1 dic 2011

‹‹El desencanto no es una razón para no querer cambiar el mundo›› | Entrevista a Claudio Magris por Carlos Aguilera (ABC)

Encuentro a Claudio Magris en la universidad y nos vamos al San Marcos, el café donde comienza precisamente uno de sus mejores libros: «Microcosmos». Allí, il professore, como todos le llaman en Trieste, tiene reservada una mesa que se conserva invariablemente vacía hasta que éste, a cualquier hora del día, llega, se sienta y trabaja. Los camareros lo saludan y le traen aceitunas, café, pan. Él devuelve el saludo y me invita. Por cada pregunta que hago, Magris estira la mano y coge una aceituna. Una pregunta, una aceituna, me dice. Las aceitunas son como la vida, vuelve a decirme: si las exprimes mucho, se secan. Y sonríe.

Tanto en «El Danubio» como en otros de sus libros aparece siempre un análisis sobre el totalitarismo, la relación entre identidad y violencia, el fascismo. ¿Su literatura es una reflexión sobre esas cuestiones?

Creo que sí, al menos una buena parte de ella. Es por eso por lo que, para mí, en ese sentido, la ironía juega un enorme papel. Es importante creer firmemente en algo sin fanatismos; amar algo sin hacer de ello un ídolo. Eso quiere decir que la ironía es realmente el sentimiento de relatividad, y por eso, también, una liberación de la angustia. Los totalitarismos de cualquier índole, no sólo los de carácter político, se presentan con la pretensión de lo absoluto. Y creo que no puede haber nada absoluto en la Tierra. En muchos de mis relatos abordo ese tema, el tema de la ceguera de quienes transforman algo real, histórico, en algo absoluto, destruyendo de ese modo la vida y destruyéndose a sí mismos. En mi novela Otro mar, por ejemplo, se trata de un engaño individual; en Conjeturas sobre un sable, de un autoengaño colectivo y político. Ésta es también una metáfora y una parábola de la ceguera de la derecha política, de la reacción.

En una entrevista reciente, usted mencionaba que entre la literatura de Ítalo Svevo y la suya hay puntos de contacto. ¿Cuáles son las cercanías entre el autor de «La conciencia de Zeno» y su obra?

Esa pregunta resulta difícil de responder. Ítalo Svevo es tan grande y profundo que uno tendría que pasar horas hablando de su obra. Él consiguió ocultar tan bien esa profundidad que todavía no hay suficientes lectores capaces de captar esa grandeza. Afirmo que Svevo es mucho más difícil que Joyce, no en el lenguaje, sino en la profundidad de la comprensión.

Cuando Molly Bloom comete errores en esos parlamentos suyos que mueven a la risa, deformando las palabras y otorgándoles connotaciones sexuales, resulta quizás difícil interpretar la palabra aislada, pero Molly dice lo que esperamos que diga, ya que sabemos que es una persona inculta y piensa casi sólo en el sexo. Cuando Svevo habla de los cigarrillos, podemos creer en un primer momento que en realidad sólo habla de cigarrillos, aunque esté aludiendo a la insondable profundidad de la vida y del inconsciente. Lo que me fascina de él es esa intuición del abismo. En su obra tenemos esa intuición formidable: mientras que en el pasado el hombre corría el riesgo de no ser feliz, para el hombre moderno el problema se agrava. Ahora corre el riesgo de no ser capaz de desear la felicidad. Es decir, ya no se trata de no ser amado, sino de algo más trágico: no ser capaz de amar. De ese modo se explica cierta estrategia en las novelas de Svevo: la de no alcanzar a Ada, la mujer amada, para no ser amado por ella, ya que sería terrible no estar a la altura de ese amor.

Dos de los conceptos que usted ha utilizado con mayor frecuencia son los de utopía y desencanto. Más allá del territorio político que enmarcan, ¿podemos utilizarlos también para pensar la literatura, las estrategias que traza un escritor frente a su contemporaneidad?

