He aquí un hombre que recibió el Nobel de Literatura: en primer lugar porque es un escritor original y poderoso, pero además porque, como figura progresista y lúcido eslabón entre Oriente y Occidente, cumplía a la perfección el perfil político de un galardón cada día más descaradamente politizado. He aquí también una persona con un inusitado afán controlador; los primeros cinco minutos, nada más encontrarnos, me somete a un férreo y minucioso interrogatorio: ¿No viene un fotógrafo con usted? ¿Entonces qué fotos van a utilizar? ¿Dónde va a salir la entrevista? ¿Cuántas páginas ocupará? ¿El suplemento de El País tiene formato de revista o de periódico? ¿Va a ser una entrevista o un perfil? ¿Será todo pregunta y respuesta, o habrá textos escritos por usted? ¿Sólo un texto al principio, o también observaciones intercaladas entre las preguntas? En más de treinta años de profesión nunca me había encontrado un entrevistado tan necesitado de saberlo todo.
Por otra parte, se diría que su afán controlador es bastante ineficaz. Para tenerlo todo de verdad bien atado, hubiera debido negociar la entrevista antes de hacerla. Esas cosas suceden: a veces se acuerdan previamente las fechas de publicación, las fotos, detalles así. Pero ahora que he atravesado medio mundo y he venido hasta Estambul para hablar con él, su capacidad de maniobra es más bien pequeña. De manera que puede que todo esto no lo haga en realidad por controlar, sino por cierta predisposición a ser un pejiguera y dar la tabarra. Nuestra cita ha sido inusual, como de espías de la Guerra Fría: yo debía tomar un barco a las 12.45 en un determinado embarcadero a las puertas del Bósforo y bajarme una hora después en una islita del mar de Mármara, en donde él estaría esperándome. Y ciertamente estaba: un poco retirado, medio oculto en las sombras, dejando que desembarcara todo el mundo. Alto y delgado, de huesos elegantes y aspecto juvenil (no aparenta sus 54 años), con penetrantes ojos verdes tras las gafas metálicas. Sin duda atractivo. Y también refunfuñón, impertinente e irritable. Al menos, a ratos. Este espléndido escritor tiene un carácter racheado y mudable, como de tormenta veraniega. De pronto ríe a carcajadas, bromea, resulta cercano y seductor. Y de pronto se convierte en un hosco gruñón.
Mire, me preocupa un poco de qué vamos a hablar, porque…
¡Ah, pero ese es su problema, usted sabrá qué quiere preguntar!
Claro, no me refiero a eso, me refiero a la situación en la que usted vive en Turquía. Hace unos meses, cuando estuvo a punto de ser juzgado por “insultar deliberadamente la identidad turca”, un supuesto delito por el que podrían haberle condenado a tres años de cárcel, el origen del conflicto fueron unas declaraciones suyas a un diario alemán. De manera que temo no controlar bien la situación y que alguna pregunta acabe siendo peligrosa.
Descuide. Como yo estoy mucho más preocupado que usted al respecto, ya tendré buen cuidado de vigilar lo que digo. Le voy a contar una historia graciosa. El otro día estaba paseando por la calle, a mi aire, y me acerqué a un chiringuito y pedí una coca-cola, porque es una bebida que me gusta. Y el vendedor dijo: “Oh, eres Pamuk, ¡pensé que estabas en la cárcel!”. Contesté: “¡Me acabo de escapar, déme una coca!”.
Ha dicho que vigilará sus palabras. De manera que se siente verdaderamente muy observado.
Verá, en estos momentos en Turquía todo el mundo está muy susceptible respecto a todo, y de una manera muy paranoica. Por desgracia estamos desarrollando una especie de cultura del linchamiento. Pero viviendo en este país siempre tienes que tener cuidado con tus palabras, siempre, esta no es una sociedad occidental y al final terminas siendo castigado por lo que dices. Por otro lado, lo cierto es que he sobrevivido aquí. Ahora mismo en el ejército hay un inmenso sector nacionalista que muestra un fuerte sentimiento antioccidental, lo cual es una táctica para luchar contra el Gobierno, que quiere meter a Turquía en la UE… Bueno, no, en realidad ya no lo quiere.
