No son tiempos para intelectuales estos que vivimos. Según Edward W. Said, lo peor que le puede pasar a un intelectual es que se "profesionalice", sienta que lo suyo es un trabajo con horario, se vuelva remilgado, no mueva el bote, evite la controversia, lo político (a no ser lo políticamente correcto), se las dé de "objetivo", le haga el juego al poder, piense que escribe para un "cliente", y jamás arriesgue el pellejo (tiene familia y es normal, sufre sus miedos). Un auténtico intelectual, afirma Said, debe ser un "amateur", otros han dicho un "diletante" (no peyorativamente), alguien que cultiva un saber como aficionado, con esmero y afecto, no como profesional o "académico" (en el apolillado sentido de especialista o erudito latero).
No es que sea peligroso ser intelectual en esta época, no es por eso que traigo a discusión el tema, que anden censurándolos o vayan a dar a parar a un gulag porque dijeron algo inapropiado. En los tiempos que corren, nada es tan romántico o de vida o muerte; al contrario, suele creerse últimamente que todo lo que vale ha de ser muy profesional, técnico y sus resultados constantes y sonantes, mucha money, por tanto, basta que al complicado señor éste no lo coticen. Y si lo contratan, conforme, pero que no diga nada, que se haga el profundo (qué le vamos a hacer, es incorregible, es un intelectual), pero ojalá no demasiado profundo. Que sepa que la madurez mental promedio de nuestros lectores de diarios, nuestros televidentes y radioyentes es de no más de 12 años, y los más serios, los con pretensiones intelectuales, sólo leen libros en las vacaciones de verano.
Javier Pradera, quien murió hace unos días, era un intelectual. "Lúcido vigía de la Transición. La izquierda española pierde uno de sus grandes referentes", tituló El País, periódico del que fue fundador, editorialista y columnista. Por familia provenía del carlismo más reaccionario, y aunque a su abuelo y a su padre los mataron milicianos republicanos, ingresó al Partido Comunista y se las vio duras en la clandestinidad. Al PC lo abandonó cuando expulsan a Jorge Semprún. A Pradera se debe el famoso editorial contra el golpe de Estado del 23-F de 1981, intentona que tuvo a medio mundo aterrado (El País fue el único periódico que salió a la calle). A Pradera, cuenta Javier Cercas, el golpe le parecía "una novela policíaca" en torno a la lealtad al y del rey, como un folletín de Alejandro Dumas. Pradera también se fue del diario por lo del referendo sobre España y la Otan; no coincidió con Juan Luis Cebrián (Pradera era pro Otan), después se dejó llamar de vuelta. Y cómo no mencionar su trayectoria de editor del Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI y, en especial, en Alianza Editorial; a él le debemos la serie de bolsillo. Gracias a su ojo crítico, generaciones enteras nos formamos intelectualmente, leímos lo que él primero leyó y luego publicó.
Quizá lo más admirable, visto desde hoy, es haber volcado su vocación política durante la transición al periodismo, y ahí, como guía, freno y mente pensante de izquierda; también que el periodismo lo acogiera. Pradera es prueba de que la política de un país, mucho más que sus políticos profesionales o los agitadores de calle, la hace, la miden y la reflectan sus diarios.
No es que sea peligroso ser intelectual en esta época, no es por eso que traigo a discusión el tema, que anden censurándolos o vayan a dar a parar a un gulag porque dijeron algo inapropiado. En los tiempos que corren, nada es tan romántico o de vida o muerte; al contrario, suele creerse últimamente que todo lo que vale ha de ser muy profesional, técnico y sus resultados constantes y sonantes, mucha money, por tanto, basta que al complicado señor éste no lo coticen. Y si lo contratan, conforme, pero que no diga nada, que se haga el profundo (qué le vamos a hacer, es incorregible, es un intelectual), pero ojalá no demasiado profundo. Que sepa que la madurez mental promedio de nuestros lectores de diarios, nuestros televidentes y radioyentes es de no más de 12 años, y los más serios, los con pretensiones intelectuales, sólo leen libros en las vacaciones de verano.
Javier Pradera, quien murió hace unos días, era un intelectual. "Lúcido vigía de la Transición. La izquierda española pierde uno de sus grandes referentes", tituló El País, periódico del que fue fundador, editorialista y columnista. Por familia provenía del carlismo más reaccionario, y aunque a su abuelo y a su padre los mataron milicianos republicanos, ingresó al Partido Comunista y se las vio duras en la clandestinidad. Al PC lo abandonó cuando expulsan a Jorge Semprún. A Pradera se debe el famoso editorial contra el golpe de Estado del 23-F de 1981, intentona que tuvo a medio mundo aterrado (El País fue el único periódico que salió a la calle). A Pradera, cuenta Javier Cercas, el golpe le parecía "una novela policíaca" en torno a la lealtad al y del rey, como un folletín de Alejandro Dumas. Pradera también se fue del diario por lo del referendo sobre España y la Otan; no coincidió con Juan Luis Cebrián (Pradera era pro Otan), después se dejó llamar de vuelta. Y cómo no mencionar su trayectoria de editor del Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI y, en especial, en Alianza Editorial; a él le debemos la serie de bolsillo. Gracias a su ojo crítico, generaciones enteras nos formamos intelectualmente, leímos lo que él primero leyó y luego publicó.
Quizá lo más admirable, visto desde hoy, es haber volcado su vocación política durante la transición al periodismo, y ahí, como guía, freno y mente pensante de izquierda; también que el periodismo lo acogiera. Pradera es prueba de que la política de un país, mucho más que sus políticos profesionales o los agitadores de calle, la hace, la miden y la reflectan sus diarios.
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