los jefes de los milicianos”. Pero no tiene la culpa: “Es un asesino de asesinos, mata a los que matan”. Los combates y la violencia no solo son fotogénicos, sino mitogénicos, generadores de los relatos más emocionantes, los que nos hacen estremecernos y compartir la experiencia.
En su gran mayoría, los medios de comunicación no se conforman con representar la guerra, sino que la glorifican; escogen su bando y participan en el esfuerzo bélico. La verdad es que la guerra despierta fascinación casi siempre, quizá porque representa el ejemplo supremo de una situación en la que, en nombre de un ideal superior, estamos dispuestos a arriesgar lo más preciado que tenemos, la vida. A ello se añade la admiración que sienten los espíritus contemplativos por los hombres de acción, a los que se apresuran a convertir en símbolos, y también la atracción que ejerce la violencia, el placer que experimentamos cuando vemos destrucciones, matanzas, torturas. El encanto de la guerra procede asimismo de que es una situación simple, en la que es fácil elegir: el bien se opone al mal, los nuestros a los otros, las víctimas a los verdugos. Si antes el individuo podía pensar que su vida era inútil o caótica, en la guerra adquiere cierta gravedad. De pronto, ya no nos preocupamos por cuestionar la realidad que se esconde detrás de las palabras. ¿Acaso la revolución es necesariamente buena, sea cual sea el resultado? Y en cuanto a la lucha por la libertad, ¿no corre peligro de encubrir un simple deseo de poder? ¿Basta con hablar de derechos humanos, una denominación no controlada, para convertirse en su paladín?
Sin embargo, en esos mismos relatos aparece también otra imagen de la guerra, a poco que vayamos más allá de los grandes titulares y los pies de foto para interesarnos por las descripciones detalladas. Las justificaciones ideológicas, esenciales para desencadenar guerras civiles, después no sirven más que para vestir una lógica más poderosa, la avalancha de represalias y contrarrepresalias, la violencia que sube siempre un escalón más. “No es posible el perdón, esto será ojo por ojo y diente por diente”. “A quienes hayan matado los mataremos”. La intransigencia se vuelve obligatoria, la negociación y el compromiso se consideran traiciones. Las principales víctimas no son los combatientes de uno u otro ejército, sino las poblaciones civiles, que son sospechosas de complicidad con el enemigo, viven en la inseguridad permanente, mueren en ciegas explosiones, huyen de sus casas y sus aldeas, se aglutinan en campos de refugiados instalados en los países vecinos. Las guerras civiles no son nunca un simple enfrentamiento entre dos partes de la población, sino que consagran la desaparición de cualquier orden legal común, encarnado hoy en el Estado, y convierten en lícitas, por tanto, todas las manifestaciones de la fuerza bruta: saqueos, violaciones, torturas, venganzas personales, asesinatos gratuitos.
Este es el futuro probable de esos niños sobrecogidos de admiración.
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