 
Por supuesto, la utopía que se ve a sí misma como solución final es falsa, lo mismo en el terreno social que en el individual. Y el desencanto no es una razón para no querer cambiar el mundo, sino al contrario. Sancho Panza como un necesario complemento de Don Quijote, y viceversa. De ahí proviene mi rechazo a todos los que exigen que el mundo, la revolución, la revolución total, se haga realidad mañana mismo. Entonces, si la revolución no llega, son esos mismos los que se convierten en reaccionarios y ni siquiera buscan ya mejorar un poco una pequeña escuela o algo por el estilo. En la Italia de hoy, casi todos los revolucionarios extremistas del pasado son ahora adeptos a Berlusconi. Esto es válido también para la vida, para la utopía de la vida verdadera, si así lo prefiere. La pretensión de vivir, dice Ibsen, es megalomanía. Claro que Ibsen pretendía que se intentara vivir de manera auténtica, pero quería decir que sólo si se sabe cuán difícil es el camino hacia la vida verdadera, puede uno tener esperanzas de acercarse aunque sea un poco a ella.

Ahora que hablamos de Berlusconi, ¿tuvo alguna vez Claudio Magris alguna responsabilidad política en Italia?

 
Siempre me ha interesado la política, pero casi en contra de mi voluntad. Me interesa más el mar que la política. Pero sé también que para que todos puedan venir al mar es preciso interesarse por la política. Es decir, para mí la política, en un sentido existencial, tiene una dimensión ética, aunque por supuesto también tengo un gran interés cultural e intelectual por la política. Y todo lo que tiene que ver con la moral constituye para mí un mandamiento, aunque incómodo. Es decir, si ahora alguien intentara asesinar a un niño, no estaría en condiciones de seguir hablando de mis libros, tendría que intervenir. Pero, primero, espero que eso no suceda nunca; y segundo, me sentiría muy feliz si fuera otro el que salvara a ese niño.

Mi padre estuvo en la Resistencia; por lo tanto, crecí con esos ideales. Es por ello por lo que siempre quedó en mí cierta escisión entre ese sentimiento sobre la necesidad de la política y una naturaleza personal apolítica. Por ejemplo, nunca pensé en presentar mi candidatura. Pero luego... Yo estaba en Alemania en enero de 1994, con una beca Humboldt de investigación. En esa época, todos los que en Trieste se oponían a Berlusconi, todos los partidos, desde los viejos liberales conservadores hasta los de extrema izquierda, me pidieron que me presentara a las elecciones. Yo no deseaba hacerlo, pero tenía la sensación de que no podía negarme. Entonces dije que sí, aunque en contra de mi naturaleza. Y eso, por supuesto, es algo terrible. Es como un homosexual que se casa porque cree que tiene el deber de crear una familia, de procrear. Claro que un homosexual tiene derecho a ser como es, pero no puede tomárselo a mal con las mujeres, porque ellas no son responsables de su sexualidad. En fin, que en aquel momento acepté, y fue una lucha constante contra mi naturaleza. Quizás conseguí influir en algo, pero a costa de un esfuerzo increíble. A ello se añadió que por esa época mi mujer enfermó. Yo me sentía realmente mal. En cambio, mi esposa, no. Ella tenía miedo y sentía tristeza ante la muerte, pero sin transmitir ese miedo. En aquellos días contagié con mi angustia a todo lo que me rodeaba. Marisa, sin embargo, jamás tomó siquiera una píldora para dormir. Pero bueno, ése es otro tema.

Todo tuvo su lado cómico. Yo había dicho, en primer lugar, que no podría hacer campaña electoral en Italia, ya que había recibido el dinero de la beca y tenía que permanecer en Alemania a fin de terminar mi investigación. No hice campaña y por eso gané. Luego, sucedió otra cosa cómica. Los cinco partidos que me apoyaron no pudieron establecer una alianza, pues sus programas, salvo en lo relativo a la oposición a Berlusconi, eran muy disímiles. Los secretariados, con sede en Roma, no les permitieron aliarse. Por eso desaparecieron en el distrito electoral de Trieste, no presentaron ninguna lista de partido.