¿Ah, no?
Pues no, el Gobierno ya no intenta con tanto empeño el ingreso en la UE, precisamente por esa gran oposición.
Pues es una pena. Yo creo que Turquía debería entrar en Europa. Abandonar ese proyecto me parece un desastre para Turquía, para Europa y para todos.
Tal vez sea un desastre, sí. Pero lo que es verdaderamente fatal para Turquía es que no tenga una democracia desarrollada. Eso sí que me importa de verdad. Lo de la UE me importa un pito, en tanto en cuanto en Turquía haya una democracia. Quiero poder ser capaz de decir todo aquello que desee decir, sin correr el riesgo de ser linchado por campañas fascistas o de terminar en la cárcel.
Supongo que es usted muy conocido físicamente en Turquía y que eso puede crearle problemas con los extremistas. Por ejemplo, sé que un grupo fascista ha estado pidiendo firmas por las calles de Estambul para meterle a usted y a otros autores turcos en la cárcel.
Sí, aquí todo el mundo me reconoce y es verdad que eso crea problemas. Pero también me suceden cosas maravillosas. Por ejemplo, taxistas que no me dejan pagar, cosas así. Recibo también muchas muestras de apoyo y de respeto, incluso de gente que no está de acuerdo conmigo.
Sin embargo, sus relaciones con el entorno social parecen haber ido siendo cada vez más difíciles. Cuando en 2004 publicó su última novela, ‘Nieve’ (Alfaguara), dijo en una entrevista que todo el mundo se había sentido ofendido, los islamistas pensaban que no les trataba bien, y los occidentalistas pensaban que se ponía usted demasiado de parte de los islamistas…
Nieve es una novela política, la primera y la última que haré, y tuvo mucho éxito en Turquía. Puso a mucha gente un poco nerviosa, pero por otra parte tuvo muchos lectores. Quizá no les gustaba todo lo que leían, pero les interesaba el problema, la situación que exponía. En una novela política, el autor no tiene por qué ser amado por todos sus lectores, ni éstos tienen que compartir necesariamente todas las opiniones del escritor. De hecho, un autor político al que todo el mundo ame probablemente lo único que haga sea repetir los clichés y halagar los tópicos preconcebidos de su público, en vez de intentar reflexionar sobre el tema.
En ‘Estambul’ (Mondadori), el precioso libro a medio camino de la biografía y el ensayo que acaba de publicar en España, dice usted: “De adolescente, pensaba que la fragilidad consistía en sentir que no se pertenecía al lugar, al hogar, a la familia y, sobre todo, a la ciudad en la que se vivía”. Y también dice: “Durante años tampoco me abandonó el temor a ser castigado por no ser como ellos”. Son sentimientos muy normales, pero…
Déjeme que le diga que eso de que son “muy normales” no me gusta porque suena a psicoanálisis.
Es un equívoco derivado de usar una lengua, la inglesa, que no es la suya ni la mía. Me refería a que son algo muy común. Pero en fin, en cualquier caso tiene que ser amargo ir creciendo justamente en ese progresivo enajenamiento del entorno, en esa creciente soledad, como usted ha hecho.
Bueno, te vas construyendo una vida de escritor, desde luego, y desde ese punto de vista no eres igual a nadie más. Pero con esto no me estoy refiriendo a esa vanidad narcisista de los autores que se creen únicos. Distingamos entre ese narcisismo, que no comparto ni me interesa, y por otro lado el trabajo que hago. La manera en que yo veo ese trabajo, la manera en que escribo mis novelas, es siempre buscando lo que hay en lo más profundo del ser humano e intentando sacar eso a la superficie, para demostrar que todos somos iguales unos a otros. Sí, es verdad, pertenecemos a comunidades diferentes y a veces enfrentadas, la comunidad de la mezquita o del partido político que sea, pero más allá de eso todos somos muy semejantes. Y para poder sacar esa esencia común a la superficie, hay que escribir más allá de las ideas comunitarias, hay que escribir libre de ellas, desde el sentido básico y universal de lo humano. Y hacer esto no es muy común. De ahí la soledad del escritor, no porque seas un individuo especial y único, sino porque tienes que esforzarte en escribir desde fuera de las miradas limitadoras de las diversas ideologías comunitarias.
