1 dic 2011

La educación según Lampedusa | Álvaro Matus

Es impresionante la vigencia de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), ese aristócrata venido a menos que en los últimos tres años de su vida escribió El gatopardo, para muchos la mejor novela política de todos los tiempos. Fue una especie de testamento, pues se publicó cuando ya había muerto y porque además contiene las claves de su propia existencia. La noción de que "todo debe cambiar para que todo siga igual", que planea por cada página del libro, se proyecta hasta nuestros días y ayuda a entender la desconfianza de los universitarios movilizados y de la ciudadanía en general, que ve en los políticos nada más que a guardianes del statu quo.

En sus maravillosas Notas sobre literatura inglesa, recién publicadas por Ediciones UDP,  el príncipe de Lampedusa emerge también como un profesor culto, divertido, exigente y, lo más valioso, capaz de transmitir el entusiasmo que le provocaron Chesterton, Dickens o Swift. Afirma que si Graham Greene fuera Papa "todos seríamos católicos"; y a Joyce lo compara con un enorme y sabroso salmón que "con las aletas y con la cola luchó durante años contra la secular corriente, suscitó en torno suyo bellísimos rocíos iridiscentes y manchas de fango, y fue excesivo aunque no cambió de rumbo. Gran artista y noble figura".
Lampedusa era anticlerical y fumador empedernido, confiaba más en sus corazonadas que en las teorías literarias, se aburría con la ópera y peleaba con su mujer en un idioma diferente al italiano, para que los perros no entendieran. En la biografía escrita por David Gilmour, su viuda cuenta que siempre salía con un libro de Shakespeare para "consolarlo si veía algo desagradable". 

Al igual que el protagonista de El gatopardo, formó parte de una generación parada entre dos mundos, insegura en ambos. Su principal actividad era leer. Unicamente al final de sus días dio estas lecciones de literatura inglesa. Y fueron, para más extravagancia, para dos alumnos que lo visitaban tres veces a la semana. El más persistente era Francesco Orlando, quien ha sintetizado así la vocación del maestro: "Sabía gratificar en la misma medida en que sabía herir, aunque en general las lisonjas estaban veladas de ironía y las críticas, encubiertas por la cortesía. Por todo ello, Gioacchino y yo aprendimos muy tarde hasta qué punto su actitud para con nosotros fue profundamente pedagógica".

Por el espesor cultural, por la curiosidad insaciable y por la capacidad para extraer la sustancia de la vida que hay en cada obra, lo que tenemos ante nosotros es mucho más que un curso sobre los grandes autores británicos. Estamos ante un tratado de educación. Las clases resultan vibrantes, llenas de curiosidades y momentos de profunda alegría. Se desarrollaron en condiciones ciertamente excepcionales, pero hay algo en el placer y la dedicación tanto del maestro como de sus  alumnos que debieran estar a la base de cualquier modelo de enseñanza. En los últimos meses, la necesidad de llamar la atención sobre un sistema educacional subordinado a principios comerciales no ha permitido subrayar las notorias falencias del magisterio y las del alumnado. Habría que partir por sentarse a la mesa con Lampedusa leído.

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