Algunos amigos míos inventaron aquí, en el café San Marcos, un nuevo movimiento. Lo que significa que muchos electores que en otras circunstancias habrían votado al Partido Popular, a los liberales o a los ex comunistas, me dieron su voto a mí. Pero estos amigos míos habían olvidado registrarse; por lo tanto, yo era el único miembro de ese partido. Ni siquiera Trotsky soñó con una democracia directa de esa índole, con tal identidad entre la base y sus representantes, electores y elegidos. Y en el Parlamento, en el Senado, del que formé parte durante dos años, estuve en el llamado Grupo Mixto, para no tener que elegir entre uno u otro de los partidos que me habían apoyado. Colaboré con esos partidos que estaban en contra de Berlusconi, pero dentro del Grupo Mixto estaba solo, a título propio.

Por distintas razones, fue una época muy difícil para mí, aunque también un período muy interesante. Siempre trato de diferenciar entre los objetivos que debo censurar en política y mi malestar personal. Tengo derecho a sentir malestar, pero eso no es culpa de la política. Detesto a los intelectuales que asumen un compromiso político y luego declaran que la política les ha defraudado y no ha satisfecho su alma bondadosa. Como si la política tuviese la obligación de satisfacerme o satisfacer a otros colegas, no teniendo derecho a herir mi sensibilidad. La política está relacionada con el trabajo, la libertad, el desempleo; con la guerra y la paz; con problemas colectivos, no con el alma sensible de un escritor. Un aspecto muy interesante, aunque terrible para un país democrático, es ese abismo objetivo entre la velocidad con que la sociedad se transforma y la lentitud de la política. El problema futuro en los países democráticos desarrollados será vencer ese abismo, ese «retraso» de la política, sin tener que renunciar a la democracia.

El mundo político es también un mundo moral, ha reconocido usted. Para un escritor que alguna vez ha estado en política, ¿dónde se ubican esas fronteras? ¿Existen dentro de la literatura?

 
Es preciso diferenciar muy claramente entre las distintas situaciones en las que se toma la pluma, que es, para nosotros los escritores, nuestra única arma. Claro que, a veces, del compromiso moral surge una gran literatura. Diría incluso que esto sucede con suma frecuencia. Basta pensar en Dante o en otros escritores formidables de nuestra época. Pero la literatura tiene sus propias leyes, y esas leyes no deben ser sacrificadas a la moral. Si pretendo escribir algo que corresponda a la verdad y tengo la sensación de que esa escritura tendrá consecuencias negativas para un ser humano, debería renunciar a escribirlo, pero lo que no puedo hacer es alterar la escritura, la verdad. A veces surgen grandes contradicciones. Uno desea añadirle algo a un texto de ficción por razones morales o políticas, pero no funciona. Lo mismo sucede cuando se implanta un órgano y el cuerpo no lo acepta, lo rechaza. En ese sentido, estimo mucho a Ernesto Sábato, que en una época se ocupó de los «desaparecidos». Durante años renunció a su labor literaria para buscar a esas personas, para investigar cómo y dónde estaban. Pero Sábato es también el autor de Sobre héroes y tumbas, que desciende a lo profundo, a los abismos, a las tinieblas del inconsciente y del mal. Y para ello estableció de manera muy honesta una diferencia entre dos mundos, dos tipos de escritura, la diurna y la nocturna. En cierta ocasión, le dije que cuando estaba sumergido en esas profundidades había descubierto que dos más dos eran cuatro, aunque también podían ser seis o diez, y que resultaba poco importante cuánto sumaban en realidad, ya que, cuando se regresa a la superficie, ese «saber» no representa una ventaja.

Trieste y el judaísmo han sido una constante en sus libros. A ello habría que sumarle la figura de Isaac Bashevis Singer, uno de los escritores más importantes del siglo XX. ¿Tuvo su literatura alguna influencia sobre usted?