Y dígame, ¿por qué es usted tan susceptible con el tema del psicoanálisis?
No, no es eso, es que la palabra normal me recordó esa escena de una película de Woody Allen en la que el personaje va al psicoanalista y está tumbado en el diván y dice: “He matado a mi madre, he violado a mi hermana pequeña…”, suelta un montón de barbaridades horribles. Y el psiquiatra cabecea plácidamente y dice: “Es muy normal, es muy normal”…
Finge chistosamente la voz sesuda del psicoanalista y luego suelta grandes carcajadas. Ahora está en su vertiente seductora. Tiene algo de niño grande este Orhan Pamuk que, sin embargo, vive una vida adulta y difícil. Imaginemos, a modo de juego, una de esas hipótesis psicologistas que él detesta: supongamos que es un hombre de natural un poco paranoico al que de repente, en efecto, medio mundo empieza a perseguir. Quizá su extraordinaria suspicacia venga en parte de ahí, o de la soledad de su posición. A medio camino entre Oriente y Occidente, parece obsesionado por ser auténtico, por pensarse todas las cosas personalmente y con rigor, y ese prurito de independencia quizá le haga ser un discutidor impenitente y llevar la contraria por sistema. Es todo un personaje, este Pamuk tan encantador y tan fastidioso.
Hablando de matar y de trazos psicoanalíticos, me divirtió mucho en ‘Estambul’ esa parte en la que usted cuenta que, hasta los 45 años de edad, se durmió todas las noches imaginando que mataba a alguien, a su hermano, a otros escritores, a vecinos, a críticos… Esto último, lo de imaginar que mataba a críticos, debía de ser especialmente refocilante…
Sí, sí. Eso es muy normal. Lo anormal es no hacerlo [risas]… Le diré que estaba presentando este libro en Estados Unidos y un periodista me preguntó en un tono muy serio y escandalizado: “¿Es verdad que imaginaba todo eso?”. “Sí”, contesté, “es que soy un tipo pervertido”.
Si quiere que le diga la verdad, a mí no me extraña que imaginara esas cosas. Lo que me extraña es que dejara de hacerlo a los 45 años, precisamente. ¿Por qué? ¿Qué le sucedió?
Mmm, sí, no sé, es verdad que lo dejé… Probablemente porque las cosas se han puesto últimamente más serias y matar imaginariamente ya no me parece suficiente.
Empezó usted a pintar a los siete años porque sus padres le vieron hacer un dibujito y decidieron que era usted un genio.
¡Sííííí! Y debo decirle que yo estaba totalmente seducido por la idea. Porque además no fue solo cosa de mis padres, también en la escuela, los profesores, los compañeros, los amigos, todo el mundo decía que yo era un pintor con mucho talento. De manera que me lo creí totalmente y me dije: “Oh, qué vida tan maravillosa”. Y al final, claro, si la gente cree que tienes talento para pintar, y tú también te lo crees, pues empiezas a ejercitarte, y trabajas, y trabajas, y terminas aprendiendo.
El caso es que se dedicó a pintar hasta que a los 22 años lo dejó para siempre y empezó a escribir. Dice en ‘Estambul’ que con su pintura fue sintiendo una tristeza progresiva por lo fallido de sus cuadros, “tristeza que se fue profundizando con los años hasta convertir el hecho de pintar en algo problemático”…
No, en pintura siempre me sentí dotado y en realidad no fue nunca problemático. Si lo dejé fue porque… No es que me sintiera sin talento, sino… Lo dejé porque… Cómo puedo explicar esto… Nunca tuve problemas con el talento, pensaba y pienso que tengo talento para pintar, es que… Mire, no hay una sola explicación, hay miles de circunstancias juntas, es una situación filosófica y cultural. Sentí que estaba totalmente solo en la pintura, que no había detrás una tradición pictórica en la que apoyarme. Viviendo en una sociedad no occidental, con un concepto del arte pictórico muy tradicional, es difícil desarrollar tu camino. Esto, en parte. En fin, no tengo una manera de contestar a esto. No hay una sola respuesta. Tendría que extenderme durante cuatrocientas páginas. En realidad, Estambul es una respuesta a esa pregunta.
