8 oct 2012

Hobsbawm (y Judt) | Alfredo Jocelyn-Holt

No es que quiera parecer indolente, pero la muerte de historiadores, hasta la de los más ilustres, no es tan de lamentar como podría ser la de algún poeta, filósofo o artista. El propio Hobsbawm lo señalaba, y sobre sí mismo incluso, en Años interesantes. Una vida en el siglo XX, sus memorias. Consciente que figuraría en algún apartado o libro sobre la historia del marxismo o de la historiografía y cultura intelectual británica del siglo XX, no se hacía ilusiones más allá que eso. Si su nombre llegase a desaparecer, como fue el caso de las lápidas de sus padres en un cementerio de Viena -agregaba-, “no se produciría ninguna laguna en el relato de lo sucedido en la historia del siglo XX, ni en Gran Bretaña ni en ninguna parte”. Hobsbawm era escéptico y modesto. Lo último, en exceso; lo primero, comprensible dado el siglo de miéchica que le tocó (nos tocó) sobrevivir. Muy pocos otros lo han explicado así y tan bien como él.


Menos universales que los poetas, filósofos y artistas -en el fondo, más apegados y limitados a su tiempo-, se van de este mundo los historiadores y con ellos también el contexto (varias vidas, 95 años, en su caso) que condicionara las preguntas, debates, pasiones y referentes con que trabajaban. En ese sentido, se trata de un oficio que exige humildad. No cierra nada. Puede que iluminen e ilustren, pero no es aconsejable que sus cultores se den de videntes. Valga el juicio de Santos Juliá sobre Hobsbawm: “Gran historiador, pésimo profeta”. Lo dice porque, cualquiera que hayan sido sus notables méritos, pecó de pitonisa (justo lo que no hay que pretender siendo historiador) y, claro, cómo no, se equivocó.

La Revolución Bolchevique, lo que él mismo llamara “the original world hope of 1917”, y con cuyo inicio compartiría su propio nacimiento, fracasó. Y aun cuando lo reconociera (dijimos que era escéptico), igual siguió creyendo en ella. ¿Por qué? Según Tony Judt (Eric Hobsbawm and the Romance of Communism, New York Review of Books, 2003) porque él era un romántico, y eso -lo sabemos- es indicio de una razón potente, válida, pero a veces enfermiza. En estado “sueño”, Goya dixit, engendra monstruos. Hobsbawm, al morir Judt, se defendió y retrucó sosteniendo que él, errado y todo, a diferencia de otros (pensaba en Judt), no se iba a convertir en un “intellotocrate” más de la Rive Gauche o de los círculos liberal bienpensantes de Norteamérica, “la izquierda más allá del PC” de la cual hablábamos la semana pasada.

Una polémica extraordinaria la de ellos. Se decían estas cosas aun cuando eran amigos, igual de comprometidos, y se admiraban mutuamente, pero marchaban al taran-tantán de distintos tambores. La metáfora es de Hobsbawm (After the Cold War. Eric Hobsbawm remembers Tony Judt, London Review of Books, 2012).

Pues, bien, la vida ha seguido su curso. Se murió Judt (también un magnífico historiador, aunque socialdemócrata errado, Hobsbawm dixit) y, ahora, se murió Hobsbawm (hemos visto que también errado), y la izquierda y el progresismo están como están. Muertos, no, pero sí a medio morir saltando, haciendo cómo que si estuvieran vivos, aunque catatónicos, es decir, excitados, pegando manotazos a diestra y siniestra, pero rígidos muscularmente y con grave estupor mental.



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