 
Sin Singer no habría escrito Lejos de dónde. Esta obra no es tanto un libro sobre Joseph Roth como sobre Singer. Pero en ese momento no tuve el valor o, más bien, tuve la sensación de no poseer los suficientes conocimientos para entender a Singer directamente. Por eso elegí a Joseph Roth, porque él también es un desarraigado y hablaba de este mundo como alguien que se mantiene ajeno a él. Es cierto que a Singer me vinculan muchas cosas. ¿Le he contado cuándo le envié mi primera carta? Yo estaba en el mar, en Trieste, y le escribí lleno de entusiasmo a Nueva York. Lo hice a través de su editor, Farrar Strauss, quien años después se convertiría también en el mío. Yo había leído algunos relatos de Singer, en especial esa maravillosa parábola El no visto, uno de los textos más bellos sobre la fidelidad y la infidelidad, sobre la pasión y la ley, el matrimonio y el amor, la vida y la muerte. Le escribí en alemán, por supuesto. Y Singer me contestó en seguida. Una carta muy amable, directa, cordial, en la que al final me decía: «Muchos saludos a su familia y a sus amigos». Fue la única ocasión en que alguien pensó también en mis amigos, y eso lo valoré mucho. Y es que la amistad forma parte de la vida. La muerte de un amigo no significa menos que la muerte de un primo o un hermano. Desde entonces, desde esa carta, Singer y yo nos mantuvimos en contacto epistolar. Marisa, mi esposa, y yo les visitamos a él y a Alma en Wengen. Y con esa confianza que se tiene con otro al que uno aprecia mucho, esa libertad de decirle todo, incluso observaciones críticas, le pregunté: «¿Por qué escribe usted novelas tan aburridas, si podría crear obras maestras?». Él no interpretó la pregunta como una crítica ni se lo tomó a mal. Me respondió: «Escribo lo que me proporciona placer en un momento determinado». Con esa respuesta se puso por encima de mí. Le dije: «Quizás yo soy más inteligente que usted, pero usted es un genio». Le hablé de muchas cosas. Por ejemplo, yo tenía una sobrina cuyo hijo estaba siendo progresivamente torturado y «asesinado» por un cáncer, y se lo conté a Singer. Y él, perforando las hojas del suelo con el bastón, me respondió: «¿Sabe usted?, la literatura sirve de muy poco». Y de repente, en un tono que no era ni curioso ni confesional, un tono que jamás olvidaré, me preguntó: «¿Cree usted en Dios?». Luego continuamos hablando sobre el amor, el sexo, qué significa cuando el cuerpo a veces claudica... Era una persona increíble.

¿En qué año comienzan ese contacto?

 
La primera carta, que todavía conservo, me la escribió en 1966. A partir de entonces, mantuvimos una correspondencia frecuente. Nos encontramos en Wengen en 1981, y tres años más tarde, muy brevemente, en Nueva York. Él estaba a punto de salir de viaje y sólo tomamos un café en compañía de su mujer. Luego no le vi más. En los últimos años nos escribimos muy poco, ya que él padecía Alzheimer, y creo también que en esos últimos años estuvo poseído por una mecánica febril de la escritura, el éxito, el dinero. Fue grande mientras temió que no escribía para nadie. En una ocasión, en uno de sus relatos, Singer hace decir a un demonio judío, un dybuk, que él es «alguien que ve, pero que no puede ser visto». Escribía en yiddish, es decir, en una lengua muerta. Para él, el yiddish amenazaba con convertirse en una lengua muerta en dos sentidos: por una parte, le separaba de un público estadounidense más amplio; por otra, le impedía encontrar mayor resonancia entre los lectores de las comunidades yiddish de Estados Unidos, los cuales buscaban el colorido local y el folclore sentimental, mientras él escribía rigurosas fábulas universales sobre lo extravagante de la existencia humana.

Entonces, cuando de repente se convirtió en un escritor para todos los públicos, nos distanciamos un poco. Aunque quizás distanciamiento no sea la palabra exacta. A su muerte, su esposa me escribió. Ése fue nuestro último contacto. He leído la biografía escrita por Florence Noiville, y en ella salen a la luz algunos aspectos terribles de su persona: su codicia, su maldad para con su hermana... No sé. En lo que a mí concierne, sólo puedo estarle agradecido, pero todo ser humano tiene sus lados oscuros. El propio Singer dijo en una ocasión que sólo el texto cuenta, el texto literario, no el pobre diablo que lo escribió. Lo más difícil será, el día del Juicio Final, el oficio del bienamado Dios.