Y a los 22 años empezó a escribir y desde entonces trabaja furiosamente, ocho horas al día.
Y más que eso. Ayer estuve escribiendo durante doce horas. Pero no me quejo, me gusta. Me gusta. Todo lo que he hecho en mi vida es leer y escribir.
Otra cosa fascinante de su libro ‘Estambul’ son las reflexiones que hace sobre la ciudad. Dice que está llena de amargura por la pérdida y la decadencia del imperio otomano, por la sensación de derrota. Creo que sus reflexiones pueden extrapolarse a un marco general, porque en el aumento del integrismo islámico creo que influye el sentimiento de humillación de las sociedades árabes.
La humillación desde luego es una cosa horrible, da origen a sentimientos de venganza, de ira, de violencia, sentimientos nacionalistas y de rechazo a todos los que te humillan. Y desde luego está muy claro que no puedes impulsar el desarrollo democrático de un país bombardeándolo y matando a sus habitantes, porque eso demoniza la democracia de la misma manera que demoniza a los agresores. Entiendo todo eso muy bien. Pero, por otro lado, no se pueden justificar todos los problemas de Oriente con el argumento de la humillación.
Desde luego que no. De hecho, usted dice también en su libro otra cosa que me parece muy lúcida: “La amargura paraliza Estambul, pero también es una excusa para la parálisis”. Y explica que, en el impulso de occidentalización que vivió Turquía, había, más que un afán de verdadera modernización, un deseo de olvidar esa amargura. De manera que se quitaron los valores culturales propios y no se sustituyeron por nada, dando lugar a un gran vacío. Me parece que esto también es un problema general del islam.
No, no es de todo el islam, sino del islam turco, porque en Turquía la república moderna intentó romper con el islam social e imponer que las relaciones con lo religioso se mantuvieran en el ámbito privado, individual, al estilo de los cristianos. Y al cortar la influencia social de la religión tal vez fueron demasiado lejos y cortaron también las partes morales y literarias del islam. No habría sido tan grave si hubieran introducido otros valores, el humanismo ético occidental, la literatura occidental, pero no se hizo, y eso dio lugar a un gran vacío.
Justo, pero yo creo que ese es un problema general en la modernización en los países islámicos. Una profesora argelina perteneciente a la élite progresista me contaba cómo la izquierda de su país había rechazado completamente la cultura islámica en los años sesenta y setenta para dar el salto hacia la modernización, y que ahora ella creía que eso había sido un error, que lo que tenían que haber hecho era intentar progresar desde dentro.
No me compare con los argelinos. ¿Cuál es la pregunta?
Señor Pamuk, usted es uno de los intelectuales más interesantes y respetados ahora mismo en ese difícil y estrecho umbral entre Oriente y Occidente, y su opinión al respecto de las difíciles relaciones entre el Este y el Oeste me interesa mucho.
Supongo que la cuestión es si una radicalización de la occidentalización es algo negativo. Y sí, creo que sí, que puede ser negativo. Pero el caso es que mi idea de Occidente es libertad, democracia y derechos de la mujer, tres cosas que Oriente no tiene. Tenemos otras cosas. Por ejemplo, fraternidad. ¡Uau! ¡Somos grandes, somos formidables en eso de la fraternidad! Ese mandato de la Revolución Francesa se nos da muy bien. ¿La igualdad? Bueeeeno, la igualdad tampoco está tan mal, hay algunos filósofos islámicos de la igualdad. Pero lo que no tenemos es libertad, democracia y derechos de la mujer. El resto me da igual. Puedes llevar ropas orientales u occidentales, vivir en casas tradicionales o no. Todo eso me importa un pito. Lo que me importa es que la gente sea libre de elegir lo que quiera. En cuanto a la crispación general, el problema es que, cuando se terminó la Guerra Fría, Occidente, especialmente Estados Unidos, necesitó encontrar un nuevo enemigo, e inventaron el islam como enemigo. Es un enemigo además que se adapta muy bien al papel, porque hay un montón de países no democráticos y por la ira que muestran sobre todo a causa de la cuestión palestina. Pero es que Occidente es tan implacablemente poderoso… Mire esta última guerra, tan injusta, tan cruel, y los países occidentales la han aprobado. Al final el Oeste ganará y todos los países serán occidentalizados, es inevitable. Y lo que tendría que tener claro Occidente es que el islam no es una amenaza para ellos. No es una amenaza. Luego está el terrorismo, que eso sí que es una amenaza…
Pero también para el mundo islámico.
