Hará unos diez años me llamó Parra por teléfono, desde Las Cruces, su refugio en la costa central de Chile. Me habló con esa voz alargada suya, donde siempre acecha una ironía. «Habrás notaaaaado que yo soy el único poeta chileno sin seudónimo», me dijo (aludiendo a Neruda, a Mistral, a De Rokha, y hasta a Vicente Huidobro, cuyo nombre no era exactamente ese). «Lo que paaaasa», continuó, «es que un antipoeta no puede inventarse un seudónimo. Necesita encontrar un nombre real que esté vacante, para ocupaaaaaarlo. ¿Me entiendes? ¡Y por fin lo encontré! De ahora en adelante mi seudónimo será... Neftalí Reyes». Y Parra se quedó callado, al otro lado de la línea, acechando mi reacción. Porque «Neftalí Reyes» fue el sonoro nombre verdadero que Neruda inexplicablemente abandonó cuando decidió ponerse un nombre de pluma. ¡Sólo a Nicanor se le podía ocurrir «ocuparlo»! Paladeado mi asombro, Parra agregó: «Mi próximo libro lo firmaré como Neftalí Reyes. Y abajo, entre paréntesis y tarjado, dirá: ex Nicanor Parra».
Don Nica, el okupa. Parece un chiste. Pero es muy serio. Esa broma podría sintetizar la envergadura del empeño parriano, su valentía antisolemne. El nombre y el renombre, la autoridad del autor, esas glorias que importan tanto a otros poetas a él no le importan. Tampoco es que le disgusten, sospecho. Es que la importancia misma no es importante. La poesía es otra cosa.
No darle importancia al nombre puede ser costoso. Pregunté más de una vez: ¿por qué no le han dado el Cervantes a Nicanor Parra? «Porque ha venido poco, me decían, porque no ha trabajado bien España». Parecía un chiste (sin gracia). Puede ser que Parra no hubiera «trabajado» su influencia en España. Pero su influencia en el español es enorme.
Una influencia enorme que no pesa. Esa es una de las paradojas más fructíferas de lo parriano. Bajo el peso de Neruda o de Borges, por ejemplo, sólo pueden crecer neruditas o borgesitos, aplastados. A Parra, en cambio, es posible llevarlo en andas cantando y silbando. El peso de Parra permite crecer. Crecen no sólo los poetas que lo leen, también se agrandan los narradores (sígase el ejemplo de Bolaño). Se dice que la clave de esta influencia ligera y profunda, a la vez, estaría en que Parra comunica a la poesía contemporánea en español con una vertiente de la poesía anglosajona más coloquial y cotidiana, menos solemne que la nuestra. Puede ser, pero esta misma teoría suena demasiado solemne para ser parriana.
La tristeza y la risa
La tristeza y la risa
Por mi parte sospecho que la originalidad de Parra no está en recoger el habla de la calle (truco viejo), sino en atreverse con el humor de la calle. Hasta Parra el humor parecía reñido con la gran poesía. Cuando un gran poeta —digamos Quevedo, o Lorca— usaba el humor, se pensaba que estaba haciendo «poesía menor». A partir de Parra lo menor se hace mayor, lo menos es más. Parra ha hecho por la poesía en español lo que Cervantes hizo por la narrativa: reivindicar el humor como esencia expresiva de lo humano. La risa como pareja indispensable de la tristeza.
Cuando a Gabriela Mistral le preguntaban por qué no volvía a Chile, solía responder: «Porque me ha costado mucho que allá me respeten. Si vuelvo, en un mes ya me estarían llamando: “la Gaby”».
A Parra, en cambio, le encanta que lo llamen «don Nica». Quizás porque, en dialecto chileno, «nica» también es el apócope de «ni cagando». El que se opone, el rebelde, el que no da su brazo a torcer, dice: «Me niego, no lo haré “nica”». Don Nica se ha mantenido rebelde, durante casi cien años, comiéndose a las vacas sagradas de la poesía, y aquí lo tienen, muerto de la risa: «okupando» el Premio Cervantes.
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