En 1971 publicó «Lejos de dónde», que se ha convertido en un canon para el estudio de la literatura judía. Treinta años después, ¿continúa siendo igual su percepción de la obra de Joseph Roth o ha variado?

 
Para responder como es debido y con amplitud, tendría que escribir el libro nuevamente y de otra manera. Es como si alguien escribiese un poema de amor dedicado a una persona amada y luego, al cabo de treinta años, se le preguntase -a ella o a él- si volvería a escribir ese poema de la misma forma, si esa persona sigue siendo la misma para él o ella. Claro que la vida cambia. Aun cuando, al cabo de treinta años, se continúe amando a la misma persona, incluso con mayor intensidad, no sería lo mismo, y esto es igualmente válido para un tema o un libro. El exilio, cuestión que abordo en Lejos de dónde, ha cambiado mucho con la Historia reciente de Israel; sin embargo, sigue siendo el mismo, ya que simboliza una condición humana universal. Mi amor por Singer, por Roth, sigue siendo intenso; yo diría que más intenso que antes. Pero no estoy seguro -y lo mismo vale para el «mito habsbúrgico»- de si ahora tendría el valor juvenil, ese valor un tanto alocado, de escribir sobre el tema sin ser un especialista. Lo que puedo decir es que Lejos de dónde jugó un papel muy importante en mi vida. Es un indicio perdurable de una situación humana universal, que atañe a personas no judías, como yo. Recuerdo lo que un rabino me preguntó en un debate: «Pero usted no es judío, ¿no?». «Pues no», le respondí. A lo que él añadió: «Bueno, era sólo una pregunta».

Usted ha escrito que «el mundo habsbúrgico es también el mito de la periferia».

 
Es obvio que la monarquía austrohúngara ha de ser juzgada de acuerdo a la época, a partir de un punto de vista político e histórico. Hubo épocas de una política centralizada; otras, de una política federalista; otras, progresista y reaccionaria. La parte húngara era mucho más autoritaria que la austriaca en lo que atañe a la política de las nacionalidades. Pero yo quise decir otra cosa. Un gran autor como Joseph Roth escribió en una ocasión que para él la patria no estaba realmente en Viena, en el centro, sino en los países de la corona, en las provincias del Este, los territorios periféricos. En ese sentido, Roth tuvo, independientemente de la monarquía austrohúngara, una gran intuición del mundo moderno y contemporáneo. Actualmente, desde el punto de vista cultural, uno está obligado a sentir que el mundo entero es periferia, que no existe un centro en ninguna parte, ni siquiera en esos poderosos centros políticos y espirituales como Nueva York. El concepto de centro presupone sentir una gran cultura como unidad, tal como fue París en el pasado, o Viena, o Roma en el mundo antiguo. Pero hoy ese centro ya no existe. Cualquiera, aunque viva en la Quinta Avenida, percibe, al igual que Joseph Roth, que vive en la periferia de la Historia, incluso de la vida. No es posible creer que se está en el centro del mundo. Un centro presupone la sensación de compartir una cultura ordenada, una jerarquización, justamente «eso» de lo que carecemos hoy. Vivimos en medio de la confusión. En lo positivo y lo negativo.

Piense, por ejemplo, en la tecnología. En lugar de agrandar las diferencias de poder entre las grandes potencias y los pequeños grupos, como ocurría hace años, posibilita que unos pocos dispongan de una tecnología altamente sofisticada que hace peligrar a una superpotencia como Estados Unidos. Actualmente, cuando leo el periódico o veo la televisión, tengo la sensación de contemplar el mundo como alguien que viene del campo y ve una ciudad por primera vez. Algo que no me sucedía treinta años atrás.