Sí, pero estábamos hablando de Occidente. Y lo que pasa con el terrorismo es que los medios de comunicación intentan fomentar el equívoco de que el islam es igual al terrorismo. Y no lo es. Si un grupo terrorista occidental pone una bomba, no se considera que la culpa sea de la democracia… Lo que sí hay en el mundo islámico es un sentimiento creciente de rabia por todas las guerras que se han sufrido en los últimos años. Son todas estas guerras las que enfurecen a la gente, no la idea del Oeste. Y cuanto más se habla del terrorismo islámico, más excusas se buscan para legitimar más bombas y más muertes.
Por eso decía antes que el terrorismo integrista también es una amenaza para el islam. Los terroristas matan más musulmanes que occidentales.
Porque es más difícil matar occidentales.
No creo que sea sólo por eso, sino porque el ser humano suele sentirse más iracundo y violento contra la gente cercana que no piensa del mismo modo.
Oh, sí. Es verdad. Sé bien cómo se siente eso.
¿Y por qué el islam no evolucionó hacia una sociedad más secularizada? Leyendo su magnífica novela ‘Me llamo Rojo’ (Alfaguara), se deduce que uno de los ingredientes históricos que pudieron influir fue el hecho de que los países árabes no vivieran el Renacimiento…
Esa es una visión etnocéntrica que no comparto. Que el islam no tuvo Renacimiento, que por eso se quedó atrás… Desde luego, las sociedades islámicas, Turquía incluida, no son sociedades abiertas, y muchas de las instituciones sociales que convirtieron Europa en lo que es no están en el mundo islámico. Estoy de acuerdo con eso. Con que no hay democracia, con que hay corrupción. Pero de ahí a decir que se saltaron el Renacimiento hay una gran distancia, ¡eso es totalmente paternalista!
En octubre de 2003, durante la promoción de ‘Me llamo Rojo’, dijo usted en una entrevista en EL PAÍS: “Al no participar en la transformación que se produce con el Renacimiento, es como si el mundo oriental se hubiera quedado detenido durante trescientos años”.
¿Ah, sí? ¿Dije eso? Bueno, sí, pude decirlo.
De manera que si usted lo dice no es paternalismo, pero si lo digo yo, sí. Es usted muy quisquilloso, señor Pamuk, muy quisquilloso.
Vale, vale, vale. OK, bajaré el tono. Y además no me refería a usted, sino a esa simplificación general: “Oh, el islam es así porque perdió el Renacimiento”. Es tan reductor, tan simplificador, tan limitador, tan paternalista. Y además no sirve para nada irse para atrás en la historia, ¿para qué sirve eso?
Pues justamente para intentar entender por qué somos como somos, y por lo tanto para no repetir los errores y procurar enmendarlos. Y estoy de acuerdo con usted, no se trata de buscar respuestas mágicas y reductoras, sino de reflexionar sobre las posibles influencias. Como el hecho de que la imprenta estuviera prohibida durante siglos en el mundo árabe, por ejemplo.
Mire, ese tipo de mentalidad es demasiado superficial. Tendría uno que pasarse cuatro años reflexionando sobre el tema para llegar a algo. Para que no me diga que soy un quisquilloso, tomemos el ejemplo de Hitler. A ver, ¿por qué surgió Hitler? Intente explicármelo. ¿Por qué no se pregunta usted por qué surgió?
¡Pero es que sí que me lo pregunto! Todo el rato. Y tengo algunas ideas al respecto, que no vienen al caso. Y los alemanes llevan décadas preguntándoselo e intentando entenderlo.
Bueno, ¡pero no en una entrevista! Porque luego las cosas las simplifican tanto que dices algo y sale convertido en un cliché irreconocible.