Sus obras forman parte de un imaginario al que ya no le interesa tanto construir personajes, a la manera de la literatura clásica, sino ir integrando una serie de historias, datos, experiencias. ¿De qué manera lee Claudio Magris sus propias ficciones? ¿Es este «juego» un poner en jaque el género mismo, una reflexión?

 
Sí, la reflexión sobre una historia y sobre el género al que pertenece la historia produce, al menos de manera potencial, una nueva historia integradora. El mundo es infinito, e infinita también es la narración del mundo. En ese sentido, creo que la formidable literatura de Musil, en especial El hombre sin atributos, así como las obras de Broch, Canetti, etcétera, forman parte de una literatura que vincula de manera inseparable narración y reflexión, poesía y ciencia, y pueden ser consideradas la mejor literatura para representar al mundo contemporáneo.

Ahora que menciona «El hombre sin atributos», recuerdo que una de las cosas que satiriza Musil en su novela son las fronteras de Kakania, esos límites que le hacían ser muchas en una (o una en muchas). Este asunto ha tenido una presencia muy fuerte en sus ensayos. ¿Qué es exactamente ese concepto para usted? ¿Sigue creyendo que un escritor es, ante todo, un «hombre de frontera»?

Existen fronteras en todas partes, no sólo fronteras nacionales. Éste es un aspecto que siempre tuvo la mayor importancia para mí. En Verde agua, mi esposa, Marisa Madieri, a través de la historia de su éxodo y exilio (en su niñez, fue desterrada por los yugoslavos, al igual que le sucedió a muchos italianos de Istria y Rijeka), descubre las raíces eslavas de su familia, antes olvidadas en las profundidades del subconsciente. Reconoce que ella también está «al otro lado de la frontera». A través de su odisea como refugiada, gana una sensación de pertenencia al mundo eslavo.

Cuando yo todavía era un adolescente, casi un niño, para mí la frontera era una experiencia decisiva y concreta. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial (nací en 1939), Trieste era una tierra de nadie, uno de los llamados territorios libres, gobernado provisionalmente por los ingleses y los estadounidenses, una región que Tito se quería anexionar. No se sabía bien si se pertenecía a Italia o a Yugoslavia, lo cual significaba al mismo tiempo pertenecer al bloque occidental y al oriental, un bloque oriental que todavía estaba dominado por Stalin. Trieste es una pequeña ciudad, y la frontera estaba menos distante de mi piso en el centro de la ciudad de lo que está un barrio de París de otro. No sólo se trataba de una frontera normal, sino del Telón de Acero. Una frontera que, al menos hasta la ruptura entre Tito y Stalin, y hasta la normalización de las relaciones entre Italia y Yugoslavia, era infranqueable. Detrás de esa frontera se hallaba el bloque oriental, el desconocido, amenazante y despreciado bloque oriental. Detrás de esa frontera que yo veía cada vez que salía a pasear con mis amigos se hallaba un territorio que era a la vez conocido y ajeno. Ajeno, porque era inaccesible, porque pertenecía al amenazante imperio de Stalin. Conocido, porque se trataba del territorio que hasta el final de la Segunda Guerra Mundial había sido italiano y Yugoslavia había ocupado al final de la guerra; un territorio en el que yo había estado muchas veces. Y creo que esa identidad de lo desconocido, lo inusual, lo familiar, fue decisiva para mi apuesta por la literatura, la cual es a menudo un viaje de lo conocido a lo desconocido, y a la inversa. Sin embargo, también comprendí que para hacerme de una cultura, para madurar, tenía que ser capaz de franquear esa frontera no sólo físicamente, con un pasaporte o visado, sino también espiritualmente.

Se puede, se debe y se tiene que amar la frontera. Necesitamos fronteras de toda índole, morales y culturales. Pero entendiendo la frontera como puente, no como barrera o barricada. Queda el reto de traspasar las fronteras y desplazarlas. Si se las ve como algo rígido, sólido, como un ídolo, entonces las fronteras también piden sangre. Uno puede amar las fronteras cuando sabe que son perecederas; de lo contrario, esas mismas fronteras se vuelven letales.

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