¿Por qué supone que voy a simplificarlo? Eso es una simplificación por su parte.
Bueno, vale. Digamos que cuanto más se habla del islam, haciendo hincapié en la falta de democracia y demás sin hablar de otras cualidades positivas que posee, como, por ejemplo, la compasión, me siento cada vez más a disgusto.
Me parece sensato y respetable. De manera que pasaré a otro tema. Otro tema que me parece que tampoco le va a gustar, por la vertiente psicológica… Dijo usted en una entrevista: “Algunos escritores tienen un mundo que expresar. Otros lo que hacen es proteger su vida con la escritura. Yo formo parte de este segundo grupo. Para mí la escritura es una forma de terapia y necesito escribir cada día”.
Bueno, no es sólo terapia, desde luego, pero sí. O sea, a veces me despierto en mitad de la noche y me pongo a escribir, y lo hago porque me divierte, de la misma manera que un niño se pondría a jugar. De modo que está también ese lado lúdico. Pero, por otra parte, si a causa de un viaje estoy dos o tres días sin escribir, me siento un poco loco.
Sí, creo que la mayoría de los novelistas pensamos que la escritura nos salva de la locura.
Desde hace 35 años llevo un diario, y no porque piense que mi vida sea tan importante como para escribir sobre ella, sino porque verdaderamente es una especie de terapia para mí. Y además, si un día escribo un buen párrafo, siento una sensación como de logro, la satisfacción de haber hecho algo bueno ese día.
Verá, tengo la teoría de que los novelistas son personas que han tenido una vivencia temprana de la decadencia. Que antes de los doce o trece años, pongamos, han vivido la pérdida más o menos traumática del mundo infantil.
¡Ah, no, no, no, yo tuve una infancia muy feliz! [Lo dice bromeando, riéndose de sí mismo, otra vez encantador].
Según cuenta en ‘Estambul’, su niñez fue precisamente un compendio de pérdidas, un modelo de infancia complicada… Nació en una familia rica, pero su padre se apresuró a empobrecerles, sus padres se llevaban mal y desaparecían de cuando en cuando, usted mismo fue expulsado de su casa a los cinco años y enviado a vivir durante un tiempo con un pariente…
No me hable de todas esas cosas tristes, no me recuerde esas penas, quiero olvidarlo [de nuevo riéndose]. Bueno, hablando en serio, la verdad es que no sé por qué escribo. Veo a mis amigos escritores alrededor y la mayoría han tenido infancias espantosas, y entonces yo me considero maravillosamente afortunado por la que tuve… Pero sí, es verdad que… Creo que no tuve una familia muy feliz cuando era pequeño. Todos esos conflictos entre mi padre y mi madre, y lo de que mi hermano mayor y yo nos aporreáramos todo el rato… Además yo era el hijo pequeño y en los países mediterráneos hay esa costumbre medieval de que el hermano mayor es el rey, y el menor, una especie de criado. Pero verá, por otra parte yo era un niño guapo, de manera que era constantemente besado y piropeado por todas las mujeres que había alrededor, las tías, las vecinas, las abuelas… Eso compensaba bastante.
¿Sigue escribiendo usted esa novela que estaba haciendo sobre la clase alta turca?
Oh, sí, ya la estoy terminando. Para el año que viene estará en la calle. Estoy contento, mis amigos dicen que es la novela por la que seré recordado.
¿Le preocupa el hecho de ser recordado, de pasar a la posteridad?
Pues sí. Soy tan imbécil que me preocupa. Realmente te pones a pensar y ves que sólo recordamos a unos pocos autores de hace cien años, a menos de hace doscientos o trescientos, a ninguno de hace quinientos; o sea, que verdaderamente es una idiotez aspirar a quedar en la memoria, pero no puedo evitarlo. Imaginar que te pueden leer dentro de varias generaciones es una especie de consuelo.
De consuelo de la muerte.
Eso es.
Bueno, pues ya hemos acabado.
¿Ya? Me ha gustado conversar con usted.
A mí también, aunque más que conversar hayamos discutido. Es usted muy peleón, señor Pamuk.
No. Soy muy apasionado, que es distinto.
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